Por: Maleni Grider | Fuente: www.somosrc.mx
Hablar de la importancia del perdón puede resultar ya hasta trillado. Hasta la ciencia médica hoy en día recomienda perdonar, a fin de evitar enfermedades y deterioros físicos. Quizás en este momento vas a abandonar este artículo porque piensas que ya has escuchado este mensaje muchas veces. Pero ¿qué significa el perdón en la teología cristiana realmente?
El perdón es el principio del evangelio, su centro. Es una acción que nos hace parecernos más que nunca a Dios. La falta de perdón es una gran atadura. Y la razón por la cual es difícil perdonar es nuestro propio ego, nuestra arrogancia, nuestro afán por ser vindicados. El problema es que, casi nunca, aquellos que nos hieren reconocen que lo hicieron, y mucho menos vienen a reparar el daño. Puedes esperar toda una vida sin que eso ocurra; o puedes terminar con la amargura en un solo momento de perdón y gracia.
El hecho es que el daño existe, la ofensa ocurrió. Alguien nos traicionó o rompió nuestro corazón en pedazos. Alguien nos hizo daño, hay algo roto. El perdón tiene un precio alto, porque alguien tiene que asumir dicho daño. O es la persona que cometió la ofensa, o es la persona que recibió la ofensa. Nuestra razón nos dice que es quien cometió la ofensa quien debe reparar el daño. Pero en la doctrina cristiana ¡es el ofendido el que asume el daño, el dolor, y perdona! Ahí reside el valor del perdón.
Jesús fue sacrificado (torturado hasta la muerte) por los errores de otros, ¡Él no cometió ninguna falta! Pero Él asumió nuestras transgresiones y pagó el precio. Se puso en medio de Dios y nosotros e intercedió para que Dios nos perdonara “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Jesús no sólo nos perdonó, sino que le rogó al Padre que quitara de nosotros el castigo, asumió el castigo en sí mismo para que pudiéramos ser absueltos.
Jesús fue siempre libre porque no condenó a nadie. Al condenar a otros en nuestro corazón, nos volvemos presos de ellos. Las ataduras se refuerzan con el resentimiento y perdemos nuestra intimidad con Dios. Uno de los versículos más aterradores de la Biblia es el siguiente: “Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre les perdonará a ustedes”. Mateo 6:15
El perdón es la máxima expresión en un creyente de su fe hacia Dios. Y para los no creyentes esa es una prueba poderosa del Dios en el que creemos. Cuando perdonamos a otros, a quienes no lo merecen, a nuestros enemigos, le estamos diciendo al mundo: “Éste es el Dios en el que creo, éste es el Jesús que me enseñó a perdonar”. Pero es sólo una fuerza sobrenatural la que nos ayuda a perdonar lo imperdonable, y esa fuerza extraordinaria proviene de Dios.
En nuestra propia fuerza es imposible, nuestro orgullo se impone y la carne gana, manteniéndonos cautivos, oprimidos. El perdón requiere una fe genuina en el Dios del perdón. Porque fuimos perdonados es que podemos perdonar verdaderamente. Y cuando lo hacemos, ¡bienvenidos a las ligas mayores de la vida espiritual! Perdonar es un lugar de altura en el cristianismo. Sólo aquellos que han crucificado su ego perdonan. Sólo aquellos que se han negado a sí mismos y han sabido amar, perdonan. Sólo aquellos que han asumido el sufrimiento y el sacrificio piadosamente, son capaces de perdonar. Por eso es que Jesús está sentado en el trono y es Rey, porque se humilló hasta el colmo y con ello nos liberó de toda condenación. Ahora podemos ser transformados por su amor.
¿Qué tal si tu perdón redime a otro? ¿Qué tal si al perdonar a alguien, esa persona cae a los pies de Cristo y obtiene salvación? ¿Qué tal si al perdonar tú asumes el dolor para que otra persona pueda tener una vida nueva?
El perdón requiere humildad. Y la humildad es la máxima virtud cristiana. Contraria, por cierto, al orgullo. Sin humildad es imposible perdonar. Mira a Jesús en la cruz, perdonándote. La prueba de que has perdonado a alguien es cuando tú oras por esa persona. Jesús dijo “Bendigan a aquellos que os maldicen” y “Orad por vuestros enemigos”. Rompió todo paradigma, y rompe todo argumento de nuestra mente. No podemos engañarnos. Sólo cuando somos capaces de orar, y bendecir, y pedir la absolución para aquellos que nos hirieron, es cuando verdaderamente los hemos perdonado como Dios nos ha perdonado.
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