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La muerte de Jesús en la cruz
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La muerte de Jesús en la cruz

La muerte de cruz

«En medio del griterío desbordado, Pilato les entregó a Jesús para que fuese crucificado» (Jn). No es una mera condena por rebelión, ni siquiera una condena a muerte sin más, sino la muerte en la cruz. Era tan injuriosa la condena que estaba prohibida para los ciudadanos romanos. A la tortura se añadía la infamia. Era una muerte lenta y exasperante, una tortura cruel, era el peor suplicio que podían encontrar para matar. Se clavaban las manos y los pies en el madero y al colgar, el cuerpo se consumía en la asfixia. Al desangrarse, se padecía gran sed y fiebres, unido a unos dolores intensos al estar colgado el cuerpo de tres hierros. Era una muerte pública, de escarmiento por la gravedad de los delitos.

Demostración e amor

Jesús va a dar un paso en ese abajamiento y humillación para salvar a los hombres. Podía haber sido de otro modo, pero entonces no se hubiera descubierto el misterio de iniquidad del pecado y su gravedad, ni se hubiera revelado la hondura del amor de Dios. La cruz era el modo de expresar un océano sin límites de verdad y de bondad. Demuestra el amor excedente de Dios, un amor que se da, dispuesto a todo, un amor hasta el vaciamiento total. La cruz muestra el valor del hombre, el gran precio que Dios está dispuesto a pagar por la salvación de cada uno. El mismo Dios se humilla y sufre, y las ideas humanas sobre Dios tiemblan ante la realidad de tanto sufrimiento de un Dios que quiere ser un juguete para los juegos macabros de los hombres perversos. La crueldad y el dolor se hacen medios para expresar el amor misericordioso. Y Jesús como hombre asume su papel con generosidad y convierte la muerte en acto de amor humano con valor infinito, porque también es Dios.

La cruz revela la misericordia, es amor que sale al encuentro del que experimenta el mal. La cruz es la inclinación más profunda de la divinidad hacia el hombre; es como un toque de amor eterno sobre las heridas más dolorosas, es un amor que vence en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal. Y ¿por qué es esto así? Porque Jesús ama sobre todo al Padre. Y con ese amor ama a los hombres esclavos del pecado.

Hacia el Gólgota

«Después de reírse de Él, le quitaron la púrpura y le pusieron sus vestidos. Entonces lo sacaron para crucificarlo»(Mc). Lo desnudan de sus indignas vestiduras y quedan en evidencia todas las heridas y los golpes de la flagelación. La heridas, ya infectadas, se reabren y vuelven a sangrar; no hay en Él parecer ni hermosura; es el hombre que lleva marcados los signos de los pecados. Le colocan sus vestidos, y la túnica inconsútil fabricada por manos amorosas, vuelve a cubrir su cuerpo. Todos podrán distinguir bien quién es, pues ha vuelto a recuperar su aspecto. La corona de espinas la dejan, y cada movimiento hace que vuelva a sangrar la cabeza: el rojo de la sangre se confunde con el de la túnica. «Tomaron, pues, a Jesús; y Él, con la cruz a cuestas, salió hacia el lugar llamado de la Calavera, en hebreo Gólgota, donde le crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado, y en el centro Jesús. Pilato escribió el título y lo puso sobre la cruz. Estaba escrito: Jesús Nazareno, el Rey de los judíos. Muchos de los judíos leyeron este título, pues el lugar donde Jesús fue crucificado se hallaba cerca de la ciudad. Y estaba escrito en hebreo, en griego y en latín. Los pontífices de los judíos decían a Pilato: No escribas el Rey de los judíos, sino que Él dijo: Yo soy Rey de los judíos. Pilato contestó: Lo que he escrito, escrito está»(Jn). Pilato, sin saberlo, le ha proclamado rey, una vez más y definitivamente. Pero Cristo es rey, desde la cruz, sólo en aquellos corazones que captan el reinado de amor venciendo la tiranía del pecado y del diablo. El título ha quedado escrito en tres idiomas, pero el reino de Cristo será universal, pues por todos derrama su sangre.

El trayecto del pretorio hasta el lugar de la crucifixión no es largo, de un kilómetro, más o menos. Primero recorre unas pocas calles de Jerusalén, después atraviesa la puerta judiciaria, y, a campo abierto, asciende el pequeño montículo de Calvario, bien visible desde las murallas de la ciudad; los caminos pasan cerca del lugar de la ejecución.

Las mujeres en el camino

Llevaban con Él dos malhechores para ser ejecutados. Forma el centurión con un buen grupo de soldados, y avanza la comitiva con gran dificultad. Las calles se llenan de gente que hay que apartar sin contemplaciones. No todos insultan, lloran algunas mujeres. Jesús puede detenerse ante ellas. «Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres, que lloraban y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque he aquí que vienen días en que se dirá: dichosas las estériles y los vientres que no engendraron y los pechos que no amamantaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: caed sobre nosotras; y a los collados: sepultadnos; porque si en el leño verde hacen esto, ¿qué se hará en el seco?»(Lc).

Las mujeres lloran

Estas mujeres son distintas de las galileas que acompañaban a Jesús en su caminar, anunciando el Reino de los cielos. Eran de Jerusalén, convertidas en los diversos viajes de Jesús a la ciudad santa. Lloran porque es grande el dolor. Lloran, pero no huyen. Lloran, pero siguen creyendo. Su amor no les permite dudar de la verdad de lo creído en los momentos de luz. Ahora todo es oscuro, dramático, sangriento, no hay milagros, Dios parece enmudecido. Pero no dudan de Jesús. El amor les lleva a una intensa compasión y hacen lo que pueden: lloran. En la pasión donde pocos discípulos estarán presentes, las mujeres tendrán una parte muy importante. El amor es el fin de la fe, y ellas saben querer, también cuando todo lo externo parece hundirse

Jesús, entrecortadamente, les explica la gran tragedia del pecado. Si al inocente lo ven tan destrozado, ¿como será la condición de los pecadores? Leña seca para el fuego eterno, que Jesús intenta apagar con las lágrimas de un amor verdadero por los que no pueden, ni a veces quieren, rectificar. Las lágrimas de las mujeres son sinceras y doloridas. Nada puede dar consuelo a su dolor. Jesús lo sabe y se lo agradece, a la vez que les enseña, una vez más, cual es el sentido de su cruz.

Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar su cruz

«Y a uno que pasaba por allí, que venía del campo, a Simón Cireneo, el padre de Alejandro y de Rufo, le forzaron a que llevara la cruz de Jesús»(Mc). Simón pasaba por las cercanías de Jerusalén y se encontró con Jesús cargando con la Cruz salvadora, abrumado por el peso. Simón venía del campo y pasaba por aquel lugar situado fuera ya de las murallas de la ciudad y próximo al montículo del Calvario. El hecho de llamarle cirineo indica que debía proceder de esta región del Norte de África, aunque fuese judío. Cabe que estuviese en Jerusalén de paso, o en peregrinación por la Pascua, o viviese establemente allí después de haber vivido un tiempo fuera. Los nombres de sus hijos, Alejandro y Rufo, revelan procedencia griega y latina respectivamente.

Transformación

Todo parece casual en aquel encuentro con Cristo y su Cruz. Casual es su presencia en la ciudad, casual es su paso por aquel lugar, casual es que le fuercen a llevar la Cruz del Señor. Pero aquellas circunstancias son ocasión de una transformación profunda en aquel hombre, más llamativa, si cabe, por inesperada.

No estaba ni con los que insultan o gritan contra Jesús, ni con los discípulos. Tampoco parece un espectador curioso, simplemente «venía del campo» (Mc). Y «le obligaron a llevar la cruz»(Mt). «Le cargaron con la cruz para que la llevase detrás de Jesús»(Lc).

No parece difícil imaginar la conmoción de Simón. Andaba tranquilamente por el camino, como se va por los caminos de la vida; oye un tumulto, le llama la atención, se acerca… y de repente los soldados le rodean y a gritos le fuerzan a llevar la cruz de uno a quien van a crucificar. Quizá le dió tiempo para enterarse quién era aquel a quien ayudaba; quizá no pudo preguntar pero leyó la inscripción de la cartela que indicaba el delito: «Jesús Nazareno Rey de los judíos». Al coger la cruz, Jesús, se ha vuelto y le ha mirado; no hay en él hermosura, es un desecho de los hombres…y, sin embargo, aquella mirada conmueve el corazón del cirineo, rudo quizá, pero noble… Aquel hombre quiere la cruz; sabe que va a morir y se dirige –exhausto, pero sereno- a emprender la última ascensión; varias decenas de metros de desnivel, pero empinadas. El condenado –a rastras el último tramo- sigue subiendo hasta la cima del Gólgota, si no es que fue llevado en parte por los mismos soldados.

Al mismo tiempo oye los insultos feroces de una multitud, además, muchos de ellos eran fariseos y escribas, incluso estaban allí ancianos del Sanedrín y Sacerdotes. La sorpresa de Simón debió crecer. Si era un rebelde contra los romanos y por esto condenado, los judíos debían estar tristes y apesadumbrados, pues era de los suyos. Pero los más indignados son los judíos importantes, que le gritan cosas tremendas y blasfemas.

Cuando llegaron al lugar de la crucifixión la sorpresa debió ser mayor. Simón, cansado, deja la cruz en el suelo y, muy probablemente, permanece allí. Entonces contempla la escena tremenda de la crucifixión, tanto la de Jesús como la de los ladrones. Debieron ser muy distintas. La costumbre era darles una bebida que calmase un poco el dolor, los ladrones debieron beber con ansia; Jesús se negó a tomarla, aunque, agradeciendo el gesto, probó un poco. Luego, entre varios hombres, se sujetaban los cuerpos que iban a ser enclavados.

No sabemos si permaneció allí mucho más tiempo, pero aquello bastaba para hacerle reflexionar y buscar enterarse a fondo sobre quien era aquel Rey de los judíos a quien él habían ayudado a llevar su Cruz. Si presenciar cualquier muerte conmueve, mucho más una muerte lenta como la crucifixión, y, más aún, la de uno que perdona a los que le están matando. Aquello no podía tener una explicación natural, y realmente no la tenía. Simón acaba de tener un encuentro con la Cruz de Cristo, una Cruz que era la Salvación del mundo; él no lo sabía, pero aquel encuentro, fastidioso al principio, fue el comienzo de su salvación. La referencia a sus hijos lo muestra como bien conocido entre los primeros cristianos.

Dolor que convierte

Simón de Cirene se encontró con el dolor de Cristo y se convirtió. Bienaventurado el hombre de Cirene llamado Simón, porque él no buscaba a Dios y se lo encontró.

 

 

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