“El mundo no es un problema para resolverse, sino un misterio para ser contemplado en la alabanza y el gozo”-escribía el Papa Francisco hace cinco años en la Laudato sì. La preocupación del Papa por la casa común radica en la preocupación por el ser humano, puesto que todo está en relación.
Desafortunadamente el mundo recordará, aunque sea por los libros o por las imágenes, un 2020 pandémico. Época en que la vida humana se vio en riesgo y la muerte sesgó a muchos. Y aún resuena lo que el mismo Papa Francisco rezó en aquella Plaza de San Pedro desierta: “nos hemos considerado sanos en un mundo enfermo”. El problema de la enfermedad del mundo es el problema de la enfermedad del hombre. El misterio del cosmos es el misterio del hombre. Porque al fin y al cabo todo está en relación.
La mejor medicina para este mundo ante esta época pandémica se encuentra dentro del corazón del mismo hombre. Las mejores respuestas no se fabrican en laboratorio, se dan espontáneamente frente a las circunstancias diarias. Porque el hombre lleva dentro de sí no sólo la semejanza con el Creador, sino la relación con su creación.
Gandhi concienzudamente afirmaba que dentro del hombre están las tres dimensiones fundamentales del cosmos: el mar, la tierra y el cielo. En el mar habitan los peces y su característica es el silencio. Sobre la tierra habitan los animales salvajes y su característica es el grito. En el cielo habitan los pájaros y el cielo es caracterizado por el canto.
El hombre es capaz de aceptar el misterio de su existencia en relación sólo cuando, dejando el griterío de la tierra de su corazón, entra en la profundidad del mar de su alma y guarda silencio para entonar un canto desde su interioridad a Dios Providente. La minuciosa comprensión de lo que puede estar pasando a nuestra casa común no será la receta a los problemas del mundo, sino la respetuosa contemplación del don de Dios al mundo y a la vida de cada ser humano.
Si los hombres mirasen este mundo con asombro y no con ojos egoístas de poder y explotación quizás disminuiríamos la fabricación de armas, el comercio de seres humanos- niños, mujeres- el aborto que sólo deja tristeza y remordimiento en las mujeres, la matanza de seres humanos por factores políticos y religiosos, las discriminaciones raciales, sociológicas, religiosas, culturales, lo cuerpos de inmigrantes tirados en el mar o abandonados por las carreteras periféricas de tantos países.
Si hubiera más asombro en el corazón humano los enfermos y los ancianos serían la prioridad de la política internacional y los pobres de este planeta se convertirían en la referencia de la agenda de lo que ejerce la política. Si hubiera asombro en la mirada de tantos hombres su grito egoísta se convertiría en el silencio del mar y en el canto del cielo. Y la mirada del hombre dejaría de ser la mirada de un niño empobrecido.
Ciertamente no basta el deseo de un mundo mejor, es necesario construir cada día con la propia vida esa casa común que ahora se encuentra más afectada, ya que desafortunadamente el hombre se ha olvidado de que no está solo, siempre está en relación. El silencio y la oración son los espacios más adecuados en los que el hombre puede encontrar las mejores soluciones a los problemas que acosan nuestro planeta, nuestra vida, nuestro entorno.
Siempre se dice que después de la tormenta viene la bonanza. Y es cierto. En la tormenta en medio del mar no se pueden ver los peces. Sólo se puede pescar en la bonanza, en el silencio y en la quietud. Así también en los momentos de dificultad, de turbulencia y de prueba no podemos ver las mejores soluciones y ni tomar las mejores decisiones. Es necesario que el tiempo traiga nuevamente la bonanza a nuestra vida y a nuestra sociedad y entonces podremos ver lo que es mejor para construir un futuro.
Este es el tiempo favorable para asombrarnos otra vez. Este es el tiempo favorable para fortalecer las relaciones dentro de la armonía de la creación. Este el tiempo favorable para volver a lo que es esencial dentro de la vida humana de cada día. Todos los contratiempos y todas las atrocidades que ha dejado atrás de nosotros está pandemia nos ha hecho caer en la cuenta de lo que sabiamente decía Cicerón: nadie admira lo que ve con frecuencia (cfr. De divin. 2 22).
La pandemia nos ha quitado no sólo posibilidades y cosas que hacíamos con frecuencia y de modo rutinario. Nos ha quitado tal vez algún ser querido, algún amigo, algún vecino. Y esto nos ha hecho pensar más en el don del otro que en uno mismo. Nos ha hecho asombrarnos del don de la creación, de la persona que vive a nuestro lado, de esta vida que es don y misterio porque es la mejor poesía de Dios.
Si hemos aprendido esto en la tormenta que no se nos olvide cuando estemos en la bonanza. Lo peor que puede suceder a un ser humano es habituarse a vivir ante lo extraordinario y nunca asombrarse. Bien ya lo decía Chesterton: “la mediocridad posiblemente consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta”. Sólo quien es capaz de asombrarse sabrá que todo está en relación y que el mundo y el hombre no son un problema para ser resuelto, sino un misterio para ser contemplado en la alabanza y el asombro.
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