Desde el principio -como se ve en los primeros bosquejos del arte prehistórico- los hombres se abren a la dimensión trascendente o religiosa. Se trata de un caminar hacia Dios que el cristianismo interpreta como una respuesta del hombre a Dios que es el que le busca primero.
La búsqueda de Dios por la razón
1. La búsqueda de Dios, manifestación más alta de la razón. En 1864, cuando tenía 20 años, Nietzsche escribió un poema al Dios desconocido, aunque luego abandonó el camino de la razón por un voluntarismo sin salida.
Mucho antes, San Pablo había descubierto en Atenas un altar dedicado “al Dios desconocido”. En su célebre discurso del Areópago (cf. Hch 17, 22-34) les dijo a los atenienses que el Dios cristiano no era ajeno a la cultura griega, sino la respuesta a las preguntas más profundas que aquella y todas las demás culturas se formulaban.
A principios del siglo XX el poeta español Antonio Machado describe así su búsqueda de sentido y de Dios, quizá desde la infancia: “…Como el niño que en la noche de una fiesta / se pierde entre el gentío / y el aire polvoriento y las candelas chispeantes, atónito, y asombra / su corazón de música y de pena, / así voy yo, borracho melacólico, / guitarrista lunático, poeta, / y pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla” (Del libro Soledades, Galerías y otros poemas, 1907).
Hoy como ayer –pensamos los cristianos– la búsqueda de Dios sigue siendo la manifestación más elevada de la razón humana; lo mismo que la disponibilidad para encontrarle –pues es Dios el primero que busca al hombre– sigue siendo el fundamento de toda verdadera cultura.
La búsqueda de Dios por la fe
Cuando el hombre se acerca a Dios, la luz humana –la razón, la personalidad– no se disuelve en la inmensidad luminosa de lo divino, como una estrella que desaparece al llegar el alba, sino que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego originario, como espejo que refleja su esplendor (cf. Ibid).
Todas las experiencias humanas pueden ser integradas, iluminadas y purificadas por la luz de Cristo. Y “cuanto más se sumerge el cristiano en la aureola de la luz de Cristo, tanto más es capaz de entender y acompañar el camino de los hombres hacia Dios” (Ibid).
¿Cómo ponerse en ese camino? En la medida en que uno se abre al amor con corazón sincero y se pone en marcha con aquella luz que consiga alcanzar, cada persona vive ya, sin saberlo, en la senda hacia la fe (cf. Ibid).
Aunque no se dé cuenta, esa persona está ya viviendo “como si Dios existiese”, a veces porque reconoce su importancia para encontrar orientación segura en la vida que lleva con los otros. Y otras veces porque experimenta el deseo de luz en la oscuridad; pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con la presencia de Dios (cf. Ibid).
Sea como fuere, “quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de la dinámica de la luz divina iluminar nuestros ojos cuando caminamos hacia la plenitud del amor” (Ibid).
Ciertamente no es fácil buscar la verdad con valentía. Con mucha frecuencia la razón se deja engañar por los intereses y por la atracción de lo meramente útil o placentero, para seguirlo como criterio último. Por eso “la búsqueda de la verdad no es fácil” y hace falta valentía y constancia.
Jesús dice en el Evangelio, “la verdad os hará libres” (Jn 8, 32), a la vez que: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Lo que libera al hombre no es una verdad abstracta, sino la participación en la vida divina en Cristo, único lugar donde se unen perfectamente la verdad y el amor, como fundamento y garantía de la plena libertad. El odio y la indiferencia –a veces peor que el odio– hacia los demás son grandes muros que impiden llegar a Dios.
Otras veces la búsqueda de Dios se encuentra con el “antitestimonio” o el escándalo que producen los creyentes, cuando no viven lo que creen haciendo que la religión sea inhumana. Y por eso los no creyentes les piden a los creyentes que sean coherentes con lo que creen o dicen creer (cf. Benedicto XVI, videoconferencia frente al atrio de la catedral de Notre-Dame, 25-III-2011).
Por otro lado, los creyentes quieren decir a sus amigos que este tesoro que llevan dentro merece ser buscado y compartido, merece atención y reflexión.
En todo caso, la búsqueda de Dios vale la pena, porque promueve la fraternidad entre las personas, sin ver una contradicción entre una sana laicidad y la religión. Esto comienza por ayudar a todo ser humano, lo que también es un camino hacia Dios. Entonces es posible derribar los muros del miedo al otro, al extranjero, al que no se nos parece, miedo que nace a menudo del desconocimiento mutuo, del escepticismo o de la indiferencia. Hoy especialmente los jóvenes están llamados a construir puentes de diálogo entre creyentes y no creyentes, sin olvidar a los que viven en la pobreza o en la soledad, a los que sufren por culpa del paro, padecen una enfermedad o se sienten al margen de la sociedad (cf. Ibid).
Los caminos concretos hacia Dios
En definitiva, Dios puede ser buscado por la razón, la ciencia y el arte, por el asombro ante el mundo y la atención a los demás, si se tiene un corazón sincero. Sobre esos fundamentos, la fe de los cristianos ayuda a encontrarse con Dios. Y, si se convierte en una verdadera vida de fe –coherente en los hechos–, ayuda a que los demás lo encuentren.
En todo caso, conviene preguntarse, unos y otros, no creyentes y creyentes, los primeros cuál es la idea de Dios que rechazan (en lo que probablemente tienen mucha razón); y los segundos, si nuestra vida es coherente con una religión plenamente acorde, a su vez, con la dignidad del hombre, de todo hombre. Así todos podremos caminar hacia Dios y contribuir, en familia, a la edificación de un mundo nuevo (cf. Ibid).
Los caminos hacia Dios lo son porque ante todo son caminos de Dios y Él los ha recorrido primero hacia nosotros.
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