Como católicos reconocemos la gravedad del pecado en nuestras vidas, sin importar si sea venial o mortal sabemos que nos aleja de Dios, debilita nuestra relación con Él y conlleva consecuencias terribles en nuestra vida espiritual. Asimismo, sabemos todo lo que Jesucristo padeció y sufrió a causa de estos, el alto precio que tuvo que pagar para nuestra salvación. El reconocimiento de este hecho bastaría para alejarnos para siempre del mal, pero la realidad es que derivado de nuestra naturaleza caída o corrupta esto resulta bastante complejo. Gracias a la infinita misericordia de Dios podemos reconciliarnos con Él después de haber pecado a través del sacramento de la confesión. Y por supuesto que nuestros pecados son perdonados, pero no del todo expiados.
¿Qué significa esto?
La misericordia de Dios y su justicia conviven perfecta y armoniosamente en este hecho. Dios es infinitamente misericordioso capaz de perdonar nuestras faltas y ofensas, pero también es justo. Como el Papa Francisco cita en la bula Misericordiae vultus (2015) “Quien se equivoca deberá expiar la pena”. En el sacramento de la reconciliación después que tus pecados son perdonados por Cristo, existe una parte importantísima que es la penitencia. El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) establece el concepto de la penitencia interior, la cual “es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia”. Es decir, que no solo debemos de cumplir con la penitencia que el sacerdote nos dicte como: ofrecer la misa, rezar un rosario, pedir perdón, etc. Sino que verdaderamente tenemos que hacer una conversión de corazón profunda en dónde reconozcamos y sintamos profundamente el dolor y tristeza de nuestros pecados, de haber ofendido a nuestro Cristo y pedirle que nos otorgue la fortaleza para no volver a pecar. Los Padres de la Iglesia lo denominaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón).
Para poder tener un corazón contrito y arrepentido es necesario pedirle esa gracia a Dios para poder continuar en un estado de conversión. Adicionalmente, el CIC establece que existen distintas formas de expresión de penitencia interior que el cristiano puede practicar, las cuales son: el ayuno, la oración, la limosna. La primera práctica ayuda a dominar las pasiones humanas y permite conseguir una relación saludable consigo mismo, la segunda práctica, es muy importante porque es la relación que establecemos con Dios y finalmente la tercera nos permite estar conscientes de las necesidades de nuestros hermanos. Si analizamos las tres prácticas, podemos darnos cuenta de que el origen de éstas es el amor. El ayuno es una forma de violencia que uno mismo se impone para poder obtener dominio sobre las pasiones humanas, finalmente, es una forma de amarnos ordenadamente, sin dejarnos arrebatar por nuestras concupiscencias y esto indiscutiblemente nos ayuda a salirnos de nosotros mismos y nos acerca más a Dios. La oración es la forma de relacionarnos con Dios, la oración es un encuentro de amor con Cristo, nos ayuda a seguir en el camino correcto y ser santos. La limosna nos ayuda a salirnos de nosotros para darnos a los demás, compartir las bendiciones que Dios nos ha regalado.
Es muy importante recalcar que todas estas acciones ameritan un sacrificio, una mortificación en el alma para que verdaderamente aflijan nuestro corazón de piedra y así le permitamos a Dios convertirlo en uno de carne. Estas prácticas penitenciales nos irán convirtiendo cada día más, nos mantendrán alertas y vigilantes ante las ocasiones de pecado, nos facilitarán el proceso de discernimiento y nos recordarán nuestra mortalidad y temporalidad en este mundo, de esta manera si Dios nos concede la gracia podamos estar eternamente en su presencia. La penitencia es una gracia extendida de la misericordia de Dios que nos concede para poder expiar nuestros pecados y, por lo tanto, debemos de estar conscientes de ello y aprovecharla en esta vida terrenal para, ojalá evitar expiarlos en el purgatorio. El Papa Francisco es muy claro al respecto de lo anterior (2015): “La misericordia no es contraria a la justicia, sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer”. La conversión la podemos vivir diariamente a través de las obras de misericordia corporales y espirituales, asimismo mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (el legítimo deber ser), el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos y el padecimiento de la persecución a causa de la justicia.
“Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia” (CIC, 1262)
Referencias:
Iglesia Católica. (2012). El apostolado. En 2ª ed., Catecismo de la Iglesia Católica (1262). Ciudad del Vaticano: Libreria Editrice Vaticana.
ACIPrensa. (2015). La misericordia no es contraria a la justicia, explica el Papa Francisco. Recuperado de: https://www.aciprensa.com/noticias/la-misericordia-no-es-contraria-a-la-justicia-explica-el-papa-francisco-51024
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