Por: Miguel Romeo, L.C. | Fuente: Ctaholic.net
«SUFRO DE NUEVO DOLORES DE PARTO
HASTA VER A CRISTO FORMADO EN VOSOTROS»
A veces se usan indistintamente los términos de enseñar, educar, formar. Cuando los empleamos con propiedad, el lenguaje mismo refleja unas diferencias reales. Estas palabras señalan etapas complementarias y graduales en la pedagogía educativa, pero no idénticas.
Enseñar viene del latín insignare, señalar. Relacionado con instruir, ilustrar, amaestrar, iluminar, aleccionar, adoctrinar, indicar, dar señas de una cosa, mostrar o exponer algo, para que sea visto y apreciado.
Por su parte educar procede del latín educare, conducir, dirigir, encaminar, guiar, orientar. Emparentado con ducere, conducir y educere, extraer fuera. Es conducir y dirigir hacia un ideal, extraer unas perfecciones que están virtualmente en la naturaleza humana. Implica un ejercitarse y un perfeccionarse, desarrollar las facultades intelectuales y morales de una persona, como afinar los sentidos, educar el gusto, desarrollar los buenos usos de urbanidad y cortesía.
A su vez formar tiene su etimología en el latín formare, dar forma a una cosa, modelarla, configurar o conformar algo, hacer una cosa dándole una determinada figura. Es crear o constituir una cosa que no existía, es llegar a unas perfecciones que no se tenían. Cuando es una persona quien se pretende formar, implica un hacer y forjar habilidades o virtudes en dicha persona.
Son pasos de un mismo proceso educativo. Van juntos y señalan una gradualidad, pero no expresan el mismo nivel de profundidad, ni se dan juntos necesariamente. No siempre se llega a la perfección en el proceso educativo. Se puede enseñar o instruir sin educar ni formar. Una madre de familia o un maestro puede enseñar o señalar al niño la importancia de ser veraz, pero de hecho puede no saber conducirle o educarle a una vida de sinceridad, y menos lograr formar o modelar en él el hábito de la sinceridad.
No sería propio decir que el enseñar corresponde a una acción puramente intelectual, educar a la sensibilidad y formar a la voluntad y conciencia. En las tres etapas hay un ejercicio de las distintas facultades humanas. En el aprendizaje hay un ejercicio de la inteligencia y un esfuerzo volitivo. Y para ejercer un atractivo en la enseñanza es necesario despertar la sensibilidad. Lo mismo se aplica para la educación y la formación.
Tampoco sería preciso decir que el enseñar se refiere a los valores inferiores de la educación y la formación a los valores superiores, a la formación moral y religiosa. Más bien habría que señalar en estas tres etapas una gradación en el proceso de asimilación o perfeccionamiento. Se puede enseñar a una niña el arte de la danza. Se puede educar en ella ciertas habilidades para danzar; pero no siempre se logrará formarla, hacer de ella una bailarina. Esto requiere más tiempo, seguimiento, exige un marcaje personal de entrenamiento, una vigilancia y un esfuerzo muy superior.
También se pueden enseñar los contenidos más altos como la enseñanza de la fe, sin educar ni formar. Una mamá puede enseñar al niño a persignarse o hacerle ver que Jesús se hizo hombre por amor a nosotros. Puede educar al niño en la fe cuando le dirige oraciones a Jesús eucaristía en una iglesia, o cuando el niño le ve ponerse de rodillas o acercarse a la comunión. Son gestos educativos. Pero ella aspira a llegar más lejos, formar y lograr un hijo verdaderamente cristiano. Eso requiere una acción continuada, consejos oportunos, testimonio de vida, cuidar un ambiente adecuado, atención y una sana vigilancia, sobre todo en los primeros años.
Tanto en uno como en otro caso hay un proceso de enseñar, educar y formar. En el caso de la bailarina estamos en una dimensión más periférica de la persona, el desarrollo de determinadas habilidades físicas y de estética. En el caso de la integridad como persona estamos en la dimensión de su desarrollo humano y moral. En el caso de la formación cristiana estamos al nivel de un perfeccionamiento más alto en el ejercicio de virtudes sobrenaturales. Sin embargo, en los tres casos hay una enseñaza, una educación y una formación.
De aquí la necesaria jerarquía en las aspiraciones que tenemos, en lo que queremos enseñar, educar y formar. Podremos lograr o no que uno de los hijos llegue a ser futbolista, bailarina, ingeniero o comunicadora. Son perfecciones y aspiraciones posibles y buenas, pero no indispensables. Pero no podemos fallar en que nuestros hijos lleguen a ser personas íntegras, formadas en su sensibilidad, sentimientos y pasiones, en su conciencia y voluntad; más todavía, nuestra aspiración y esfuerzo se dirige a hacer de ellos auténticos cristianos.
Entonces la diferencia entre enseñar, educar, formar no se refiere propiamente al contenido que se transmite. Se puede enseñar, educar y formar a una persona como deportista o en su integridad moral como persona, o bien en su convicción religiosa. Ciertamente hay una jerarquía en el valor propio de esas distintas dimensiones de una persona. Puede darse y se da el caso de un excelente deportista sin calidad humana, o también una maravillosa artista con una gran integridad humana, aunque esto se ve menos todavía. Todos admiramos al excelente deportista, pero nos encariñamos sólo cuando descubrimos además su integridad como persona, su calidad humana. En esta integridad vemos educación y formación humana que la califican antes como persona que como deportista. Es más completa como persona porque su formación abarca valores y virtudes superiores del espíritu humano.
En este proceso educativo podemos hablar también algo sobre quién es el protagonista en la adquisición de esta habilidad, perfeccionamiento o hábito moral. Hay una lección del maestro o instructor y un aprendizaje de la persona instruida. Viene una intervención del educador y un desarrollo del educando. Se da una acción del formador y un perfeccionamiento en el formando. Los dos contribuyen. En la infancia es mayor el papel del formador; en la adolescencia se hace necesaria una progresiva educación de la libertad; en la juventud será mayor el espacio para la propia convicción; en la edad adulta casi todo depende de la propia responsabilidad. El resultado será magnífico si se ha sabido educar a tiempo esa libertad. El formando debe lograr el resultado final con su propio esfuerzo, pero le ayudará mucho el haber tenido buenos formadores en sus padres, maestros y educadores. Es un hecho que los grandes formadores hacen escuela. No todos los hombres pasados por sus manos se dejarán modelar, pero siempre lograrán mejores y mayores resultados.
Por tanto, no se trata de tres personas distintas que inciden en el proceso formativo sucesivamente. Uno mismo debería ser maestro, educador y formador. En realidad un buen maestro es buen educador y formador. No sólo transmite unos conocimientos o valores, sino que conduce al alumno a la adquisición de esos conocimientos o de esa virtud y hasta logra despertar una satisfacción en el alumno en ese perfeccionamiento. Podríamos decir que un buen maestro es también formador en su sentido pleno, cuando logra modelar a un alumno en determinadas habilidades y perfecciones de su campo y como persona humana.
Hablar de excelencia en la formación nos obliga a mirar el modelo bajo el cual se forma a una persona. Sería pobre formación si el modelo fuera sólo un aspecto periférico o particular de la persona. Sería indigno del hombre si el modelo fuera ajeno y no estuviera inscrito en la perfección de la naturaleza humana. El culmen de la formación tiene como aspiración lograr un humanismo integral o, en otras palabras, formar un verdadero cristiano. Un buen formador es quien puede decir con San Pablo: «¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gal 4, 19).
Modelo de todo formador es Cristo. Jesucristo no sólo enseña y educa a los Doce, sino que forma y hace apóstoles: «Seguidme, y yo os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). No lo logró con todos, Judas no se dejó. Se requiere la colaboración del discípulo. Pero logró que los otros once fueran convencidos apóstoles, santos y mártires.
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