“Busquen al Señor, ustedes los humildes de la tierra, los que cumplen los mandamientos de Dios. Busquen la justicia, busquen la humildad”.
Con estas palabras el Profeta Sofonías anima a los miembros del Pueblo de Israel, que se sienten confundidos ante la trágica muerte del Rey Josías, quien había corregido los malos gobiernos que le precedieron, y restaurado el culto en fidelidad a Dios. Por lo cual, particularmente los más desprotegidos comenzaban a desconfiar si Dios está o no con ellos, e incluso a sentirse abandonados por la Providencia divina.
En esas circunstancias, el profeta les dirige estas alentadoras palabras: “yo dejaré en medio de ti, pueblo mío, un puñado de gente pobre y humilde. Este resto de Israel confiará en el nombre del Señor. No cometerá maldades ni dirá mentiras”.
Así, el profeta señala que la gente pobre y humilde, minusvalorada, resto de la sociedad, es elegida para transmitir la presencia y la continuidad del pueblo de Israel como el Pueblo elegido por Dios para manifestarse a los demás pueblos. Esta vocación que continúa la Iglesia por mandato de Jesucristo, la reitera el apóstol San Pablo al dirigirse a la comunidad cristiana de Corinto:
“Hermanos: Consideren que entre ustedes, los que han sido llamados por Dios, no hay muchos sabios, ni muchos poderosos, ni muchos nobles, según los criterios humanos. Pues Dios ha elegido a los ignorantes de este mundo, para humillar a los sabios; a los débiles del mundo, para avergonzar a los fuertes; a los insignificantes y despreciados del mundo, es decir, a los que no valen nada, para reducir a la nada a los que valen; de manera que nadie pueda presumir delante de Dios”.
San Pablo aclara contundentemente que la obra de Dios solamente será efectiva si estamos unidos a Cristo Jesús, y que a través de esta comunión con Él, desarrollaremos la sabiduría necesaria para conducirnos rectamente en el cumplimiento de nuestra particular vocación, obteniendo la justicia, la santificación y la redención: “por obra de Dios, ustedes están injertados en Cristo Jesús, a quien Dios hizo nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención.
La consecuencia es que debemos ser humildes y reconocer que todo lo hemos recibido gracias a Jesucristo, el Señor: “Por lo tanto, como dice la Escritura: El que se gloría, que se gloríe en el Señor”.
El Evangelio reitera en labios de Jesús esta misma afirmación sobre la necesidad de la humildad en el discípulo de Cristo, al proclamar que la pobreza de espíritu es indispensable para obtener la participación y la experiencia del Reino de los Cielos:
“Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Por tanto, la pobreza de espíritu es consecuencia de la humildad, virtud que genera el reconocimiento que todo lo que poseemos y adquirimos a lo largo de nuestra vida es don y regalo de Dios.
Ahora bien, si lo que tenemos nos viene por la generosidad divina, debemos atender a las personas que no cuentan habitualmente en la vida social de una población; es decir, los pobres y todo tipo de marginados, deben ser siempre atendidos y auxiliados en sus necesidades temporales, por quienes si hemos recibido dones materiales, y reconocemos que provienen de la Providencia divina.
En esta reflexión entenderemos mejor porque la Caridad es la máxima de las virtudes que debe practicar un discípulo de Cristo, como tantas veces lo ha señalado el Magisterio de la Iglesia; y en estos años el Papa Francisco, lo ha mostrado en su ministerio, indicándonos que al encontrarnos con ellos y asistirlos, nos encontramos con Cristo.
Hay otras dos bienaventuranzas en la parte final que completan nuestra reflexión: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Es decir, también los hijos de Dios debemos promover y practicar la justicia, y procurar la buena relación entre los miembros de una sociedad. Lo cual, sin lugar a dudas, afectará a todos los que proceden arbitrariamente, buscando solo su beneficio y dejando de lado la práctica de la justicia. Esto precisamente es lo que, en muchas ocasiones, provoca la injuria, la calumnia y la persecución contra los que buscan la justicia, la reconciliación y la paz.
El discurso de las Bienaventuranzas, culmina afirmando: “Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”. Lo cual sin duda sorprende el estilo de la vida humana, que aprecia más a quien tiene riquezas temporales, o poder por la autoridad que ejerce.
Así Jesús previene a sus discípulos, que siguiendo sus enseñanzas no obtendrán reconocimiento y éxito en esta vida; sino al contrario, estarán expuestos a la injuria, la persecución y la calumnia. Porque con el estilo de vida que mira a la vida eterna y no se queda con la mirada miope de la vida terrena, siempre se tocarán intereses meramente humanos, que buscan el placer, las riquezas y el poder.
Por eso los invito a retomar y apropiarnos del Salmo 145, con el que hoy respondíamos a la Palabra de Dios: “El Señor siempre es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; él proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo. Abre el Señor los ojos de los ciegos y alivia al agobiado. Ama el Señor al hombre justo y toma al forastero a su cuidado. A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo. Reina el Señor eternamente, reina tu Dios, oh Sión, reina por siglos”.
Dirijamos ahora nuestra mirada y nuestra súplica a Nuestra Madre, María de Guadalupe, para aprender de ella a ser humildes y reconocer que todo bien procede de Dios, Nuestro Padre; y pidamos su auxilio para fortalecer nuestra generosidad con el pobre y el necesitado.
Madre de Dios y Madre nuestra, conscientes del tiempo tan desafiante que vivimos ante tanta ambigüedad y confusión de mundo actual, donde ha crecido la violencia y el odio, y aunque los acontecimientos de nuestra existencia parezcan tan trágicos y nos sintamos empujados al túnel oscuro y difícil de la injusticia y el sufrimiento, ayúdanos a mantener el corazón abierto a la esperanza, confiando en Dios que se hace presente, nos acompaña con ternura, nos sostiene en la fatiga y, orienta nuestro camino para estar vigilantes, buscando el bien, la justicia y la verdad.
Con tu cariño y ternura transforma nuestro miedo y sentimientos de soledad en esperanza y fraternidad, para lograr una verdadera conversión del corazón, y generemos una Iglesia Sinodal, aprendiendo a caminar juntos; así seremos capaces de escuchar y responder al clamor de la tierra y al clamor de los pobres.
Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a manifestar a través de nuestras vidas que Cristo, tu Hijo Jesús, vive en medio de nosotros, y nos convirtamos así en sus discípulos y misioneros en el tiempo actual.
Nos encomendamos a ti, que siempre has acompañado nuestro camino, como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.
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