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La familia como ambiente de desarrollo humano
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La familia como ambiente de desarrollo humano

Se aborda el tema del crecimiento o desarrollo de la persona humana (de la «genealogía» de la persona) y el tema de la familia como «ambiente» en el que se desarrolla este crecimiento.
Son dos los temas de nuestra reflexión comprendidos en el enunciado del título: el tema del crecimiento o desarrollo de la persona humana (de la «genealogía» de la persona) y el tema de la familia como «ambiente» en el que se desarrolla este crecimiento. Y sobre estos dos puntos se articulará mi reflexión. Me queda aún precisar la perspectiva que adoptaré. En efecto, el tema de la familia como genealogía de la persona puede ser desarrollado de diversas maneras. La mía es una perspectiva antropológica, ética, filosófica y teológica.

La pregunta, es decir, aquello a lo que buscaremos responder, es la siguiente: ¿cuál es la verdad de la genealogía de la persona y (la verdad) de la familia? Esta es la pregunta antropológica. Y ya que la persona, su genealogía, está ligada a la libertad, la pregunta antropológica genera inevitablemente una pregunta ética: ¿cuál es el bien (el valor) propio de la familia en cuanto lugar en el que se desarrolla la persona humana? Esta es la óptica de mi exposición. Se ve con facilidad como ésta se hace necesaria, mas no es suficiente. Es necesaria porque fundamenta la reflexión dirigida a precisar el ser mismo de la persona y de la familia (estaba tentado de escribir: su «cimiento firme») y, por lo tanto, a diseñar la topografía espiritual de cualquier exploración en este territorio y de cualquier intervención al respecto. Pero la reflexión sola no basta: la familia como lugar de crecimiento de la persona se constituye dentro de contextos históricos muy diversos. Sírvanse pues aceptar esta reflexión como un aporte bastante parcial.

1. La genealogía de la persona

Es un logro, considerado ya definitivamente como una conquista de la investigación histórica, la afirmación según la cual el «concepto» de persona ha nacido solamente en el cristianismo y al interior de los dos más grandes debates teóricos que haya recorrido la razón humana: el debate cristológico y el debate trinitario. Uno de los más importantes resultados teóricos ha sido precisamente la definición de persona.

¿Cuáles son los elementos esenciales de esta definición?

Estos son, si no me equivoco, dos. El primero es la afirmación de la absoluta singularidad de la persona. Se trata de una percepción espiritual que no es fácil de tematizar. ¿Qué cosa significa que la persona sea un singular absoluto? Esto nos lleva inmediatamente a pensar en el individuo y a identificar entonces la individualidad y la singularidad. En realidad, ser un singular, una persona, es más que ser un individuo. El individuo, en el fondo, aparece como un miembro al interior de un todo, de una naturaleza de la que participa. Sucede que el individuo es numerable. Sucede que el individuo es substituible: en cualquier momento, dentro de la especie viviente que sea, cualquier individuo puede ser substituido por otro. Santo Tomás escribe con gran agudeza que la noción de «parte» es contraria a la noción de persona. Contrariatur, escribe el Santo Doctor; en lógica no hay oposición más radical que la contrariedad. Los contrarios no tienen nada en común: la idea de «parte (de un todo)» no tiene nada en común con la idea de «persona».
«Singularidad» pues significa en realidad: unicidad, insubstituibilidad, incuantificabilidad.

En una palabra: no siendo «parte», se es un «todo». La tradición cristiana, con una osadía teorética impresionante, se ha pronunciado un sinnúmero de veces hablando de la persona. En un sentido muy preciso: no hace número con nada. Unicidad, insubstituibilidad, incuantificabilidad, infinidad: propiedades que pueden sólo descubrirse en un ser que subsiste en sí y por sí: dotado del máximo de subjetividad.

Pero éste no es el único constitutivo de la persona según la tradición cristiana. Existe un segundo. La persona es un sujeto en relación con las otras personas. Ha sido sobre todo la meditación sobre el misterio trinitario la que ha manifestado la esencial relacionalidad de la persona. Ciertamente el uso de la analogía es siempre una operación riesgosa, sobre todo cuando los dos análogos son la Persona Divina y la persona humana, entre las cuales es mucho mayor la desemejanza que la semejanza. Sin embargo, la antropología cristiana no ha tenido nunca el temor de afirmar que la persona se realiza en la relación con la otra persona, que su vocación constitutiva es la comunión con las otras personas.

Esta es la constitución ontológica de la persona. La misma se muestra como una constitución que está como imbuida de una tensión intrínseca que se debate entre los «dos polos» del ser personal: el polo de la subjetividad-singularidad subsistente en sí y por sí y el polo de la relacionalidad hacia la otra persona. Bipolaridad que ha hecho también referirse a la persona humana como una «relación subsistente» o, mejor aún, como una
«subsistencia relacionada». Pero ya que debemos hablar de la genealogía de la persona y no de su ser estadísticamente considerado, no deseo continuar más en esta perspectiva metafísica de la persona. Todo lo que he dicho al respecto me parece suficiente para reflexionar sobre la persona en su formación, en su genealogía.

Partamos de una pregunta:

¿Existe un camino, una vía a través de la cual poder ver de alguna manera aquella absoluta singularidad, aquel existir en sí y por sí que constituye el fondo metafísico de la persona?

Creo que este camino, que esta vía es la elección libre: el acto libre es la suprema revelación de la persona. Muchas operaciones suceden en la persona, pero no todas son de la persona en el sentido que de ellas se sienta autor, y ninguna es tanto de la persona, ni pertenece tanto a la persona como un acto de libertad. Éste, de hecho, en su constitución, no tiene otra causa que la persona que lo ejecuta.

En efecto, se pueden sustituir muchas operaciones a través de prótesis siempre más perfectas; se ha podido crear la inteligencia artificial. Pero no existe una prótesis de la libertad, ni una libertad libre artificial. El acto libre revela eminentemente a la persona porque en él se refleja su subjetividad subsistente, su ser «causa sui», repetirá continuamente Santo Tomás con una osadía teorética no común en el pensamiento cristiano.

En la perspectiva que estamos considerando la genealogía de la persona coincide con la genealogía de la libertad y devenir persona significa devenir libre. Retomaremos dentro de poco esta coincidencia.

A. Rosmini habla de un misterioso vértigo que el hombre experimenta cuando vive profundamente la libertad, mejor aún, el descubrimiento de la libertad. La observación es interesante. Si la libertad radica así profundamente en la persona, de la cual es la suprema revelación; si la libertad revela profundamente a la persona, porque muestra la absoluta singularidad (todos pueden tomar mi lugar, pero no cuando debo hacer una decisión libre), entonces la libertad es la capacidad de afirmarse a sí mismo y por sí mismo. Aquí se encuentra el vértigo del que habla Rosmini; la libertad es la auto-afirmación pura y simple, es el alfa y la omega de la propia vida espiritual. No existe un «antes» a la libertad. ¿Y el otro con quien me descubro en relación? Porque de él, de su libertad, vale aquello que he descubierto en mí, no sea que encuentre frágiles compromisos de intereses opuestos, elaborando reglas para este descubrimiento. Retornaremos más adelante sobre este punto.

No es difícil ver como la bipolaridad de la persona abordada antes en el nivel de su constitución ontológica, se manifiesta claramente al nivel del actuar libre de la persona y, entonces, en su formación, en su genealogía. La cosa encontraría su ulterior confirmación si partiésemos de la consideración del otro «polo» de la persona, de su relacionalidad. No intento hacerlo. Tengamos, pues, presente la siguiente afirmación: en su formación, al interior de la genealogía de la persona, reencontramos la tensión bipolar entre la afirmación de si y la comunión con el otro. El punto en el que las dos energías se encuentran, podemos decir la «chispa» que estalla entre los dos polos, es el acto libre. Es decir: es en el acto libre y mediante el acto libre que la persona se forma como sujeto que existe en sí y por sí («causa sui»).

¿Existe una solución a esta tensión?

La solución estaría en un acto completamente libre que sea al mismo tiempo suprema afirmación del otro, un acto que afirme la singularidad que quien lo cumple y al mismo tiempo instituya una relación verdadera con el otro. Según la visión cristiana este acto de libertad es el acto del amor. El amor es la síntesis vivida de los dos constitutivos de la persona y, por tanto, de la perfecta realización. Comprendemos una de las enseñanzas más profundas del Vaticano II: «Ésta similitud manifiesta que el hombre, que es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma, no pueda encontrarse plenamente a si mismo sino por la sincera entrega de sí mismo». (GS 24)

Escribe Juan Pablo II en la Carta a la Familia:

«Entramos así al núcleo mismo de la verdad evangélica sobre la libertad. La persona se realiza mediante el ejercicio de la libertad en la verdad. La libertad no puede ser entendida como facultad de hacer cualquier cosa: significa don de sí. Es más: significa ejercicio ulterior del don. En el concepto de don no está inscrita solamente la libre iniciativa del sujeto, sino también la dimensión del deber. Todo esto se realiza en la comunión de las personas». (14,4) Por lo tanto: la genealogía de la persona es la genealogía de su libertad, esto es de su capacidad de amar, esto es de hacerse don de sí al otro. La afirmación de si consiste en el don de sí. En este sentido en la antropología cristiana, el hombre enteramente verdadero, la humanidad que ha alcanzado su perfección, es Jesucristo. Él se ha donado a sí mismo.

Localizado cuál es el concepto de formación o genealogía de la persona, quisiera ahora indicar algunas razones a causa de las cuales este concepto se ha puesto en discusión para finalmente ser abandonado en nuestra cultura occidental. Esta contextualización es necesaria, me parece, porque de ella nacen hoy muchos graves problemas en la formación de la persona.

Como se ha podido constatar en le reflexión precedente, el concepto cristiano de formación de la persona nace al interior de una constelación de conceptos tales como «persona»,
«libertad», «amor», «don sincero de sí». Ahora, como dice la ya citada Carta a las Familias,

«¿Quién puede negar que la nuestra sea una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda «crisis de la verdad?»

Crisis de la verdad, significa en primer lugar, crisis de los conceptos». (13,5). Y son precisamente aquellos conceptos super-citados los que han entrado en crisis: ellos no portan más las mismas concepciones (de persona, de libertad, de amor, de don sincero de sí), sino más bien concepciones contrarias. No es posible ahora recorrer toda la sucesión de esta crisis.

Me contento con algunas reflexiones generales.

La primera. Se ha reducido progresivamente a la persona a la conciencia que la persona tiene de sí; su consistencia y subsistencia ontológica se ha reducido a la conciencia-afirmación de sí mismo. Se ha pasado a una definición cada vez más psicológica de la persona. Esta reducción ha creado problemas que han resultado insolubles: ¿cuál es el fundamento último de la dignidad de la persona? ¿De sus derechos? ¿Es sólo la conciencia de su ser, esto es su afirmación? Y ¿quién no es capaz de tal conciencia? Queriendo usar un vocabulario muy técnico, deseo decir que la perdida del concepto de persona como sustancia primera ha generado la imposibilidad de crear una cultura en la cual cada persona sea reconocida, afirmada en si y por sí.

La segunda. La libertad ha ido progresivamente configurándose como «posibilidad pura o posibilidad de todas las posibilidades». Puesto que el contrario de la posibilidad es la necesidad, se trata de una libertad desvinculada de toda necesidad. Ciertamente esta es una idea «regulativa» de la libertad, no una idea «real». Esto es, una libertad así concebida no existe ni puede existir (no es una idea real); este concepto de libertad sirve para indicar en qué dirección debe proceder la liberación de nuestra libertad (es una idea regulativa).

Estamos ahora en el polo opuesto de la definición agustiniana de libertad como poder de hacer aquello que se quiere haciendo aquello que se debe, es decir, como síntesis de posibilidad y de necesidad. El último eco de este concepto cristiano ha resonado, en nuestra cultura occidental, en Kant: luego (y no sin culpa suya) todo eco se ha apagado. Kierkegaard juzga que sea ésta la verdadera raíz de nuestra desesperación. Pero ¿qué cosa significa esta definición prescriptiva, más que descriptiva, de libertad, concretamente en nuestra vida de cada día? Responderé a esta pregunta en las dos reflexiones siguientes.

La tercera. ¿Qué cosa puede significar: «don sincero di sí»? El «sí» que es donado no existe, porque no existe un «antes» de la libertad, una realidad de la cual la libertad responda porque se encuentra de frente a ésta.
Entonces ¿qué cosa se dona cuando se habla de donarse a si mismo? Nada más que el permiso de usarse recíprocamente. La verdad del don es confundida con la mera sinceridad del trato: en la relación recíproca se reclama solo la libertad de ponerla en acción. Nada más. Si se piensa en un uso de la libertad en el cual el sujeto hace aquello que quiere, decidiendo él mismo la verdad sobre lo que está bien, no se admite que otros exijan algo de él en nombre de una verdad objetiva. No dona más en verdad. El amor en una palabra es despojado de su misma esencia.

La cuarta. Es imposible elaborar un concepto de justicia que no se reduzca a ser simplemente un código de procedimientos para instituir frágiles milagros de la convergencia de intereses opuestos. Esto es: aquel concepto de libertad genera una sociedad fundada sobre la norma utilitarista y hedonista.

Podemos ahora concluir el primer punto de la reflexión. Quería trazar un bosquejo del concepto de formación o genealogía de la persona. Hemos visto que esto se construye al interior de una constelación de conceptos como persona, libertad, amor, don de sí. Y hemos también visto como se pueden configurar dos diversas genealogías de la persona. La Carta a las Familias habla de una civilización del amor y de un anticivilización o «civilización de lo útil y/o del placer». Ahora debemos reflexionar en por qué y cómo la familia es el ambiente de crecimiento de la persona humana, y lugar de su genealogía.

2. La familia y la genealogía de la persona

Es una afirmación central y permanente en la visión cristiana de la persona humana la que dice que ésta (la persona humana) encuentra su cuna, no solo biológica sino espiritual, en la comunidad de la familia. Santo Tomás habla de la necesidad para el hombre, no sólo de un útero físico para su desarrollo, sino también de un útero espiritual, constituido por la comunión conyugal de los padres. Se trata de una afirmación de carácter antropológico. Pero no es solo esto. Se trata también de afirmación de la estructura social, de la relación entre la familia y otras sociedades. Como veremos.

¿Cuál es la razón profunda de este nexo entre familia y genealogía de la persona?

Podemos partir de una afirmación que la Iglesia ha hecho siempre, aunque sea una de las afirmaciones más contestadas de parte de quien no comparte la visión cristiana. Es la afirmación según la cual se da un nexo, de derecho inseparable, entre el ejercicio de la sexualidad, amor conyugal y procreación de una nueva persona. Considero que la percepción neta de este nexo tiene una importancia decisiva para comprender toda la doctrina cristiana del hombre y del matrimonio. Veamos cuál es el contenido de este nexo y las razones por las que es afirmado.

El contenido. En el ser-hombre y en el ser-mujer está inscrito un significado que no pertenece a la libertad de inventar, sino sólo a la de descubrir e interpretar en la verdad. La masculinidad y la femineidad son un lenguaje dotado de un significado originario. No son un dato puramente biológico apto para recibir cualquier sentido que la libertad decida atribuirle.

¿Cuál es este significado?

Es el don total de sí al otro. El lenguaje de la masculinidad / femineidad es el lenguaje del don total. En cuanto tal,es lenguaje intrínsecamente
esencialmente esponsal, conyugal. El ser sexuado humano es orientado a la conyugalidad (y en Cristo a la virginidad consagrada). En este sentido, la doctrina de la Iglesia habla de nexo de derecho indeleble entre el ejercicio de la sexualidad y la conyugalidad.

«La lógica del don de sí al otro en totalidad comporta la apertura potencial a la procreación (…). Ciertamente, el don recíproco del hombre y de la mujer no tiene como finalidad solo el nacimiento de los hijos, sino que es en sí comunión mutua de amor y de vida. Siempre debe ser garantizada la íntima verdad de tal don. Íntima no es sinónimo de subjetiva. Significa más bien esencialmente coherente con la objetiva verdad de aquel y aquella que se donan» (Carta a las familias, 12) Y entra en la edificación de esta verdad también la potencial paternidad y maternidad inscrita en ellos. De este modo, la persona es generada a partir de un acto de amor y esperada como puro don.

Las razones por las que la Iglesia afirma estos nexos son profundas. Podemos percibirlas a través del trazo de una contrafigura. Este nexo puede ser negado en una doble dirección. La primera: el ser hombre – el ser mujer no transmite ningún significado originario que preceda a la libertad por lo cual no existe ninguna definición prescriptiva de relación sexual, sino solamente descriptiva y por lo tanto la paternidad – maternidad no tiene ningún enraizamiento objetivo. En este contexto se coloca el actual ennoblecimiento de la contracepción como liberación de la biología sexual, el intento de la equiparación de las parejas homosexuales y la negativa a considerar la adopción como «pareja» de una filiación natural.

¿Cuál es el resultado de esta desconexión?

Me limito a llamar su atención sobre lo que me parece lo más importante. En la razón está la negación de que el ser hombre – ser mujer sea el lenguaje originario del ser simplemente persona.

Es decir: la persona expresa su vocación originaria mediante el lenguaje del cuerpo, mediante su ser hombre y su ser mujer.

Destruyendo esta reciprocidad en el don, se destruye el código fundamental de la comunicación interpersonal. Se destruye en su origen mismo, la posibilidad de la comunión interpersonal. No lo olvidemos: el hombre se sintió solo y Dios no creó otro hombre. Creó la mujer. Es la posibilidad de una civilización del don la que es destruida.

Pero la desconexión procede también en el sentido inverso: desarraigar la procreación (y la genealogía) de la persona de la comunidad conyugal y de la actividad sexual. En este contexto está la artificialización de la procreación humana, que parece ahora no conocer límite alguno. ¿Cuál es el resultado de este segundo tipo de desconexión? El riesgo de reducir el hijo a un «producto» del que se tiene necesidad para la propia felicidad.

Como se ve, la raíz por la que la Iglesia afirma que entre el ejercicio de la sexualidad, la conyugalidad y la procreación existe una conexión de derecho inalienable es una sola: sólo salvando esta conexión se salva la comunión interpersonal, se salva la dignidad de la persona.

Esta reflexión de base nos ha ya introducido en la consideración de la familia como lugar de crecimiento de la persona. En el primer punto de nuestra reflexión hemos visto que el crecimiento de la persona es crecimiento de su libertad, esto es, de su capacidad de amar, de entregarse a sí misma en la verdad. ¿Por qué justamente la familia es el lugar originario, no digo el único, de este crecimiento de la persona?

Teniendo presente cuanto queda dicho sobre la relación sexualidad – conyugalidad – procreación podemos disponer nuestra respuesta en dos momentos. En realidad, la comunidad familiar se construye en dos relaciones interpersonales, la relación conyugal y la relación parental. Considerémoslas analíticamente.

2.1 He hablado ya del «lenguaje del cuerpo» como el lenguaje fundamental de la persona; la masculinidad – femineidad tienen en sí y por sí un significado que debe ser leído en la verdad.

El autor inspirado del segundo capítulo del Génesis nos ha revelado verdades decisivas para nuestra vivencia espiritual. El hombre vive una soledad originaria, esto es, intrínseca a su mismo ser hombre. Puesto en el universo de las cosas, en el universo de las no-personas, él se siente absolutamente solo. Esta soledad no es un bien: el ser humano en estas condiciones no ha alcanzado su plenitud. En términos más abstractos, más metafísicos, decíamos que la subsistencia en sí y por sí no es el único constitutivo de la persona. Y de hecho, justamente para salir de esta soledad, el hombre – cada uno de nosotros – busca un dominio, una posesión. Dominio y posesión que no lo hacen salir de su soledad originaria. El hombre alcanza su plenitud puesto frente a la mujer. Es el momento en que se descubre llamado a una comunión, capaz de realizarla porque está al frente de otra persona. Hay aquí un misterio muy profundo. Es a través del lenguaje corporal que la persona dice cuál es su vocación originaria. Podemos ahora comprender, creo, por qué en la comunión conyugal la persona humana crece como persona humana: porque es en ésta que se realiza como don de sí. Y en efecto en el vínculo conyugal encontramos de modo eminente toda la misteriosa paradoja humana. No existe un vínculo de mutua pertenencia más radical que el de la pertenencia conyugal: no es posible, in humanis, pertenecerse más que conyugalmente. No existe un acto de libertad más grande que el acto con el cual dos esposos se entregan: quizá no es posible, in humanis, ser más libre. La libertad coincide con el don. Y el don de sí implica la posesión de sí: no se puede donar aquello que no se posee. El máximo de la auto-afirmación coincide con el máximo de la auto-donación. Por esto la comunión conyugal es el lugar del crecimiento de la persona como tal.

2.2 La comunión conyugal se expande en la comunidad familiar. Es el lugar propio de la genealogía de la persona: el lugar propio de su crecimiento. A pesar de estar radicado en la biología, el concepto de la persona no es simplemente el resultado de una fortuita o necesaria coincidencia de factores biológicos. Esto explica la llegada a la existencia de un individuo, del todo funcional para la supervivencia de la especie. Pero el hombre que es concebido, es una persona, única e insustituible en su valor infinito. Y de hecho los esposos pueden solo querer un niño(a): uno cualquiera. Ellos no pueden decidir a quien concebir: a él y no a otro.

El conocimiento de esta persona única, insustituible puede llegar a ellos de la existencia de ésta: al verla, ellos dicen: «éste es mi niño(a)». No pueden conocerlo antes de que exista. ¿Por qué? Descubrimos aquí la diferencia esencial entre el conocimiento creado y el conocimiento divino. El hombre conoce aquello que existe y por qué existe; mientras es el conocimiento divino el que hace ser. En una palabra: toda concepción implica un acto de creación.

Cada uno de nosotros existe porque ha sido pensado y querido por Dios. Como consecuencia de esto no habiendo éstos (los esposos) decidido, sino siendo el hijo un don de Dios, éstos lo reciben como tal. Y en esta acogida está el origen de toda la genealogía de la persona. Entrada en el universo la nueva persona se pregunta sobre el «rostro» de este mismo universo: si es un rostro hostil o amigo, si lo rechaza o lo acoge, si considera un bien su estar ahí o por el contrario, un mal. Según la respuesta que recibe la nueva persona, será marcada toda su existencia. Su crecimiento será determinado por la respuesta que reciba a su pregunta. ¿De quién recibe esta respuesta? De la mujer que la ha concebido y de su padre: «qué bueno es que estés aquí». Es el bienvenido. El universo lo esperaba como un don y él puede vivir con la certeza de que es bueno existir. Así se inicia el crecimiento de la persona en la verdad y en el bien. Dice profundamente el Santo Padre en la Carta ya citada: «Si, el hombre es un bien común: bien común de la familia y de la humanidad, de los grupos particulares y de las múltiples estructuras sociales» (11,6). En el amor esponsal en el cual la persona del cónyuge es afirmada en sí y por sí se cumple así la afirmación de la nueva persona. Esta puede iniciar en el ambiente del amor conyugal su crecimiento.

Se ve verdaderamente como la afirmación del nexo entre ejercicio de la sexualidad, conyugalidad y procreación está en la base de la consiguiente afirmación de que la familia es el lugar originario del crecimiento de la persona.

Siempre he dicho, en el curso de mi reflexión, «lugar originario», no exclusivo. La persona humana necesita también de otros «ambientes», otros lugares para un crecimiento integral. Esto trae un problema de relaciones, de relaciones de la familia con otros lugares para el crecimiento de la persona: hablaba de un problema de arquitectura social y política.

También el Tercer informe sobre la familia en Italia (a cargo de P.P. Donati, CISF, Milán, 1993) insiste en este punto, con análisis y propuestas bastante pertinentes. No quiero adentrarme en este campo, en el cual además soy incompetente. Quisiera más bien con atención continuar mi reflexión en la perspectiva antropológica y ética, limitándome a estudiar un proceso cultural que tiende a sustituir a la familia como lugar originario del crecimiento, o cuando menos como lugar no necesariamente originario.

Este proceso cultural contesta precisamente aquellos tres anillos de la conexión y entonces viene a caer la conexión misma. La primera negación rechaza la existencia de un significado originario propio del lenguaje sexual: cada uno crea el propio lenguaje sexual. La segunda negación rechaza que la definición de matrimonio sobre la base de la sexualidad sea prescriptiva, que exista una definición prescriptiva de conyugalidad: cada uno crea el propio cónyuge.

La tercera negación rechaza que sea de importancia decisiva que el matrimonio sea el fundamento de la familia. La consecuencia de esta triple negación es bien descrita en el mencionado Informe, al cual remitimos (sobretodo véase en la pág.430).

Hablar de familia como lugar necesario originario de crecimiento de la persona pierde cada vez más significado teórico y práctico.

Conclusión

Dije al inicio que el recorrido trazado por mi reflexión es muy estrecho y exige ser ampliamente extendido por muchas más contribuciones. Además, puedo decir que a través de una reflexión así podremos alcanzar el corazón mismo del problema. La razón es dicha en la Carta a las Familias: «nuestra civilización, que presenta también aspectos tan positivos en el plano tanto material como cultural, debería darse cuenta de que es, desde diversos puntos de vista, una civilización enferma, que genera profundas alteraciones en el hombre. ¿Por qué se da esto? La razón está en el hecho de que nuestra sociedad se ha distanciado de la plena verdad sobre el hombre, de la verdad sobre aquello que el hombre y la mujer son como personas» (20,8).

Este es el nudo de toda la problemática:

¿Cómo hacer al hombre capaz del Evangelio, esto es, de asombrarse ante su grandeza?

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