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El castigo al crimen en las Escrituras
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El castigo al crimen en las Escrituras

Así como la Escritura santa no constituía un código civil, sistemáticamente ordenado, del tipo del Código llamado Napoleón, tampoco era un código penal; pero, en esta materia, proporcionaba gran número de preceptos, también diseminados en varios libros bíblicos, con los que era fácil formar un todo.

Entre crímenes y delitos, la diferencia no era siempre muy neta: ¿acaso lo es en nuestros días? Una clasificación sumaria podía colocarlos a todos en cinco grandes categorías: los atentados contra la vida humana, donde se distingue perfectamente entre el homicidio voluntario y el homicidio por imprudencia; los golpes y heridas, cuya gravedad estaba cuidadosamente catalogada; los atentados a la familia y a la moral, considerados como particularmente graves en una sociedad donde la familia ocupaba el papel primordial, y cuya lista iba de los casamientos consanguíneos a las costumbres contra natura y a la bestialidad, de la violación de una novia a la maldición pública de un hijo contra el padre; los daños a la propiedad ajena, considerados también como crímenes cuando se trataba de robo a mano armada, o cometido de noche, o empleo de pesas falseadas. En todas esas materias los preceptos bíblicos y las decisiones de los rabíes revelaban mucho cuidado, sentido jurídico y espíritu de equidad. Por ejemplo, matar a un ladrón que entró de noche en la casa no era homicidio, pero sí lo era matarlo si se le sorprendía en pleno día, pues en este caso se le podía detener.

Pero de todas las categorías de crímenes, los más graves ante la Ley, los más irremisibles, eran los que se cometían contra la religión. Lo que es natural, si se tiene en cuenta el carácter sagrado de todas las instituciones judías; para el «Pueblo de Dios» no hay peor falta que rebelarse contra Dios; en un sentido es cometer un crimen muy próximo al que nuestras reglamentaciones laicas califican de atentado a la seguridad del Estado. La represión de esas horrorosas faltas existió desde siempre en Israel: ya los castigaba el Código de la Alianza. Pero debe reconocerse que en el curso de los siglos la lista se había alargado considerablemente, y que, en los últimos tiempos, los doctores de la Ley, como especialistas, multiplicaron los casos en que podían cometerse esos crímenes. De modo que era crimen la idolatría, crimen la magia, la necromancia y hasta la adivinación, crimen la blasfemia, y se entiende por blasfemia el hecho de invocar en vano el nombre sagrado. Violar el Sabat era también un crimen que merecía la muerte; negarse a circuncidar a su hijo, o abstenerse de celebrar la Pascua eran delitos tan graves que el culpable tenía que ser proscrito. En tiempos remotos, interdictos heredados de viejos «tabús» mandaban tratar como criminales a los que tenían relaciones con una mujer indispuesta. Pero en los tiempos recientes la tendencia de los sacerdotes y de los escribas era considerar como ateos y rebeldes a los que desobedecían las menores leyes eclesiásticas, sobre todo las que se referían al pago del impuesto del Templo y los diezmos… Está fuera de duda que en los momentos en que vivía Jesús, puesto que la influencia de los fariseos había aumentado mucho, el judío fiel – diríamos el ciudadano judío – había de tener oportunidades de cometer crímenes y delitos en número considerable.

La represión era severa. Para todos los crímenes cometidos contra la religión, la única pena prevista era la muerte: por ese cargo indagaron a Nuestro Señor hasta lograr culparlo de una pretendida blasfemia por la cual lo condenaron. Lo mismo ocurría con otros muchos que la legislación moderna castiga menos pesadamente, por ejemplo, en las condiciones que hemos visto, el adulterio. También estaba prevista la muerte para todo el que redujera a esclavitud a un judío libre, para todo el que falseara las pesas, para la hija de sacerdote que se prostituía, para la mujer que se casaba ocultando su inconducta… Pero, en el momento en que vivía Jesús, esa severidad de la Ley estaba moderada por la decisión que poco antes tomaron los romanos. «Cuarenta años antes de la destrucción del Templo – dice el tratado Sanedrín del Talmud -, las causas que comportaba la pena de muerte fueron retiradas al tribunal. Otros autores pensaban que las autoridades judías conservaban el derecho de instruir esas causas, pero que en todo caso el procurador se reservaba el derecho de autorizar o no la ejecución.

Para todo lo que se refería a crímenes, golpes y heridas, los muy viejos principios del tiempo e las tribus seguían siempre teóricamente válidos. El más célebre es la ley del talión, que la Biblia formulaba en tres oportunidades: «ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, contusión por contusión, herida por herida» y, naturalmente, «vida por vida». El precepto parece horroroso: en realidad, quizás apuntara, en tiempos remotos, a limitar los excesos de la venganza privada, a impedir que se matara a un hombre por una herida a y un niño por una contusión. Con los siglos habían atenuado la severidad, admitiendo que el talión sólo se aplicara en caso de muerte intencional o herida acarreando incapacidad permanente de trabajo. Es muy dudoso que en la época de Jesús estuviera muy en uso el talión: se atenían al «talión pecuniario». Lo que no quiere decir, lejos de eso, que eran capaces de admitir la gran lección evangélica que, condenando formalmente la vieja costumbre de «ojo por ojo, diente por diente», pedirá a los hombres que perdonen todo y «si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra».

A esa ley del talión se vinculaba el principio de la venganza. Venganza en la comunidad, venganza en la familia, para decir todo, venganza de Dios. El crimen quebranta el orden querido por la divinidad: una pena proporcional restablece ese orden. La Biblia era, pues, formal: «El que derramare la sangre humana, por mano de hombre será derramada la suya». La venganza es un deber sagrado para toda la familia. El más cercano pariente de un hombre muerto debe alzarse en goel, en «vengador de la sangre». Aquí también parece que la Ley hizo lo mejor que pudo para limitar los efectos de ese desastroso principio: la venganza no debía ejercerse del mismo modo si se trataba de una muerte involuntaria o de un crimen; no había de alcanzar los miembros inocentes de la familia culpable. ¿Existía, como más tarde en el derecho germánico, un «precio de la sangre», es decir, una tarifa de indemnizaciones que el criminal o los suyos tenían que pagar para evitar el castigo? Esto es seguro en materia de golpes y heridas; también es seguro cuando se trataba de la muerte de un esclavo, en este caso la cantidad que debía pagarse era treinta denarios: los famosos treinta dineros que Judas recibió por entregar a Jesús… pero cuando la víctima era un hombre libre, es muy dudoso. En todo caso, parece sumamente improbable que los romanos, amigos del orden, dejaran desarrollar, en un país ocupado por ellos, la «vendetta» en cadena.

El derecho penal, severo, contenía evidentemente sanciones y penalidades pesadas. Las multas por golpes y heridas, por negligencias culpables – por ejemplo, por haber abierto una zanja o cavado una cisterna sin avisar -, por difamación y calumnias, por corrupción de virgen, por robos, estaban cuidadosamente fijadas: por ejemplo, el que robaba un buey tenía que entregar cinco. Las penas físicas infligidas en virtud del talión no estaban precisadas en la Biblia, pero los rabíes indicaban cierto número. La única mutilación prevista en el texto sagrado era la ablación de la mano de la mujer que, en el curso de una reyerta, prestó a su hombre una ayuda demasiado eficaz haciendo al adversario una cogedura de carácter bastante escabroso…. La varea debía practicarse, quizás hasta como simple medida de policía, como se hacía en Egipto con los contribuyentes recalcitrantes, sin decisión judicial, lo que la distinguía de la terrible flagelación. La prisión, que los antiguos hebreos sólo conocieron como preventiva, destinada a asegurarse de un acusado, o como medida política en tiempo de los Reyes, llegó a ser, en la época de Esdras y de Nehemías, una pena represiva, a la que alude constantemente el Nuevo Testamento, aplicada sobre todo a los deudores insolventes. A veces se reforzaba la severidad poniendo cepos en los pies del preso, cosa que ocurrió a Pablo y a su discípulo Silas cuando fueron encarcelados en Filipos. También parece que una forma que muy a menudo se repite en la Biblia: «será borrado de en medio de su pueblo», no significaba la muerte, sino la expulsión, lo que, ipso facto, incluye la excomunión religiosa.

Los suplicios propiamente dichos eran numerosos y variados. El tratado Sanedrín enumera cuatro: la lapidación, la muerte por el fuego, la decapitación y la estrangulación. Este orden de gravedad parecería sorprendente, sobre todo si se piensa que el suplicio del fuego transcurría así: el condenado estaba semienterrado en estiércol, con el busto rodeado de estopas; dos verdugos le abrían la boca a la fuerza, para meterle en ella una mecha encendida; así perecía el hombre que había tenido comercio con madre e hija, o la hija de un sacerdote que se había vendido… La estrangulación infligida a un hijo que había golpeado a su padre, o a un «falso profeta», se hacía con el garrote.

Las penas más usuales, las más célebres, eran la flagelación y la lapidación. La primera constituía, en principio, ya sea un castigo considerado en sí como suficiente, ya sea una pena suplementaria agregada a la de muerte. Parece cierto que los romanos introdujeron en Palestina la costumbre de flagelar a los condenados a muerte antes de ejecutarlos. Pero debía ocurrir a veces que el desdichado muriese por los golpes: por lo cual la Ley judía fijó un número máximo de azotes, cuarenta, y ordenó que se detuvieran al llegar a treinta y nueve, temiendo que el cuadragésimo fuese precisamente fatal, medida humana que la ley romana ignoraba. Sin embargo, los azotes que usaban los verdugos judíos, formados de simples tiras de cuero, triples o cuádruples, eran mucho menos crueles que los de los romanos, que estaban guarnecidos de bolitas de plomo o tabas de carnero que, a cada golpe, se llevaban el pellejo. Este último tipo de suplicio fue sin duda el que sufrió Jesús, atado a una columna baja, entregado al arbitrio de los lictores…

La lapidación era perfectamente un suplicio capital. Era el suplicio israelita típico, clásico, aquel de que sin cesar se trata en la Biblia, el que los acusadores de la mujer adúltera quieren infligirle, el suplicio infligido por la Comunidad; los acusadores y los testigos de cargo tenían que tirar la primera piedra y luego tiraba todo el pueblo. El tratado Sanedrín da una precisión que hace un poco menos bárbara esta ejecución de muerte: el condenado debía ser conducido a un lugar escarpado «de la altura de dos hombres»; uno de los acusadores lo empujaba hacia atrás, evidentemente para matarlo en la caída o romperle los riñones: tras lo cual se le arrojaban piedras, la primera apuntando al corazón.

En cuanto a la crucifixión, que se caería en la tentación de creer que constituía un suplicio normal en Israel, pensando en la muerte de Jesús, era en realidad un suplicio importado por los griegos y los romanos. Originalmente los israelitas no crucificaban ni ahorcaban a los condenados: «suspendían en el madero» los cuerpos de los ejecutados. Originario probablemente de Fenicia, y sin duda reservado primero a los esclavos rebeldes, ese horroroso suplicio – crudellissimum teterrimumque, dice Cicerón – se difundió por todo el mundo antiguo. En Roma se atribuía su introducción a Tarquino el Soberbio. En Judea, Alejandro Janio lo utilizó en grande contra los fariseos por él vencidos. Llevado al lugar de la ejecución fuera de las puertas de la ciudad, donde se hallaban permanentemente maderos levantados, se ataba al condenado por las manos o se las clavaban a un travesaño más pequeño que se izaba con cuerdas hasta que llegase ya sea al tope del palo vertical, ya sea en una muesca prevista para ese fin. Los hombres eran crucificados de cara al público; las mujeres con el vientre pegado al palo. Una especie de cuerno colocado entre las piernas impedía que el cuerpo se desplomara y la muerte llegara demasiado pronto. En realidad ésta tardaba horas y horas en producirse, determinada por la asfixia creciente, la tetanización de los músculos, el hambre y sobre todo la sed, sin hablar de las heridas que le producían los pájaros lúgubres que en aquellos lugares volaban sin cesar. Si tardaba demasiado, como no debía violarse la regla del Deuteronomio que prohibía dejar los cuerpos colgados por la noche, quebraban las piernas al condenado o bien le hundían en los costados una espada o una lanza.

Había en la opinión judía una corriente hostil a estas penas de muerte. El Talmud alude a ello. La ley judía llegaba a prever atenciones como ordenar que cerca del lugar del suplicio se colocara un sistema de guardia a caballo, con relevos, para que si las autoridades judiciales querían detener la ejecución, pudiesen hacerlo hasta el último segundo. También era obligatorio dar al condenado un «licor fuerte», como decía el libro de los Proverbios, verosímilmente un hipnótico, incienso o mirra disuelto en vino o en vinagre, como se le ofreció a Jesús; existían cofradías de mujeres piadosas que se encargaban de ese cuidado, o en su defecto lo hacían las autoridades de la ciudad.

Nuestro Señor sufrió la pena más severa, reservada para escasísimos casos. Pasó por la flagelación, cargó su propia cruz, fue lastimado con espinas y clavado con clavos, y finalmente muerto en la ignominiosa cruz con que se castigaba a los más abyectos de los criminales. Todo esto lo soportó por amor de los hombres. Honremos ahora y reparemos por nuestros pecados. Bendito y alabado sea Su Santo Nombre.

Imagen: Ntro. P. Jesús de Azotes y Columna (Málaga)

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