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La curación del paralítico de la piscina de Siloé
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La curación del paralítico de la piscina de Siloé

 

Manifestación de Jesús

La segunda Pascua que pasa Jesús en Jerusalén va a ser el momento oportuno para dar un paso adelante en la manifestación de sí mismo y de su misión. Al subir a Jerusalén le precede la voz de ha resucitado al hijo de la viuda de Nain. Sin palabras, se ha declarado Señor de la vida. La expectación ante lo que va a decir, o a hacer, es grande. Un milagro va a ser la ocasión de avanzar en la manifestación; se trata de la curación del paralítico de la piscina de Betzata, también llamada de Siloé, lugar donde se agrupaban muchos enfermos con la esperanza de ser curados al entrar en las aguas, removidas por el ángel, una vez al año.

Veamos los hechos: «Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos. En estos yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos.»

«Había allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años». Es fácil intuir la mezcla de esperanza y desaliento de este hombre. Está allí, porque queda una ligera posibilidad. Pero son tantos los años de fracaso que poco le queda esperar ya. Está solo, y los que le rodean son competidores, no amigos. El estado de su alma no parece mejor que el del cuerpo. Se intuye una amargura que quizá sea la causa de su soledad. No está a bien ni con Dios, ni con los hombres. Y la vida, pocas posibilidades le ofrece, aparte de la queja y el lamento. «Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo: ¿Quieres ser curado?» La respuesta parece obvia; para esto está allí; pero emerge poca esperanza «le contestó: Señor, no tengo un hombre que me introduzca en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, desciende otro antes que yo»(Jn). No sabe quién es el que habla con él, ni tiene fe en aquél profeta de Nazaret. Pero Jesús quiere que su enfermedad sea ocasión de gloria de Dios. «Le dijo Jesús: Levántate, toma tu camilla y anda. Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar»(Jn).

Los fariseos protestan

«Aquel día era sábado. Entonces dijeron los judíos al que había sido curado: Es sábado y no te es lícito llevar la camilla. El les respondió: El que me ha curado es el que me dijo: Toma tu camilla y anda. Le interrogaron: ¿Quién es el hombre que te dijo: Toma tu camilla y anda? El que había sido curado no sabía quién era, pues Jesús se había apartado de la turba allí reunida.
Después de esto Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: Mira, has sido curado; no peques más para que no te ocurra algo peor. Se marchó aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien le había curado»
(Jn).

El sábado

La fiesta del sábado se extendía de sol a sol. En ella se trata de reconocer a Dios como Señor de todo lo creado, de darle culto, y de vivir un descanso que es ocasión de fiesta y de gozo en la creación. Dios descansó en séptimo día dice el Génesis. El cumplimiento del descanso sabático era de gran importancia en la piedad judía; tanto, que su incumplimiento implicaba la exclusión de la comunidad y conllevaba el castigo divino. En los tiempos de Jesús se había acentuado el rigor de este cumplimiento con una variada casuística. El libro de los jubileos prohíbe casarse, encender fuego o cocinar. Los fariseos aumentaban las prohibiciones. Jesús no es contrario a la institución del sábado; pero coloca por delante el amor al prójimo, y, sobre todo, se declara Señor del sábado, es decir, con potestad divina muy superior a la de las prescripciones veterotestamentarias.

Jesús les responde

«Por eso perseguían los judíos a Jesús, porque había hecho esto en sábado». La contestación de Jesús va mucho más lejos que la validez de los preceptos humanos que interpretan la ley del sábado, pues revela quién es Él. Y replica con claridad: «Mi Padre trabaja hasta el presente, y yo también trabajo». Se pone en el mismo nivel que el Padre celestial. Se manifiesta como Hijo, de una manera nueva y sorprendente. No se trata ya de una filiación como la de todos los hombres, sino de una filiación nueva. Lo característico de la filiación es recibir del padre el cuerpo y la vida humana, algo de su ser, pero ningún hijo recibe toda la vida de su padre en la tierra. La filiación plena de Jesús es recibir toda la vida del Padre, y así es igual a Dios. ¿Lo entendieron así los judíos? Parece que sí, pues «por esto los judíos con más ahínco buscaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios» (Jn). Estamos en el segundo año de la vida pública de Jesús y vemos como los judíos perciben –con más claridad cada vez- que Jesús no es un reformador religioso solamente, sino que se declara igual a Dios. Ante esto sólo caben dos posibilidades: o creer y seguirle hasta el final, o no creer y condenarle por blasfemo.

Y Jesús aclara más la afirmación inicial.

«Respondió Jesús y les dijo: En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que El hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que El hace, y le mostrará obras mayores que éstas para que vosotros os maravilléis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida a quienes quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo ha enviado»(Jn).

Luego como en un modo solemne declara: «en verdad, en verdad os digo que el que oye mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no viene a juicio sino que pasa de la muerte a la vida. En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en la que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán, pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en sí mismo. Y le dio poder de juzgar, ya que es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto, porque viene la hora en la que todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; y los que practicaron el mal, para la resurrección del juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió». La salvación lleva hasta una nueva vida de resurrección. Las cosas están claramente planteadas. No hay ambigüedades, aunque vendrán aclaraciones mayores aún. Esta segunda Pascua es decisiva para el mensaje de Jesús: Él es el Hijo de Dios vivo, enviado por el Padre para salvar a los hombres que crean en Él y darles una vida nueva.

Doble testimonio

Para confirmar sus palabras, señala el doble testimonio que le avala: el de Juan Bautista y el del mismo Padre: «Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería verdadero. Otro es el que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí. Vosotros enviasteis legados a Juan y él dio testimonio de la verdad. Pero yo no recibo el testimonio de hombre, sino que os digo esto para que os salvéis. Aquel era la antorcha que ardía y alumbraba, y vosotros quisisteis alegraros por un momento con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, pues las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, El mismo ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz ni habéis visto su rostro; ni permanece su palabra en vosotros, porque no creéis en éste a quien El envió. Escudriñad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí. Y no queréis venir a mí para tener vida»(Jn). Juan hablaba en el exterior, y ha sido escuchado por los hombres de buena voluntad. El Padre habla en el interior con luces para los que no ponen obstáculos.

Acto de humildad

Luego Jesús declara que esta manifestación es un acto de humildad, no una locura de orgullo. Debe declarar la misma verdad, escandalice o no. «Yo no busco recibir gloria de los hombres; pero os conozco y sé que no hay amor de Dios en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si otro viniera en nombre propio a ése lo recibiríais. ¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que procede del único Dios? No penséis que yo os acusaré ante el Padre; hay quien os acusa: Moisés, en quien vosotros esperáis. En efecto, si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió de mí. Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?»(Jn).

Las cosas han sido clarificadas en el seno del más puro Israel. Jesús acaba de hacer la declaración de su divinidad y de su filiación divina. Nada puede seguir igual a partir de ahora.

 

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