Tiempo de misericordia
Puedo leer mi vida a través del capítulo 16 del Libro del profeta Ezequiel. Leo esas páginas y digo: «¡Pero todo esto parece escrito para mí!”. El profeta habla de la vergüenza, y la vergüenza es una gracia: cuando uno siente la misericordia de Dios, tiene una gran vergüenza de sí mismo, del proprio pecado. Hay un buen ensayo de un gran estudioso de la espiritualidad, el padre Gaston Fessard, dedicado a la vergüenza, en su libro La Dialectique des “Exercises spirituels” de S. Ignace de Loyola. La vergüenza es una de las gracias que san Ignacio hace pedir en la confesión de los pecados ante Cristo crucificado. Ese texto de Ezequiel enseña a avergonzarte, hace que tú te puedas avergonzar: con toda tu historia de miseria y de pecado, Dios permanece fiel y de eleva. Yo siento esto. No tengo recuerdos particulares de cuando era niño. Pero de chico sí. Pienso en el padre Carlos Duarte Ibarra, el confesor que encontré en mi parroquia aquel 21 de septiembre de 1953, en el día en el que la Iglesia celebra a san Mateo apóstol y evangelista. Tenía 17 años. Me sentí acogido por la misericordia de Dios al confesarme con él. Aquel sacerdote era originario de Corrientes, pero se encontraba en Buenos Aires para curarse de la leucemia. Murió al año siguiente. Todavía reucerdo que después de su funeral y de su sepultura, al volver a casa, me sentí como si me hubiera quedado abandonado. Y lloré mucho esa noche, mucho, escondido en mi habitación. ¿Por qué? Porque había perdido a una persona que me hacía sentir la misericordia de Dios, ese «miserando atque eligendo», una expresión que entonces no conocía y que después elegí comolema episcopal. La habría encontrado después, en las homilías del monje inglés san Beda el Venerable, que, al describir la vocación de Mateo, escribió: «Jesús vio a un publicano y, como lo vio con sentimiento de amor y lo eligió, le dijo: “Sígueme”». Esta es la traducción que comúnmente se ofrece de la expresión de san Beda. A mí me gusta traducir miserando con un gerundio que no existe: “misericordiando”, dándole misericordia. Entonces «misericordiándolo y eligiéndolo», para describir la mirada de Jesús que da misericordia y elige y toma consigo.
Pecador como Simón Pedro
El Papa es un hombre que necesita de la misericordia de Dios. Lo he dicho sinceramente, también a los detenidos de Palmasola, en Bolivia, frente a esos hombres y a esas mujeres que me acogieron con tanto calor. Les recordé que también san Pedro y san Pablo fueron encarcelados. Tengo una relación especial con los que vive en la cárcel, privados de su libertad. Siempre he sido estado muy cerca de ellos, justamente por esta conciencia de mi ser pecador. Cada vez que entro a una cárcel para una celebración o para una visita, siempre me viene este pensamiento: ¿por qué ellos y yo no? Yo debería estar aquí, merecería estar aquí. Sus caídas habrían podido ser las mías, no me siento mejor de las personas que tengo enfrente. Así, me encuentro repitiendo y rezando: ¿por qué él y no yo? Esto puede escandalizar, pero me consuelo con Pedro: había renegado a Jesús y, a pesar de ello, fue elegido. […]
He leído, en la documentación del proceso de beatificación de Pablo VI, el testimonio de uno de sus secretarios, al que el Papa […] le confió: «Para mí siempre ha sido un gran misterio de Dios, que yo me encuentre en mi miseria y me encuentre frente a la misericordia de Dios. Yo soy nada, soy un mísero. Dios Padre me quiere mucho, me quiere savlar, me quiere sacar de esta miseria en la que me encuentro, pero yo no soy capaz de hacer esto por mí mismo. Entones manda a su Hijo, un Hijo quel leva justamente la misericordia de Dios traducida en un acto de amor hacia mí… Pero, para ello, se requiere una gracia especial, la gracia de una conversión. Yo debo reconocer la acción de Dios Padre en su Hijo hacia mí. Cuando yo he reconocido esto, Dios opera en mí mediante su Hijo».
Es una síntesis bellísima del mensaje cristiano. Y qué decir de la homilía con la que Albino Luciani comenzó su episcopado en Vittorio Veneto, diciendo que la decisión hacía caído en él porque ciertas cosas, en lugar de escribirlas en bronce o mármol, el Señor prefería eescribirlas en el polvo: así, si la escritura hubiera permanecido, habría quedado claro que el mérito había sido completamente y solo de Dios. Él, el obispo, futuro Papa Juan Pablo I, se definía «polvo». Debo decir que cuando hablo de esto, siempre pienso en lo que Pedro dijo a Jesús el domingo de su Resurrección, cuando se lo encontro a solas. Un encuentro al que alude el evangelista Lucas (24, 34). ¿Qué le habrá dicho Simón al Mesías apenas resucitado del sepulcro? ¿Le habrá dicho que se sentía un pecador? ¿Habrá pensado en lo que había sucedido pocos días antes, cuando en tres ocasiones hizo finta de no conocerlo, en el patio de la casa del Sumo Sacerdote? ¿Habrá pensado en su llanto amargo y público?
Si Pedro hace esto, y si los Evangelios nos describen su pecado, su renegar, y si, a pesar de todo esto, Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» (Evangelio de Juan, 21, 16), no creo que haya que maravillarse si también sus sucesores se describen como «pecadores». No es una novedad.
¿Demasiada misericordia?
La Iglesia condena el pecado porque debe decir la verdad: esto es un pecado. Pero al mismo tiempo abraza al pecador que se reconoce como tal, lo acerca, le habla sobre la misericordia infinita de Dios. Jesús perdonó incluso a los que lo pusieron en la cruz y lo despreciaron. Debemos volver al Evangelio. Ahí encontramos que no se habla solo de acogida y de perdón, sino que se habla de “fiesta” por el hijo que vuelve. La expresión de la misericordia es la alegría de la fiesta, que econtramos bien expresada en el Evangelio de Lucas: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (15, 7). No dice: «¡Y si luego recae, retrocede, comete otros pecados, que se las arregle solo!». No, porque a Pedro, que le preguntaba cuántas veces había que perdonar, Jesús le dijo: «Setenta veces siete» (Evangelio de Mateo, 18, 22), es decir siempre.
Al hijo mayor del padre misericordioso (se refiere a la parábola del Hijo pródigo, ndr.) se le permitió decir la verdad sobre todo lo que había sucedido, aunque no comprendiera, porque el otro hermano, comenzó a acusarse, no tuvo tiempo para hablar: el padre lo detuvo y lo abrazó. Justamente porque existe el pecado en el mundo, justamente porque nuestra naturaleza humana está herida por el pecado original, Dios que ha dado a su Hijo por nosotros no puede más que revelarse como misericordia […]
Siguiendo al Señor, la Iglesia está llamada a efundir su misericordia sobre todos los que se reconocen pecadores, responsables del mal cometido, que sienten necesidad de perdón. La Iglesia no está en el mundo para condenar, sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de Dios. Para que esto suceda, lo repito a menudo, es necesario salir. Salir de las Iglesias y de las parroquias, salir e ir a buscar a las personas en donde viven, en donde sufren, en donde esperan. El hospital de campo, la imagen con la que me gusta describir a esta “Iglesia en salida”, tiene la característica de surgir en donde se combate: no es la estructura sólida, dotada de todo, a donde vamos a curarnos pequeñas y grandes enfermedades. Es una estructura móvil, de urgencias, de internención rápida, para evitar que los combatientes mueran. En ella se practica la medicina de urgencia, no se hacen análisis especializados. Espero que el Jubileo extraordinario haga surgir cada vez más el rostro de una Iglesia que vuelve a descubrir las vísceras maternas de la misericordia y que sale al encuentro de todos los «heridos» que necesitan escucha, comprensión, perdón y amor.
Papa Francesco, «Il nome di Dio è Misericordia», una conversazione con Andrea Tornielli (Piemme, pagg. 120, 15 euro)
© 2016 – Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano
© 2016 – EDIZIONI PIEMME Spa, Milano
El libro se puede pedir online, en formato impreso o libro electrónico, en este enlace
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