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El anuncio del Reino de Dios
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El anuncio del Reino de Dios

La conversión del agua en vino en las bodas de Caná, fue el comienzo de muchas preguntas de la gente y de los primeros apóstoles de Jesús. ¿Quién era este extraordinario y oscuro carpintero que tenía tales poderes? ¿Dónde había adquirido tal poder? ¿Adónde iría a parar con esas cualidades? Cristo no contestó a ninguna pregunta, y parece que huyera de la admiración que el milagro causó en las gentes. Bajó de Caná a las inmediaciones del Mar de Galilea, junto con su Madre y ahí comenzó la aventura del Reino que él venía a hacer presente entre los hombres, llamándolos a todos a la conversión del corazón, para tenerlo fijo en el corazón mismo de Dios que espera la llegada de todos los hijos.

María fue la primera confidente del Reino de Dios sobre la tierra. A ella le comunica el Ángel del Señor, que si ella presta reverente su cuerpo y su persona, Dios vendría a la tierra y el Hijo que ella concebiría, sería Rey y con un reinado que no terminaría jamás. María aceptó complacida, silenciosa y alegre, la misión que el Padre le confiaba. Pero nunca contempló a su Hijo como rey, con cetro, corona y trono, por lo menos como los reyes de la tierra. Sin embargo, ella meditaba en su corazón y acogía generosa el reino de Dios que apareció con la llegada de su Hijo a la tierra.

Juan Bautista también habló del Reino de Dios, como algo ya presente, como algo que llega. Y hay que recibirlo, hay que preparar los caminos, alzar los valles y las hondonadas y abajar los cerros y las montañas, para que el camino estuviera seguro y recto para la llegada del gran Rey. Pero el reino que Juan Bautista anuncia llega de improviso y como una amenaza: “Raza de víboras… el hacha está ya puesta a la raíz del árbol: árbol que no produzca frutos buenos, será cortado y arrojado al fuego… Él os bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego… ya empuña el bieldo para aventar la era: el trigo lo reunirá en el granero, la paja la quemará en un fuego que no se apaga”.

Para Cristo, el anuncio del Reino es básico en su predicación y en su vida, y a ello dedica su misma vida. El Reino que Él anuncia no es una amenaza, sino luz, salvación, paz, reconciliación. Es un reino que no tenemos que esperar, menos para después de la muerte, porque el Reino comienza hoy, y no está sólo entre los hombres, sino dentro ellos.

En sus parábolas, pronunciadas una aquí y una allá, Cristo va mostrando las características del Reino al que todos nosotros hemos sido invitados desde nuestro bautismo. Los hombres de su tiempo entendían sus parábolas, porque Cristo se las pidió prestadas a los profetas que ellos conocían, pero dándoles una profundidad y un alcance, que no soñaron ni los profetas mismos.

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“Salió un sembrador a sembrar… unos granos cayeron junto al camino, pero los pájaros se los comieron… otros cayeron entre las piedras y como no pudieron enraizar, pronto se secaron… otros cayeron entre cardos y espinas, que los ahogaron… pero otros cayeron en tierra fértil y dieron fruto, unos ciento, otros sesenta y otros treinta”.

La semilla siempre ha sido signo de la palabra que se anuncia. Y tan importante será en la siembra de la Palabra de Dios, la mano que siembra, pero también la tierra que recibe la semilla. Ya el profeta Isaías había cantado la excelencia del sembrador: “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero de la buena noticia, que anuncia la paz, que trae la felicidad, que anuncia la salvación, que dice a Sión: Reina tu Dios”. Y San Agustín explicaba así la parábola a sus gentes: “Cambien de conducta mientras se puede, dad vuelta a las partes duras con la reja del arado, echad fuera del campo las piedras, arrancad las espinas. No tengáis el corazón duro, que aniquila inmediatamente la palabra de Dios. No tengáis una capa ligera de tierra, donde la caridad no puede arraigar profundamente. No permitáis que las preocupaciones y deseos del siglo ahoguen la buena semilla, haciendo inútiles nuestros trabajos por vosotros. Todo lo contrario: sed la buena tierra. Y el uno producirá el ciento, el otro el sesenta y un tercero el treinta por ciento. Y todos harán el granero”.

Y el granero de Dios será grande y todos los que fructificaron tendrán cabida en él. Porque el reino de Dios es un reino de vivos. Esto será el desquite del sembrador por tantas semillas que no lograron dar fruto.

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“El reino de Dios es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero un enemigo, de noche, sembró mala hierba y se marchó sigilosamente. Cuando las plantitas brotaron y los servidores se dieron cuenta, le pidieron permiso al amo para cortar la cizaña, la mala hierba. Pero el amo les contestó que esperaran, pues al final, cuando el trigo estuviera maduro, lo cortarían, lo meterían en el granero y a la mala hierba también la cortarían y la harían arder en el fuego…”

La parábola de la cizaña no viene a inculcarnos solo la paciencia, sino una enseñanza sobre el reino que es vida, que es amor, que es luz, que es acogida, pero en el cuál se siente la presencia del maligno, del enemigo. La palabra de Cristo era luz, y sin embargo suscitaba aversión y hostilidad entre algunas gentes. En el mismo colegio apostólico se metió la cizaña y uno de los suyos, traicionó al Maestro. Los hombres, que queremos las cosas al instante, quisiéramos arrasar por completo a los malos, a los que provocan guerras, dolor y muerte. Pero el Padre piensa lo contrario. No quiere poner a todos en el mismo saco. Y sabe que en este mundo a veces están tan entremezclados el trigo y la cizaña, que no quiere correr el riesgo de que se pierda uno solo de los que el Padre le encomendó a Cristo. Y por eso espera, y espera, le da tiempo al pecador, contamos con él hasta el último momento. Y Dios consigue milagros, gracias a los cuales, esperó a Mateo, recaudador de impuestos para hacerlo discípulo, a Pablo, de persecutor, a Apóstol y a Francisco, de dilapidador y parrandero, al hombre que confía solo en Dios. Dios aguarda la salvación de todos.

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“El reino de Dios se parece a un hombre que arroja la semilla en su tierra, y mientras duerme y vela, de noche y de día, la semilla germina y crece sin que él sepa cómo… la tierra produce su fruto… la caña, la espiga… el trigo… y cuando ya está maduro, mete la hoz porque el fruto está maduro…”

Ésta parábola es admirable por su sencillez, y refleja una gran característica del Reino de Dios. La acción del reino es del Señor, el don es gratuito, y la obra admirable. A veces quisiéramos ayudarle al Señor, meterle unas buenas vitaminas, meter poderosos insecticidas, pero la semilla tiene fuerza interna, y nada le podemos agregar. Eso lo sabía el agricultor, por eso dormía tan plácidamente, como un niño, dejando que su Señor completara la obra que él había comenzado.. Y así, la sencillez y la confianza en Dios ha sido lo que ha creado a los grandes santos, los grandes héroes de la Iglesia, que no hacen mucho ruido, que no viven en la alharaca del mundo, sino que se han dejado cultivar por el Señor, han dejado que la gracia crezca en ellos, y ahora los tenemos como los grandes modelos de vida y de entrega a la misión del Señor Jesús. Deja entonces que María aliente en ti la santidad a la que has sido llamado. No opongas resistencia, sólo preocúpate de mantener la gracia del bautismo en ti.

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“El reino de Dios se parece a un grano de mostaza que un hombre siembra en su campo, y pesar de ser la más pequeña de las semillas, crece como un grande árbol y vienen los pájaros y anidan en sus ramas…”

La mostaza es una semilla pequeña en verdad, pero viene a ser un gran árbol, que es muy buscado por los jilgueros, precisamente por sus semillas. En este árbol está significado Cristo Jesús que ya precisaba Daniel en su libro: “Y vi un árbol en el centro de la tierra, exageradamente alto. El árbol creció, se hizo fuerte: su altura tocaba al cielo y se veía desde los confines de la tierra. Y las aves del cielo anidaban en sus ramas”.

Sin embargo, si simbolizamos en la mostaza a la Iglesia, que tiene que anunciar el Reino de los cielos, nos daremos cuenta que su estado el día de hoy, no se parece al árbol frondoso, sino más bien a los orígenes de ella misma, pues después de veinte siglos, seguimos siendo minoría en el mundo, y la labor para llevar el Evangelio a todas las naciones, a pesar de que contamos con medios modernos de comunicación, necesita un fuerte impulso de todos los cristianos, para que se haga realidad el Mensaje de Cristo entre todos los hombres.

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“El reino de Dios se parece a la levadura que una mujer toma, y la mezcla con la harina hasta que ésta fermenta y puede hacer un delicioso pan…”

Qué comparación tan familiar en labios de Cristo para hablar del Reino de los cielos. Él contempló muchas ocasiones a su madre poner la levadura en la harina, y veía complacido y con ojos de admiración cómo iba creciendo la masa, hasta que estaba a punto para darle forma y meterla al horno en el patio de la casa. Podría parecer que ésta parábola es como la del grano de mostaza, pero tiene su característica propia: la semilla tiene fuerza interna, pero además repercute en el ambiente, y así el grupo de doce apóstoles que era un grupo de pobretones e ilusos que nunca lograron entender el mensaje de su Maestro, Cristo los insta a mirar con confianza el futuro, pues ellos estaban llamados a ser levadura entre los hombres. Hoy la Iglesia, la auténtica Iglesia, tiene que salir y buscar a los hombres que se han alejado de ella, pero tiene que ir más y más allá hasta los confines del mundo, para que Cristo sea el Salvador entre todos los hombres.

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“El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo, y el hombre que lo descubre, mientras abre los surcos, lo vuelve a esconder y todo contento, vende todas sus posesiones para comprar aquél campo…”

Las parábolas anteriores, nos hablan del Reino de Dios como lo da a conocer Jesús, pero las dos últimas parábolas, nos hablan de la actitud de los hombres que han sido llamados al Reino de Dios. Israel, situado entre Egipto y Mesopotamia, muchas veces se vio como un campo de batalla, y había que esconder rápidamente los ahorros acumulados en muchos años. Aún el día de hoy, los hombres de esas latitudes sueñan con encontrarse algún día con un tesoro guardado por los antepasados. Así nos podemos imaginar la alegría y el regocijo de un pobre labriego que trabaja en campo ajeno. Y cuando con su azadón da en alguna vasija de barro que contiene monedas de oro y plata, va presuroso a vender cuanto tiene para quedarse con el campo y quedarse con el tesoro. Así tendríamos que alegrarnos nosotros de pertenecer al Reino de los cielos, y gozar ya ahora, no después, del gran tesoro que la Iglesia pone a nuestra disposición, los sacramentos, la oración de la Iglesia, la generosidad, la caridad que ha levantado escuelas, hospitales, centros de formación comunitaria y muchas, muchas parroquias desde donde se distribuye la gracia y los dones del Señor.

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“También se parece el reino de los cielos a un mercader que busca perlas finas, y al descubrir una de gran valor, va, vende todas sus posesiones y la compra…”

La mentalidad oriental veía como algo muy preciado, las perla, que eran buscadas por buceadores expertos en el Mar Rojo, el golfo Pérsico o en océano Indico para ser montadas en bellos engarces que eran el orgullo de las mujeres. El mercader de la parábola entonces, no se encuentra por casualidad con una perla preciosa entre todas las otras. Él la busca, y cuando la encuentra, lo empeña todo porque quiere ser el propietario de ella. Esa es la alegría, la intrepidez y el entusiasmo que el Reino de los cielos ha suscitado en grandes hombres y mujeres que tuvieron en muy poco la vida anterior, lo que el mundo les prometía a manos llenas, cuando se encontraron con el Reino y entraron a formar parte de él. San Francisco regaló todo lo que pudo, las telas y posesiones de su casa, todo, cuando sintió la amistad divina, y no rehusó dejar la casa paterna, para entregarse a la dama pobreza, y ser el hombre más libre del mundo. Teresa de Calcuta, es beatificada en estos días, no dudó en entregar su vida entera a atender y a consolar a los más pobres entre los pobres, para llevarlos a todos al cielo.

Misterios de Luz

1. El bautismo de Nuestro Señor Jesucristo
2. Las bodas de Caná
3. El anuncio del Reino de Dios
4. La Transfiguración
5. La institución de la Eucaristía

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