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La hermosura del Bautismo
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La hermosura del Bautismo

Vamos a hablar de la hermosura del Bautismo. Así habla de él un santo padre, San Gregorio Nacianceno. La cita la recoge el Catecismo de la Iglesia en el punto 1216. Dice así.

 

El Bautismo «es el más bello y magnífico de los dones de Dios […] lo llamamos don, gracia, unción, iluminación, vestidura de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo más precioso que hay. Don, porque es conferido a los que no aportan nada; gracia, porque es dado incluso a culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real (tales son los que son ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestidura, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y es el signo de la soberanía de Dios» (San Gregorio Nacianceno, Oratio 40,3-4).

En la Iglesia no tenemos nada más grande que la Eucaristía, pero nada hay más decisivo que el Bautismo, el sacramento más importante en el sentido de que es el que posibilita toda la vida cristiana. El bautismo es el sacramento-llave, o si se prefiere, el sacramento-puerta. El Bautismo posibilita la Eucaristía en grado de necesidad, aunque en este se da una unión con Cristo que no es alcanzable en el primero.

Del Bautismo vamos a tratar y para ello empezaré diciendo dos ideas a modo de introducción, que nos sirvan para centrar el contenido de esta charla: una sobre la grandeza del Bautismo, otra sobre la importancia que la Iglesia concede a este sacramento.

A) Una. Sobre la grandeza del Bautismo.

El Bautismo es muy muy grande y hasta que lleguemos al cielo no seremos realmente conscientes de su valor incalculable y de su hermosura. Ontológicamente, en el orden del ser, hay más diferencia entre un bautizado y un no bautizado que entre un bautizado y un ángel. También se podría decir que hay más diferencia entre un bautizado y un no bautizado que entre un hombre y un animal, aunque sea el más perfecto de los animales. Me temo que esto puede no sonar bien, pero no es hacer de menos ni de más ni al hombre ni al animal. Trataré de explicarlo con un ejemplo que parcialmente (solo parcialmente) sí puede servir: hay más diferencia entre una manzana real y otra idéntica pero de plástico, que entre una manzana y un manzano. Estas afirmaciones pueden parecer chocantes y pueden sonar a exageración, pero la cosa no está en qué nos parezca o cómo suene, sino en si hay o no hay verdad en lo que se dice. Porque si en ellas hay verdad -y la hay-, debemos mantenerlas y hay que decirlo porque la verdad es un derecho de todo hombre.

¿Cómo puede ser eso? La razón es muy sencilla. El Bautismo nos hace hijos de Dios. Hijos adoptivos, hijos gracias al Único Hijo, Jesucristo, pero hijos. Esto no es un invento nuestro, ni una salida de tono; no se le ha ocurrido a ninguna cabeza especialmente iluminada ni a ningún sabio brillante. Que por el Bautismo somos hijos de Dios pertenece a la revelación y quien da testimonio de ello, mejor aún, quien lo certifica es, ni más ni menos, que el mismo Espíritu Santo. En Rom 8, 15 – 17 podemos leer lo siguiente:

“No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos «¡Abba, Padre!». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que si sufrimos con él, seremos también glorificados con Él”.

Coherederos quiere decir que lo que el hombre Jesucristo ha recibido del Padre como herencia, eso mismo es lo que nos espera a nosotros; su herencia y nuestra herencia son la misma herencia. En el evangelio de San Juan hay abundantes textos que apuntan a lo mismo.

“No solo ruego por ellos, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno; yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno” (Jn 17, 20 – 23).

B) Segunda cosa. Sobre la importancia que la Iglesia da al Bautismo.

Del mismo modo que he dicho que hay más diferencia entre un bautizado y un no bautizado que entre un bautizado y un ángel, o que entre un no bautizado y un animal, hay que decir -sin pararse a respirar- que si puede darse esa grandeza en el Bautismo es porque en otro orden, también hay mucha grandeza en el hecho de ser hombre. La naturaleza animal no tiene capacidad para la amistad con Dios pero la naturaleza humana sí. Adán, por ser hombre, tenía trato directo con Dios. Más aún, a un animal no se le bautiza porque no puede recibir a Jesucristo, su naturaleza se lo impide; a un hombre en cambio se le puede bautizar porque la naturaleza humana tiene capacidad para soportar la divinidad. Es verdad que tiene esa capacidad por gracia, es verdad que no la tendría si Jesucristo no se hubiera hecho hombre, pero una vez que Cristo se ha hecho hombre, el hombre puede recibir a la divinidad, y “por Cristo, con Él y en Él”, el hombre es capaz de unirse a Dios.

La condición para entrar en relación con Dios es ser hombre; la condición para recibir el Bautismo es recibir a Jesucristo, creer en su nombre.

“Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, pero a los que le recibieron les dio el poder de ser hijos de Dios si creen en su nombre” (Jn 1, 11)

Dios hace maravillas, sus obras rezuman una sabiduría infinita. Dios hace cosas que no entendemos, a las que no podemos llegar con nuestra pobre mente, pero sus acciones están cargadas de racionalidad y de sentido; Dios no hace cosas absurdas, ni actúa al buen tuntún, ni a base de caprichos, ni hace cosas sin sentido. Dios ni da ni pide cosas irrealizables. Dios, que es la sabiduría infinita, si a esta criatura que es el hombre le ha dado el poder de ser hijo suyo es porque antes le ha dotado de una naturaleza capaz de recibir ese don. Esta naturaleza nuestra, la naturaleza humana, no merece la filiación divina, pero tiene capacidad para recibirla si creemos en su nombre, el único nombre que se nos ha dado con el poder ser salvos.

Ya veis que ser hombre no es cualquier cosa. Llevamos ya unos años sufriendo una campaña terrible de la que no sé si somos conscientes, que consiste en rebajar la condición humana para nivelarnos con el animal. Es una campaña con muchos frentes, uno de cuales consiste en elevar al animal hasta igualarle con nosotros. No podemos caer en la trampa de aceptar esa postura y socialmente hemos caído. Muchos de nuestros animales gozan de mayores atenciones, mayores cuidados y mayor protección que algunos de entre nosotros, pienso especialmente en los que son abandonados, maltratados, esclavizados o directamente eliminados, entre los cuales no podemos olvidar a las víctimas del aborto o la eutanasia.

Ser hombre es mucho. El salmo 8 lo pregunta y aunque no da la respuesta, sí nos pone en la pista de poder medio entender la maravilla de ser hombre.

¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él,

el ser humano, para darle poder?

Lo hiciste poco inferior a los ángeles,

lo coronaste de gloria y dignidad,

le diste el mando sobre las obras de tus manos,

todo lo sometiste bajo sus pies:

rebaños de ovejas y toros,

y hasta las bestias del campo,

las aves del cielo, los peces del mar,

que trazan sendas por el mar.

Pues bien, es muy grande ser hombre y mucho más aún, ser bautizado. Ya he apuntado de dónde viene esa grandeza. Ahora quiro fijarme en tres datos que, en el orden práctico, nos pueden ayudar a entender algo de esa grandeza y esa hermosura.

– El primero es un dato que en mi opinión es muy desconocido, tanto a nivel general de bautizados, como entre los que tenemos alguna inquietud religiosa. También entre nosotros es poco sabido. El dato es el siguiente: la Iglesia tiene concedida de manera ordinaria indulgencia plenaria -siempre que se cumplan las condiciones habituales- a todo cristiano con motivo de la renovación de las promesas bautismales dos veces al año: en la Vigilia Pascual, la noche de Pascua, y en el día del aniversario del Bautismo.

Por aniversario de matrimonio se concede en los aniversarios redondos: 25, 50 y 60 años. En el Orden creo que es igual. Por aniversario de bautismo, una vez al año. ¿Significa esto algo? A mi entender está significando mucho. Una indulgencia plenaria es el premio gordo de Navidad a nivel espiritual pero sin medida. Es muy importante el Bautismo, muy importante, probablemente mucho más de lo que podamos alcanzar a vislumbrar.

– En segundo lugar hay otro dato que también nos indica la importancia que la Iglesia concede al Bautismo. Este es más conocido pero también conviene recordarlo y es la absoluta manga ancha que tiene la Iglesia para facilitar el Bautismo. Sabemos que el ministro ordinario del Bautismo es el obispo y el presbítero y en la Iglesia latina también el diácono, pero “en caso de necesidad, cualquier persona, incluso no bautizada, puede bautizar (cf CIC can. 861, § 2) si tiene la intención requerida y utiliza la fórmula bautismal trinitaria. La intención requerida consiste en querer hacer lo que hace la Iglesia al bautizar”[1].  En caso de necesidad urgente un musulmán, por ejemplo, podría bautizar a otro y dejarle bautizado para siempre.

– En tercer lugar hay un dato que puede parecer contradictorio. Es el siguiente. La Iglesia tiene dispuesto el Bautismo de niños recién nacidos. Esto no deja de ser muy llamativo porque el Bautismo es tan decisivo que se podría pensar que debería administrarse cuando la persona sea consciente de lo que hace y en cambio la Iglesia, desde los inicios del cristianismo ha aconsejado vivamente el Bautismo de los recién nacidos. La Madre Iglesia, que respeta como nadie la voluntad personal, que tiene un tacto exquisito en no forzar voluntades, que por un defecto de libertad puede declarar inexistentes un matrimonio o una ordenación sacerdotal, es misma Iglesia cuando se trata de bautizar a alguien no quiere esperar a preguntarle.

2. QUÉ ES UN BAUTIZADO

¿Qué tiene el Bautismo?, ¿qué ocurre en el bautizado para que la Iglesia tenga tanto mimo con este sacramento?

El gran efecto del Bautismo es que sobredimensiona la naturaleza humana. El bautismo no es una añadido a la naturaleza, no es una cualidad que nos enriquece, ni es una segunda capa, como puede ocurrir con los aprendizajes. Es una perfección de la totalidad de nuestro ser. El Bautismo perfecciona el ser sin mudarle, sin introducir ninguna alteración ni añadido. ¿En qué sentido perfecciona el ser?

2.1 El Bautismo no anula nuestra naturaleza humana sino que la eleva a la categoría de Dios, situándonos por encima de los mismos ángeles, tanto que en el último día los juzgaremos, nosotros a ellos. “¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles?” (I Co 6, 3)[2].  El Bautismo perfecciona el ser en el sentido de que el ser meramente humano, sin dejar de ser humano, recibe por la gracia, la condición divina. El bautismo hace al bautizado uno con Cristo. Esto es literalmente en lo que consiste un matrimonio, en que dos, que son distintos, se hacen una sola carne. Con el bautismo se establece una unidad del bautizado con Cristo que está llamada a ser un verdadero matrimonio, místico, ciertamente, pero real. (Conviene caer en la cuenta de que místico no quiere decir exclusivamente espiritual porque la unión no es solo espiritual, es espiritual y es corporal; no es una unión sexual como la unión del hombre con la mujer, pero sí es corporal y mucho más plena aunque no sea placentera. Gracias al Bautismo el bautizado podrá comulgar en su día).

El Bautismo perfecciona el ser porque todo mi ser, sin dejar de ser el mismo que era antes del Bautismo, tras el Bautismo, se encuentra enriquecido con lo que no era. Mis capacidades (mi inteligencia, mi memoria, mis deseos y expectativas, mi sentido del humor, mis recuerdos, etc.) siendo las mismas que eran antes del Bautismo, ahora cuentan con el aporte de la gracia de modo que puedo entender las cosas con los mismos criterios de Cristo, o sea de Dios, pensar como piensa Cristo, tener los sentimientos de Cristo, los gustos de Cristo, sufrir dolor por lo mismo que sufre él, etc.

¿Cómo sabemos que el Bautismo perfecciona el ser? ¿Tenemos alguna prueba? Sí, las obras. A un bautizado le corresponde hacer las mismas obras de Cristo, o si se prefiere, Cristo que sigue y seguirá actuando hasta el fin de los tiempos, ahora no lo hace con su cuerpo físico como antes de morir en la cruz, sino con su cuerpo místico, que es la Iglesia, o sea nosotros. Es muy significativo caer en la cuenta de qué está diciendo Jesús cuando dice “Yo soy la vid, vosotros lo sarmientos”. Todo el que conozca una vid sabe que las uvas no salen del tronco, los frutos son dados por los sarmientos. En la vid no cuelgan racimos del tronco sino del sarmiento. Las uvas las da la vid, sí, pero en los sarmientos. Porque la cepa y los sarmientos son uno, son la misma planta, su fruto es el mismo y aunque es cierto que no hay fruto en los sarmientos si no están unidos a la vid, tampoco la cepa los da si no hay sarmientos.

El Bautismo nos configura con Cristo. Esto es lo que se significa muy especialmente con el rito de la crismación. Se trata de un rito complementario con el bautismo propiamente dicho, en el cual al recién bautizado se le unge con el Santo Crisma. En virtud del crisma se nos consagra, se nos hace sagrados. Dice el sacerdote a los bautizados en la crismación que se les unge “para que, incorporados a su pueblo y  permaneciendo unidos a Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey, viváis eternamente”.

Por la unión con Cristo somos constituidos en lo mismo que es él. Cristo es Sacerdote, Profeta y Rey y eso mismo somos nosotros una vez bautizados: sacerdotes, profetas y reyes.

2.2 El Bautismo nos sepulta con Cristo.

El Bautismo nos hace morir con Él. Esta es la parte más áspera, la que menos gusta. Todo lo anterior es muy agradable de oír, pero esto aunque sea menos gustoso también hay que decirlo porque pertenece a la misma entrega de la revelación. En Rom 6, 4-5, San Pablo escribe:

“Por el Bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Puers si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya”.

Aquí entra todo el amplísimo campo de la ascética cristiana que consiste en ir dando muerte a todo aquello que es contrario a Dios. Aquí entra el tema de la mortificación y de la cruz.

3. EL OFICIO DE SACERDOTE.

3.1 Sacerdote es aquel que ofrece sacrificios a Dios.

La palabra sacrificio, para entenderla bien y no hacernos demasiado lío con ella, la podemos sustituir por la palabra “regalo”. Ofrecer sacrificios a Dios es ofrecer regalos a Dios.

La Sagrada Escritura nos habla de sacrificios aceptados por Dios, como los que ofrecieron Abel, Melquisedec, Abraham y tantos otros, y sobre todos ellos, y a enorme distancia, el de Jesucristo en la cruz. Todos ellos ofrecieron sacrificios (regalos), que en distinta medida le fueron gratos a Dios.

¿Qué sacrificios agradables podemos nosotros ofrecer a Dios? ¿Cómo ejercer esta condición sacerdotal nuestra, común, que procede del Bautismo? Nuestros sacrificios se nos presentan en tres frentes: con nuestras tareas laicales, especialmente las profesionales, en la Santa Misa y con la palabra.

Nuestras tareas laicales constituyen la dimensión básica y fundamental de nuestro ser laicos. Nuestro trabajo, nuestra dedicación a la familia y nuestras relaciones sociales son los ámbitos idóneos en los que ejercer el sacerdocio común recibido en el Bautismo. Estas tareas hechas según Dios, santifican y nos santifican; nos santifican pero no como añadido a una supuesta santidad previa, no añaden santidad porque sin el cumplimiento de ellas tal como Dios quiere no cabe santidad posible.

La Santa Misa porque es lo mejor que podemos ofrecer. Es la renovación de la misma ofrenda de Cristo en la Cruz, que actualizada en cada misa, Cristo lleva a cabo con todo su cuerpo místico del que nosotros formamos parte. El santo Sacrificio de la Misa es ofrecido por el sacerdote y conjuntamente con él es ofrecido por todo fiel  que participe en la celebración.

Acerca de los sacrificios ofrecidos a través de la palabra, basta con una idea: ¿Qué sacrificio se puede hacer con la palabra? Recuerdo lo dicho líneas atrás. Si sustituimos el término sacrifico por el de regalo, nuestra palabra bien puede ser, debería ser, el sacrificio -el regalo- de unos labios puros capaces de ofrecer “un sacrificio de alabanza”. La expresión no es mía sino de la propia Palabra de Dios que en la Carta a los Hebreos (13, 15) dice lo siguiente:

“Por su medio [por medio de Jesucristo] ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que profesan su nombre”.

3.2 Sacerdote es aquel que intercede por su pueblo.

Ser sacerdote quiere decir, en segundo lugar, ser intercesor, presentar oraciones y súplicas por los demás. Esto solo se puede hacer si los demás me importan, si los entiendo como lo que son, o sea míos, si me duelen. El Papa, en el mensaje para esta cuaresma nos ha alertado sobre la indiferencia, sobre lo que él ha llamado la globalización de la indiferencia. El Papa llama la atención sobre el hecho citando la pregunta que Dios hace a Caín sobre su hermano Abel. “¿Dónde está tu hermano?” La respuesta de Caín es terrible porque sus palabras se sitúan justamente en el el extremo contrario al oficio de sacerdote. “¿Soy acaso yo el guardián de mi hermano?” (Gen 4, 9). A mí esta expresión me parece una de las más duras que encuentro en la Sagrada Escritura. Por una parte me parece irreverente, irrespetuosa, chulesca, y por otra de una enorme crueldad porque hace daño al padre no directamente en la persona del padre, sino haciendo daño al hijo. Y me recuerda esos actos de redoblada maldad que cometen algunos hombres o mujeres que han roto su matrimonio y que para vengarse del otro, hacen daño a los hijos, convirtiéndolos en víctimas inocentes del odio a la mujer o al marido.

Para terminar este punto, un dato que por asociación, me recuerda al último día de la novena de la Divina Misericordia, basada en las revelaciones privadas del Señor a Sta. Faustina Kowalska. Dice el Señor a esta santa para el día noveno:

“Hoy, tráeme a las almas tibias y sumérgelas en el abismo de mi misericordia. Estas almas son las que más dolorosamente hieren mi Corazón. A causa de las almas tibias, mi alma experimentó la más intensa repugnancia en el Huerto de los Olivos. A causa de ellas dije: Padre, aleja de mí este cáliz, si es tu voluntad. Para ellas, la última tabla de salvación consiste en recurrir a mi misericordia”.

4. EL OFICIO DE PROFETA.

El profeta es el que habla de parte de Dios. Si somos profetas a esto estamos llamados, a hablar, a enseñar de palabra, pero no cualquier cosa, sino lo que Dios nos mande. ¿De qué tenemos que ser profetas hoy nosotros? Los sacerdotes ministeriales lo tienen muy definido: explicación de la Palabra de Dios y de los misterios del Reino. También los laicos estamos llamados a esto, trabajando en las Parroquias y en grupos apostólicos, pero no es lo específico nuestro. Lo nuestro son los asuntos de este mundo. Lo nuestro es gestionar los asuntos de este mundo, “según Dios” (LG 31). Según Dios podría quedar explicado, a mi entender, diciendo que nuestra misión consiste en ser profetas del bien, de la verdad y de la belleza.

a) Profetas del bien. La prudencia nos indicará cuándo debemos callar y cuándo debemos hablar, y además cómo, pero en todo caso, siempre que hablemos, hemos de hablar bien y hablar del bien, no como los informativos habituales que no se centran sino en el mal. Hablar mal y hablar del mal es una estrategia de Satanás, que quiere convencernos de que el mundo está todavía mucho más podrido de lo que realmente está, y de este modo cualquier pecado puede ser legitimado por la ley de la abundancia. Quienes nos oyen, sean quienes sean, necesitan oírnos hablar bien y hablar del bien. Podemos hacer mucho bien con la palabra, y podemos hacer mucho mal. Ojo a esto. La lengua es un  arma poderosa, mucho más de lo que a veces se piensa. Hay palabras que se clavan en el corazón y te cambian la vida. Por experiencia sabemos que hay palabras que no se olvidan. Las recomendaciones a hablar bien son constantes en la Sagrada Escritura: “Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis” (Rm 12, 14), “malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen” (Ef 4, 29), “no os quejéis, hermanos, unos de otros” (St 5, 9)… El beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en su escrito más conocido, Camino, recomienda, de la manera más tajante, el callarse cuando no se puede decir algo bueno de otro.

b) Profetas de la verdad.

  • Ser profeta es hablar de parte de Dios. El Gran Profeta es Jesucristo, cuyo precursor, Juan el Bautista, es a su vez un ejemplo admirable de profetismo, hasta costarle la vida. Y luego tenemos testimonios preciosos de profetismo en los grandes papas contemporáneos: Pablo VI, por ejemplo, o Benedicto XVI.
  • Si no fuera por esta condición recibida en el Bautismo, de qué nos íbamos a atrever a hablar los unos a los otros. Esto es justamente lo que hacemos cuando no nos vemos como profetas, escondernos, inhibirnos y disimular nuestra inhibición en una supuesta prudencia.
  • Es muy duro ser profeta. Cuando se lee a los profetas uno constata que su oficio les ha costado beber lágrimas a borbotones, ser rechazados, perseguidos, sufrir destierro y hasta la propia vida. Ahora bien, ser profeta es entrar en el camino de la libertad porque quien habla la verdad anda en caminos de libertad (¡ojo!, la verdad en el amor, “veritas in caritate” o “caritas in veritate”, que tanto monta). Instalarnos en la verdad, y cuando corresponda decirla, es ser libre, porque solo la verdad puede hacernos libres.  Un ejemplo: una de las batallas ganadas por los provida en la guerra del aborto en Estados Unidos hace ya algunos años se ha ganado porque las autoridades dispusieron que a quien quisiera abortar se le informara previamente del contenido de lo que iba a hacer, de lo que es un aborto. Los pro-abortistas pusieron el grito en el infierno, porque no les interesaba la verdad; sabían que mucha gente, al conocer la verdad, dejarían de abortar. La prudencia nos dirá cuándo, cómo y a quién debemos decir la verdad, pero no llamemos prudencia al silenciamiento continuo o al mutismo cobarde.
  • Yo sé, y lo sé por experiencia, que muchas veces lo que Dios nos pide es callar, a menudo lo exigen la discreción y la cordura; ahora bien, no he visto por ninguna parte el mandato de que haya que callar por sistema, callar siempre. Sí se nos ha mandado que nuestro hablar sea escueto, “sí, sí; no, no” (Mt 5, 37), pero el testimonio de la palabra es imprescindible.
  • Hablar bien y decir la verdad es una manera de evangelizar. No es la única, ya sé que evangelizar es hablar expresamente del misterio pascual de Jesucristo, a través del cual se nos muestra el amor que Dios nos tiene, pero ejercer nuestra misión profética hablando del bien y de la verdad acerca de los asuntos de este mundo no es extraño a la evangelización. No me lo invento yo, lo dice la Iglesia en un documento de tanto peso como la Evangelii Nuntiandi: “Para la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (EN 19). Esta tarea es primordialmente nuestra, de los laicos. El gran problema es que estamos ausentes del mundo de la cultura, de la ciencia, del deporte, de la política, etc. ¿Dónde están hoy los cineastas cristianos, los poetas cristianos, los novelistas cristianos, los diseñadores de moda cristianos…? Esta idea me viene bien para enganchar con el punto siguiente: profetas de la belleza.

c) Profetas de la belleza. Creo que el ámbito de la belleza es clave. Con él estamos apuntando al centro de la diana de la recuperación del mundo. A mi entender, si queremos hacer un mundo nuevo tenemos que arrancar de aquí; no debemos descuidar el bien y la verdad, pero hoy el campo de la belleza es clave porque la belleza entra por los sentidos y el hombre actual tiene una propensión quizá mayor que en otras épocas a valorar mucho lo que le llega por los sentidos. Vivimos en el mundo de la imagen y del sonido. Al Gran Papa San Juan Pablo II le gustaba mucho repetir una cita de Dostoievsky: “la belleza salvará al mundo”[3]. Urge cultivar la belleza. Cultivar la belleza es hacer cultura como Dios manda, que es justo lo contrario de lo que cultiva el mundo de hoy, que se ha rendido a la fealdad y está rindiendo culto a la fealdad. Hoy en los libros de arte se estudia el feísmo como movimiento del arte contemporáneo. No podemos aceptarlo. El sector más divulgado del arte actual es aquel que se ha centrado en lo esperpéntico, en lo ridículo, lo pornográfico y lo violento. Denunciémoslo, llamemos a las cosas por su nombre. ¿Desde cuándo la belleza se ha basado en el absurdo, desde cuándo lo que ha producido terror o asco ha merecido ser llamado bello?

Voy a pasar al último punto, el oficio de rey, y después para terminar quiero volver a la cuestión de la belleza para concluir.

5. EL OFICIO DE REY.

El reinado del que hablamos es el de Jesucristo. Cristo es rey en la cruz, rey coronado de gloria y de espinas. Su reinado es un reinado que se muestra con el servicio en bien del otro,no hasta dar la sangre sino hasta la última gota, servicio hasta el extremo. Como esto lo tenemos muy predicado, yo me voy a centrar en hacer un comentario relativo a la confianza tos:

  • Ser rey es ser señor. Señor de uno mismo y señor de las circunstancias que rodean la vida en cada momento. Señor de uno mismo no en el sentido de autosuficiencia, que eso no es cristiano, sino señor en cuanto a que un hijo de Dios no se sabe solo ni abandonado nunca.
  • Ser rey es no angustiarse por nada, es tener una confianza sin límites en que Dios Padre no puede permitir que nos ocurra nada, absolutamente nada que de verdad sea dañoso. Esta confianza sin límite (“aunque me mates confiaré en tí”, le decía Santa Faustina al Señor) es muy bella, pero no se improvisa. Cuando alguien le dice a otro: tú confía en el Señor, eso suele servir de muy poco porque la actitud (yo diría mejor la virtud) de la confianza no se improvisa. ¿Sabéis de donde nace la confianza en el Señor? Nos lo dice San Juan en su primera carta: de que la conciencia no nos aprieta. “Queridos, –dice el apóstol- si nuestra conciencia no nos acusa, tenemos confianza ante Dios, y cualquier cosa que pidamos la recibiremos de Él”.
  • Ser reyes es disfrutar de todo sin estar atado a nada, abierto a todos sin apegos que esclavicen, ser reyes es poder cumplir el mandato e amar más a Dios que a nuestro padre o nuestra madre. “Queridos, si nuestra conciencia no nos acusa, tenemos confianza ante Dios, – y, continúa San Juan- y cualquier cosa que pidamos la recibiremos de Él, porque guardamos sus mandamientos y en su presencia hacemos las cosas que le agradan”.
  • Ser reyes es tener autoridad, la que se nos haya concedido en el lugar que hemos sido puestos.

Somos reyes, luego ejerzamos como tales. Lo propio de un rey es organizar su reino, tener autoridad y usarla. A cada uno se nos ha encomendado el reino sobre algo, pues reinemos. No con los criterios del mundo, sino con los que nos enseñó Jesucristo (Cfr Lc 22, 25-26). Ejerzamos la autoridad que poseemos cada uno sobre lo que se nos ha encomendado: el párroco en su parroquia, los padres de familia en su casa, yo en mi aula, etc.

No tengamos miedo a las palabras. La crisis de autoridad, de la que vengo oyendo hablar en mi profesión desde que entré en el Magisterio, es sobre todo la crisis personal en la que viven quienes, detentando la autoridad, no saben qué tienen que hacer con ella. Me refiero a gobernantes, padres, curas y maestros. Entendamos bien qué es la autoridad, para qué la tenemos y qué se hace con ella. La autoridad, en su significado más radical y más profundo, no es otra cosa que la capacidad que tenemos de ser autores. Uno tiene autoridad sobre algo o sobre alguien cuando es capaz de sacarlo adelante. Solemos entenderlo mal: confundimos la autoridad con el poder (los romanos tenían muy clara la diferencia entre auctoritas y potestas) y nos fijamos siempre más en la cara externa de la autoridad -el poder y los medios que emplea para hacerse valer- y en sus efectos inmediatos, que en sus funciones educadora y promocionante de quienes se nos han encomendado, si es que hablamos de personas, o en su función creativa y de servicio, si es que hablamos de tareas.

En el caso de las personas, el ejercicio de la autoridad rectamente entendida es una obligación de quien la posee y un derecho de quienes deben ser gobernados, instruidos y educados.

6. CONCLUSIÓN

El Bautismo es un sacramento que implica la vida entera, es para estar viviéndole hora tras hora, día a día. Si llevamos adelante nuestra vida de fe como debemos, la vida de fe nos transforma, en el cuerpo y en el alma, o, si se prefiere, al revés, en el alma y también en el cuerpo. En esta vida no podemos ver la belleza y la hermosura del alma pero sí podemos ver sus manifestaciones en el cuerpo porque el alma se expresa y actúa con el cuerpo y en el cuerpo. Con la totalidad del cuerpo, pero hay una parte que manifiesta especialmente al alma; esa parte es el rostro. La vida de fe se demuestra con las obras pero se muestra y se hace visible en el rostro, en el rostro en acción.

Esto se hace patente en la vida de los santos. Fueran más guapos o menos, han ejercido un atractivo físico que no deja indiferente a nadie. Y es que cuando la persona está realmente unida a Dios, su rostro resplandece. En la Sagrada Escritura tenemos el ejemplo de Moisés, que tenía que cubrirse con un velo porque los judíos no podían aguantar ver reflejada la gloria de Dios en su rostro.

No es fácil encontrar definiciones de belleza, la belleza es una dimensión de los seres que resulta inaprensible, se nos escapa; y es también inefable, solo torpemente podemos hablar de ella. En la mejor tradición filosófica antigua y medieval se define a la belleza como el esplendor del orden, de la verdad, o bien del orden y la forma. Me quedo con esta fórmula que viene a resumir la anterior: “La belleza es el esplendor del orden y de la realidad”[4]. Pues bien, eso es lo que va haciendo el Bautismo en nosotros si nos dejamos y en la medida en que nos dejamos, hacer que con nuestro rostro reflejemos el esplendor del orden y de la realidad. Esto suena a filosofía. Lo es, pero no está lejos de la Palabra de Dios, al contrario se sitúa en la misma línea de que dice San Pablo en una de sus cartas:

“Nosotros, en cambio, con el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu” (II Co 3, 18).

Hablamos de un rostro vivo, dinámico, en acción, no de un rostro de fotografía. He aquí el gran efecto visible del Bautismo. ¿Cómo se consigue un rostro así? Solo hay una forma: contemplando, adorando, dedicando largos ratos a estar postrados ante el Señor, en relación personal con Él. No podemos aspirar a más y no debemos quedarnos en menos.

Que el Señor Jesús, verdadero icono del Padre, nos lo haga comprender y el Espíritu Santo nos mueva a desearlo.

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