En el tiempo en que vivió Jesús, más que nunca, se esperaba la venida del Mesías, pero se había falseado el concepto que de El habían dado los profetas. En su gran mayoría, los judíos contemporáneos de Jesús, esperaban un Mesías que les traería bonanza, un gran jefe político.
Las tres concepciones erróneas sobre el Mesías eran:
1) El reino mesiánico sería un período de prosperidad material obtenida sin cansancio ni molestias y en la liberación del dominio extranjero. Los mismos apóstoles no concibían que Jesús hablara de muerte en la cruz para atraer a sí todas las cosas.
2) Los rabinos concebían el Mesías futuro como un jefe político, el restaurador de la dinastía davídica.
3) La tercera corriente hacía coincidir la venida del Mesías con el fin del mundo. El reino mesiánico se realizaría en la otra vida (visión escatológica).
A pesar de estas concepciones falsas, había un «pequeño resto» de personas que tenían una idea exacta del Mesías: El Mesías, sacerdote y víctima al mismo tiempo, sacrificaría su vida para liberarnos del pecado y para restaurar la amistad entre Dios y los hombres. En este grupo encontramos con María a su prima Isabel (Lc. 1, 41-46), el viejo Simeón (Lc. 2, 30-32), la profetisa Ana (2, 38) y sobre todo Juan el Bautista (Mt. 3, 2-12) y a los esenios, secta que los recientes descubrimientos del Mar Muerto nos han permitido conocer mejor y a la que pertenecía Juan el Bautista.
A causa de estas deformaciones Jesús usó una táctica prudente para no despertar demasiado escándalo para demostrar su mesianidad. Toma el título de «Hijo del Hombre» (Dan. 7, 13-14).
Acepta en primer lugar el testimonio de Juan Bautista (Jn. 1, 29-30). Declara abiertamente su mesianidad ante la samaritana Jn.4.25-26), ante Nicodemo (Jn. 3, 13-18) y de una manera contundente ante Caifás, durante su propio juicio (Mt. 26, 63-64).
Al mismo tiempo, también se presenta ante el mundo como el Hijo de Dios: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo» (Mt. 11, 27). Nos revela su íntima unión con el Padre con el cual se identifica. Esta afirmación, completamente original, no se encuentra en ningún otro fundador de religiones. La apreciamos en la profesión de fe de Pedro (Mt. 16,18). La manifestación más clara de la divinidad de Jesús que tenemos en los sinópticos está en la respuesta que El dio ante el sumo sacerdote Caifás en el Sanedrín:
«Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Mt. 26, 63). Jesús respondió: «Tú lo has dicho. Y os declaro que desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre, y venir sobre las nubes del cielo» (Mt.26,64).
Aún es más clara la divinidad de Jesús en el evangelio de San Juan. Citaremos algunos textos:
«Y el Verbo era Dios» (1,1)
«Yo y el Padre somos una sola cosa» (10-30)
«Os lo dije y no creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi
Padre testifican de mí. Pero vosotros no creéis porque no sois ovejas mías» (10, 25-26).
Nos queda además como testimonio la misma actuación de Jesús durante su vida pública. En primer lugar habla de perfeccionar la Ley que Dios le dio al pueblo judío, y solamente El, que esos, puede apropiarse un dominio sobre las cosas de Dios (Mt. 34-36, Juicio Final). También se proclama el fin mismo de la ley moral, cosa que únicamente Dios puede pretender. Por otro lado se proclama más digno de amor que todos los seres queridos, más aún que de nuestra propia vida (Mt.10, 37; y Mt.16, 25). Por consiguiente: JESUS SE PRESENTA COMO DIOS.
El lenguaje de algunas expresiones evangélicas sólo se comprende si se tiene esta perspectiva de la divinidad de Cristo:
«Yo soy la resurrección y la vida» (Jn.11, 25).
«Yo soy la luz del mundo» (Jn.8, 12).
«Yo soy el camino y la verdad y la vida» (Jn. 14, 6).
«El que no recoge conmigo, desparrama» (Mt. 12, 30).
Cuando cura a los enfermos, etc., obra directamente por propia virtud: «Quiero, queda limpio» (Mt. 8,3). Asume también el derecho a perdonar los pecados que es algo que solamente compete a Dios:
«Confía, hijo, tus pecados te son perdonados» (Mt.9,2).
Actúa como Dios cuando la tempestad sacude la barca y amenaza con hundirla y Jesús despierta ordenando al mar: «¡Calla! ¡Cálmate!» (Mc.4,39).
Por último, durante toda su vida Jesús nunca tiene una duda, ni titubea. Pronuncia los juicios más decisivos y comprometidos sobre los problemas humanos más graves sin que nunca su inteligencia acuse el mínimo esfuerzo, sin verse obligado a reflexionar antes de responder, ya que lo que sabe no es en virtud del estudio o del razonamiento.
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