Dios llama al hombre a su servicio. El hombre debe ser compañero y colaborador de Dios en el desarrollo de su Reino. Ya en el bautismo recibimos la llamada personal de Dios, para participar en la redención. Jesús nos invita a entregarnos totalmente por su misión, de seguirle generosamente en su camino.
El Señor formula tres exigencias para los que le quieren seguir:
PRIMERA EXIGENCIA: “EL QUE ENCUENTRA SU VIDA, LA PERDERÁ: Y EL QUE PIERDA SU VIDA POR MÍ, LA ENCONTRARÁ”.
Jesús exige renunciamiento a la realización arbitraria de la vida; exige la lucha contra el egoísmo y la obstinación; exige entregar y arriesgar la vida para Él y su Reino.
Sabemos y experimentamos cada día nuevamente que el egoísmo está muy dentro de nosotros mismos. E incluso, si no podemos aniquilar este virus del mal hasta el fin de nuestra vida, lo que importa es que estemos luchando contra él hasta el último día.
Sólo esta abnegación de sí mismo, sólo esta renuncia del amor egoísta hace al hombre libre, abierto y generoso por el amor a Dios y por el amor a los demás.
Cada uno por su camino y según los dones de la gracia está llamado a cumplir servicial y desinteresadamente sus tareas humanas, por amor a los suyos y a todos los hombres, y, en definitiva, solamente así vamos a encontrar la vida eterna.
SEGUNDA EXIGENCIA: “EL QUE NO TOMA SU CRUZ Y ME SIGUE, NO ES DIGNO DE MÍ”.
La disposición para el sufrimiento, la pena y la cruz en el camino del seguimiento, es otra exigencia. No debemos buscar el sufrimiento, pero tenemos que aceptarlo si nos es impuesto, abrazar la cruz, por amor a Jesús y a la voluntad de Dios Padre.
Jesucristo mismo también se enfrentó con esta dolorosa realidad humana, que desconcierta a muchos. Su vida es un camino de Cruz. Se enfrentó con el sufrimiento, lo santificó, lo sublimó y nos dejó el mensaje consolador de que la cruz tiene un sentido altamente redentor.
Tomemos, por eso, con fuerza y fidelidad nuestra cruz de cada día, el gran medio de redención y semejanza con Jesús y sigámosle.
TERCERA EXIGENCIA: “EL QUE AMA A SU PADRE Y A SU MADRE MÁS QUE A MÍ, NO ES DIGNO DE MÍ; Y EL QUE AMA A SU HIJO O A SU HIJA MÁS QUE A MÍ, NO ES DIGNO DE MÍ”.
A primera vista parece ser una exigencia un poco oscura. Porque Dios mismo nos puso en el corazón el amor natural a los seres queridos. Y todos experimentamos de forma positiva o negativa cuán decisivo es el ambiente de la familia natural en el éxito o fracaso de la vida humana. Una inmensa responsabilidad gravita sobre los padres, en su obligación de desarrollar la vida religiosa en sus hijos. Porque padre y madre, en primer lugar, son los responsables de que los suyos encuentren una relación profundamente personal con Dios, un amor sano hacia Dios y hacia los demás. Por eso, como en ningún otro campo de la vida humana, es necesario la conducción de Dios en la educación y formación de la juventud.
Pero Jesús no se pronuncia contra este amor familiar natural. Pone en claro el criterio, cuando se trata de jerarquizar el amor: Dios está por encima de todo. Las exigencias más nobles del amor humano pasan al segundo plano.
Creo que, en nuestra época de conflictos de generación, sobre todo los jóvenes que sienten vocación religiosa, se encuentran ante esta alternativa. Porque no raras veces tienen que conquistarse su misión personal, tienen que tomar sus decisiones de vida, tienen que arreglar su propia existencia- contra la opinión y contra la voluntad de sus padres y familiares. Pero también cada uno de nosotros puede llegar, un día, a la situación de tener que renunciar a afectos familiares o amistosos, para poder obedecer a Dios, sin ninguna restricción.
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