Esta es la pregunta que no puede faltar en ninguna clase de catequesis o grupo juvenil o – por supuesto – reunión familiar. Alrededor de este tema la gente ha dejado volar la imaginación a niveles a veces insospechados, suponiendo que habrá una fuente inagotable de chocolate y donde evidentemente nadie engordará, como para otros el cielo puede ser emborracharse en la mesa de Odín… en fin, nada más lejano de la realidad. Honestamente, nadie puede realmente decirnos cómo será el cielo o qué haremos en él. Por otro lado, sí que se puede dar cierta descripción que hará que cualquiera quiera estar allí, aunque no podamos dar el lujo de detalles. Como primera aclaración hay que decir que la vida eterna comienza desde nuestro bautismo y no después de nuestra muerte como muchos piensan, en otras palabras, la vida eterna la hemos empezado a vivir desde ya (si es que somos bautizados), dado que a partir del sacramento del bautismo hemos empezado a participar de la vida divina.
¿Qué sabemos sobre el Cielo?
Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha[1]
Primero que nada, debemos recordar la razón por la cual Dios nos ha creado. Desde la eternidad, Dios es una comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. A Dios no le falta nada. Sin embargo, por alguna razón (y ésta razón es el amor), Dios decidió libremente crearnos para luego invitarnos a compartir lo que Él es por naturaleza. Es decir, Dios nos ha creado para que compartamos la vida y el amor de la Trinidad. El Cielo es, en última instancia, el cumplimiento de esa meta. En el Cielo habremos de participar de la misma vida divina, es decir, que hemos de compartir la verdad, bondad, belleza, paz y amor de la Trinidad. Viviremos para siempre con El y gozaremos todo de Él. Ya que ésta es la razón única de nuestra existencia, el hecho de llegar el Cielo, habrá de ser el cumplimiento pleno y total de nuestros más profundos anhelos y deseos.
La Biblia nos explica que en el cielo veremos a Dios “cara a cara”[2]. En otras palabras, podremos verlo de una manera íntima y única sin nada que nos nuble la visión o que nos impida experimentarlo tal como en verdad es. Dado que siempre hay una forma de hacer que algo suene complejo e importante, esta realidad no es la excepción, así que la definición teológica para esto es la visión beatífica, y aquí dejaré que el Catecismo hable por mí nuevamente (comprenda mi incapacidad para describirlo mejor…):
A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando El mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica”[3].
Hay que aclarar también, que el cielo no está ubicado propiamente “arriba” ni el infierno “abajo”, sino que son formas humanas que tanto las Escrituras como el arte cristiano nos han ayudado a comprender en base a alegorías y analogías, dado que nosotros estamos limitados por el tiempo y el espacio. Realidades que tanto Dios, como el cielo y el infierno, trascienden de manera absoluta.
¿A quiénes me encontraré allí?
Esta suele ser la pregunta que muchos nos hacemos al momento de pensar tanto en aquellas personas que han partido, como en aquellas que dejaremos en esta tierra cuando partamos nosotros. La Iglesia enseña que en el cielo experimentaremos un sentido profundo de comunión con todos nuestros hermanos. Por la fe sabemos claramente que la muerte no es el final de la historia; aquellos que han muerto con Cristo también vivirán con Él en la gloria. En el cielo, nos reuniremos con todos aquellos que han vivido el camino de la fe a través de la historia… sólo piénsalo por un segundo: imagínate el poder ver a nuestros seres queridos, nuestro ángel guardián y los grandes santos del Antiguo Testamento. En el cielo estaremos unidos a ellos como resultado de nuestra unión con Dios. Esa comunión será mucho mayor que cualquier amistad o amor que hemos experimentado en esta vida.
¿Cómo seremos? ¿Qué haremos?
Este es el momento para aclarar una creencia muy común: NADIE se convierte en ángel en el cielo, de modo que expresiones como “tengo un angelito en el cielo” no sólo que no son correctas, sino que reducen por completo la belleza del significado de la Encarnación. Recordemos que Dios se hizo hombre y asumió nuestra naturaleza, dándonos una dignidad mayor que la de los ángeles, es así que Dios ha puesto a ciertos ángeles a nuestro servicio. Como lo prometió Cristo (y como lo demostró resucitando Él mismo), habremos de gozar de un cuerpo glorioso como el Suyo. Sin embargo, al respecto Juan dice lo siguiente…
Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.[4]
Aunque pareciera que san Juan se queda corto… bueno no les mentiré, no sólo él sino cualquiera se quedaría corto. Parafraseando el Catecismo, en la alegría del cielo continuaremos cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con respecto a nuestros hermanos y a la Creación entera. Es decir que habremos de reinar con Cristo por los siglos de los siglos[5]. Allí no habrá ya más dolor, cansancio, hambre ni insatisfacción alguna sino solamente felicidad plena y verdadera. ¿Han experimentado el grito de gol del equipo de nuestro país en un mundial de fútbol?… bueno, esa sensación de sentimientos encontrados de euforia y alegría suelen durar unos minutos, en el cielo – y me perdonarán los teólogos por el ejemplo un tanto inadecuado – durarán por toda la eternidad y serán mil veces más profundo y verdadero.
Todo esto, sólo para llegar a la conclusión lógica: TENEMOS que llegar al cielo. Es el sentido último de nuestra vida y definitivamente sería un fracaso total de la existencia el no haber llegado. Que Dios nos dé la gracia de alejarnos y eliminar todo aquello que nos aleja de Su amor.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 1024
[2] 1 Cor 13, 12
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 1028
[4] 1Jn 3, 2
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