Solo, en un desierto, en silencio. Apenas se oye una brisa lejana, quizá un zumbido, quizá la nada. Dentro, en el corazón herido, nace un profundo deseo de dolor, de cambio, de esperanza.
Quedan atrás errores, faltas, pecados. Queda dentro un crujir de nervios, una pena profunda, un deseo de borrar lo que ya es historia y se ríe de uno mismo. El amigo traicionado, el esposo engañado, la esposa abandonada, el hijo olvidado, el padre o la madre, el abuelo o la abuela despreciados: cada pecado deja huellas profundas que querríamos no haber pisado. Quien ha sido ofendido siente, en su corazón de amigo, padre o hermano, nuestro desprecio, nuestra traición, nuestro olvido indiferente.
Quisiéramos no haber pasado la puerta del pecado. Quisiéramos no haber clavado el puñal de la calumnia. Quisiéramos no haber cedido a un momento de lujuria o de venganza.
Pero ya es tarde. El Tentador, el padre de la noche, nos susurra, como eco vil de un embaucador de ingenuos, que ya no hay nada que hacer, que todo está perdido, que él es más fuerte que el Dios bueno.
Hay arrepentimientos tristes como tardes de tornados o de incendios. Pero hay otros que son como un faro en la playa, como un presagio de que algo dentro está cambiando.
Con el corazón deshecho, con el peso del pecado, con la pena del tesoro ya perdido, el náufrago encuentra, en el mar de sus tormentos, una tabla, un brazo alto y recio, un corazón amigo, una voz que lo invita a nuevos cielos.
Si el pecado ha dejado su tatuaje de muerte y de amargura, la misericordia extiende, en silencio, el bálsamo de la paz y del consuelo. Sólo Dios puede aliviar un corazón que no ha amado. Sólo Dios puede elevar a quien se ahoga en las ciénagas del abismo.
Y vino Dios, y habló, y expulsó demonios. Y llamó amigo a quien tres veces le negara. Y gritó en la cruz a los verdugos inclementes: “Padre, perdónalos”. Y llamó por su nombre a la Magdalena rescatada y al Tomás de los incrédulos.
Así se rompe la noche del pecado. Así comienza la luz de un nuevo cielo. Así la flor se alza entre el estiércol, y el desierto se convierte en un vergel de incienso.
Entonces el pecador, caído y solo, alza los ojos hacia la cruz de la esperanza. Desde ella, sólo desde ella, el dolor arrepentido es tabla cierta de nuevos mares, donde ya no pueda vencer nunca el pecado, porque vivimos amarrados a la fuente de la Vida, la cruz de Cristo. Así cruzamos, con la Iglesia de la Pascua, la puerta del perdón y del consuelo, la puerta del amor y de la vida.
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