No cabe duda de que Leonardo da Vinci fue un genio. Pero nadie lo considera un desenfocado. Esto no quiere decir que era un tonto como el que interpelado a contemplar la belleza de la luna mira el dedo del que la señala. Desenfocado aquí quiere significar un genio que, rompiendo esquemas, produce algo más hermoso y jamás imaginado. Por tanto, desde la genialidad del desenfoque de un genio pasaremos al misterio de la traición.
En toda la historia del arte el tema central de la Cena del Señor es la institución de la Eucaristía. Basta ver un estilo dulce de un Juan de Juanes: un Cristo sereno alzando el pan y los apóstoles enternecidos ante el sublime misterio. Sin embargo, la última Cena de Leonardo da Vinci se desenfoca. La maestría del fresco que se conserva en el monasterio de Santa María de las Gracias en Milán es el genial desenfoque jamás pensado.
La belleza de la obra empieza con la voz grave del Maestro: uno de vosotros me va a traicionar (cfr. Mt 26,21). Mecha de fuego en el bosque. Incendio. Movimiento, emociones, sentimientos, las pasiones más vivas de los doce alrededor de aquella mesa. El cuadro habla solo sin que forcemos la escena. La traición anunciada a bocajarro. Algo no esperado durante tres años.
Leonardo elige el desenfoque no sólo del cuadro, sino de todo el evangelio, para enseñarnos que la vida cristiana también tiene sus tonos grises. El desenfoque de la traición. La mancha en el cuadro que pensábamos ser tan perfecto. Nadie se imaginaba y se resquebrajó. ¡El misterio del desenfoque, de la traición! ¡Judas está ahí, callado, asustado, con Satanás en su corazón!
A Él lo eligió el mismo Cristo. Si todo lo sabe, sabía que sería el traidor. ¿Por qué lo eligió? Piensan los de lógica tajante que se ponen por encima de los misterios de Dios. Pero aquí o no se responde porque la pregunta es incorrecta o se responde, aceptando que el misterio no consiste en que no podamos saber nada, sino en que no podemos saberlo todo. Por tanto, algo se puede saber.
Lo eligió porque lo amó. Buscó su conversión. Sabía que era un ladrón y su fama salió a la luz en casa de Simón cuando una mujer pecadora derrocha un perfume costoso a los pies del Señor (Cfr. Jn 12,6). Permitió que lo besara en el Huerto de los Olivos, beso amargo (Cfr. Mc 14,45). De él exclamó Jesús que mejor no hubiese nacido (Cfr. Mc 14, 21). Hay teólogos que interpretan que por esta misteriosa frase está en el infierno. Raciocinemos: si unas cuantas palabras duras de Cristo significan que lo mandó al infierno, pues me pregunto dónde andaría Pedro, a quien el Señor llamó Satanás (Cfr. Mc 8,33). Claro está que el que lee la Biblia con rigidez intelectual- ¡digo rigidez, no sensatez!- pues no comprende el significado del misterio escondido en las palabras de Cristo.
El misterio de Judas es el misterio del “no” del hombre al “sí” de Dios. El sabio teólogo y Papa Emérito Benedicto XVI ya afirmaba al respecto como respondiendo a los que fácilmente han enviado Judas al infierno: “Es todavía más profundo el misterio sobre su suerte eterna, sabiendo que Judas “acosado por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos, diciendo: Pequé entregando sangre inocente (Mt 27,3-4). Aunque luego se alejó para ahorcarse (cfr. Mt 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo. (…) También Judas se arrepintió, pero su arrepentimiento degeneró en desesperación y así se transformó en autodestrucción. Para nosotros es una invitación a tener siempre presente lo que dice san Benito al final del capítulo V de su “Regla”, un capítulo fundamental: “No desesperar nunca de la misericordia de Dios”. En realidad, “Dios es mayor que nuestra conciencia”, como dice san Juan (1 Jn 3,20) (Audiencia general 18 de octubre de 2006).
El movimiento y la expresividad de la última Cena de Leonardo nos han llevado al meollo de una traición amarga. Leonardo dividió a los apóstoles en grupos de tres. Cada grupo cuchichea con interés quién será el traidor. Allí detrás de Judas- el único que permanece extático, asustado y desconcertado- contemplamos al colérico Pedro, jalando por las vestimentas a Juan, loco por saber quién es. Triste escena repetida una y mil veces a lo largo de tantos siglos. Los pecados y las traiciones de tantos hombres de Iglesia y de otros tantos que se dicen cristianos no es novedad a los ojos de Cristo, que espera simplemente que se arrepientan y acepten con sinceridad su misericordia y se enmienden.
En el fondo Judas no se enteró de que Cristo lo había amado profundamente. No reconoció al Amor y por ello su imagen está repleta de un infierno interior que consiste en no poder amar porque nunca se sintió amado. Acertadamente escribió San Agustín: “si no amáis nada, seréis unos perezosos, seres muertos, dignos de desprecio, desgraciados” (In Ps 31 2 5).
Juzgamos a los que traicionan al Señor y a la vez estamos representados también en la gesticulación de las manos y en la expresión de los rostros de los apóstoles: “yo jamás”; “no soy yo”; “por Dios, ¿a quién se le ocurre?”; “a ese hay que cascarlo”. ¡Vaya que el desenfoque de Leonardo encaja con nuestros tiempos! Al pecador lo que queremos es cascarlo con categorías de justicia, sin reconocer que el que preside la mesa tiene el corazón cargado de compasión. La misma escena, una y otra vez. La pregunta insistente de quien trabaja en la viña del Señor, pero tal vez no ama al Señor de la viña: ¿Seré yo?
El corazón de cada hombre es un campo de batalla entre el bien y el mal. Judas podría ser el que escribe o el que está leyendo éste dramático desenfoque. Al final el desenfoque artístico de Leonardo da Vinci nos ha ofrecido un enfoque: la gracia de la conversión constante a Dios que nos ama siempre.
Pensamos que estamos enfocados y somos las personas más correctas del mundo. Pero basta tener la audacia del desenfoque y descubrimos que quizá nos sentimos poco amados y por eso no amamos. La gracia consiste en enfocar el corazón una y mil veces en el Amor, pues siempre hay un misterio que nos descubre a través de desenfoques que nos sorprenden y nos convierten.
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