Jesús insistía en la necesidad de hacer oración; es uno de los temas que aparece con frecuencia en su predicación. Su insistencia no se basa únicamente en sus enseñanzas tan profundas acerca de la oración, sino también en su vida misma dedicada por completo a buscar momentos para estar en comunicación con Dios.
Como lo demuestra la vida de Jesucristo, más que una acción, o algo que practicar, la oración es nuestra condición de hijos de Dios. Los hijos hablan con sus padres y la oración se propone en todo momento activar nuestra relación de hijos de Dios.
En la oración no se trata primordialmente de experimentar cosas o de tener revelaciones especiales, sino de desarrollar esta conciencia y de llegar a sentir a Dios como nuestro Padre. Por medio de la oración, Jesús nos va llevando a experimentar a Dios no como una energía, ni como una entidad fría -como el juez inicuo de la parábola-, sino como un Padre misericordioso que hará justicia sin tardar al ver la aflicción de sus hijos. Vamos a la oración, en primer lugar, para encontrarnos con Dios a quien hemos descubierto como un verdadero Padre.
Podemos tener muchas necesidades, pero la primera necesidad que tenemos es afianzar la relación con Dios, la necesidad de la presencia y el amor del Padre que se nos concede en la oración. El propósito de la oración es estar con Dios, cuidar la amistad con Él y sentir cada vez más la necesidad de nunca separarnos de Él.
Lo primero que tenemos que llegar a ver en la oración es que antes de obtener alguna cosa, antes de recibir las bendiciones que tanto pedimos en la oración, tenemos a Dios.
Por eso, desde el primer momento la oración rinde frutos de salvación pues nos hace entrar en la presencia de Dios, nos atrapa poco a poco en ese diálogo con el Señor y nos lleva a experimentar su santísimo amor que alienta en la vida. Dios nos llama y nos espera a través de los momentos de silencio que debemos propiciar para acudir a su encuentro.
Una vez que se afianza nuestra conciencia como hijos de Dios que acuden a su presencia en la oración, aparece la segunda característica. En la oración tenemos que aprender a ser perseverantes e insistentes; no nos podemos cansar ni bajar los brazos, pues solamente perseverando en la oración y siendo sostenidos por los hermanos en los momentos de debilidad -como Aarón y Jur que sostienen los brazos de Moisés-, lograremos superar las adversidades y recibir las bendiciones que tanto le pedimos a Dios.
Llegados a este punto algunos pueden preguntar: si Dios es amor y misericordia, ¿por qué suplicar tanto?, ¿acaso Dios es sordo como ese juez inicuo del evangelio?, ¿por qué no nos escucha a la primera si pedimos sinceramente y con devoción? ¿Por qué Dios no ve nuestra aflicción y las injusticias que estamos padeciendo? ¿Habrá que insistir para doblegar a Dios “que se hace del rogar”?
Para responder a estas preguntas difíciles que llegan a ser desgarradoras en el caso de algunos hermanos que enfrentan situaciones delicadas en la vida, tenemos que recordar la enseñanza de Jesús que insistió que la relación primordial del hombre con Dios se da a través de la fe.
De la fe brota el amor, la confianza y la oración. Por lo tanto, Dios no se hace del rogar, Dios no se hace el sordo, sino que quiere ser la fuente y el fundamento de nuestra fe. Una oración que no brote de la fe difícilmente llegará a ser escuchada.
De ahí la necesidad de ir a lo más profundo de nosotros mismos para profundizar en nuestra fe, para que brote con fuerza hasta que lleguemos a expresar esas oraciones que Dios espera, oraciones y súplicas impulsadas por la fe, no simplemente por la necesidad, ni mucho menos por la superstición, sino por la fe auténtica que nos hace amar al Señor, sabernos hijos suyos y esperar su respuesta.
Dios siempre nos escucha, no se hace sordo e indiferente a nuestras plegarias como el juez inicuo, pero es importante orar desde de la fe. La oración tiene que brotar de la fe, de la confianza absoluta en que Dios nos escucha y que por su infinito amor nos socorre en la vida. No debe brotar la oración simplemente de la necesidad, de la desesperación o del interés por las cosas materiales.
Podemos recurrir a una gran maestra de oración, Santa Teresa de Jesús, cuya fiesta litúrgica celebramos ayer, para recordar la primera característica que hemos señalado de la oración: “La oración a solas no es huir de nadie sino ir hacia Alguien. No es ausencia sino presencia. Es estar con Él, con Dios”.
No dejemos de confiar en ese Dios amoroso pues como nos recuerda la santa de Ávila: “Persistir en la oración sin recompensa, no es tiempo perdido, sino una gran ganancia. Es un esfuerzo para no pensar en uno mismo y solo dar gloria al Señor”.
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