Básicamente, creer en la existencia de Dios conlleva aparejado el creer en la supervivencia del alma tras la muerte física del cuerpo, y este convencimiento influye en nuestro día a día, más de lo que podamos imaginar.
El creyente experimentará – por sí mismo – que poner a Dios en el centro de su vida, da sentido a su existencia, proporcionándole – además – respuestas en donde no hay más que interrogantes, esperanza en la tribulación, fortaleza en la adversidad, luz en la oscuridad, consuelo en la desesperación, fuerza en el dolor, y paz en la soledad. Y les puedo garantizar que dichas experiencias no son fruto de la sugestión, ni fruto de un iluso efecto placebo, y esto se lo dice un servidor, que es analítico y escéptico por naturaleza.
La fe le proporciona al creyente la experiencia real de emociones positivas, y esa experiencia perceptible y no imaginaria, reforzará su fe, retroalimentándola.
Al final la fe se traducirá en felicidad y paz, y el creyente – si es cristiano – tratará de compartir con su prójimo aquello que para él ha sido enriquecedor.
Por otra parte, aquellos que dicen no creer en nada, caen en la contradicción. Porque creer que Dios no existe, así como creer que no hay un Más Allá tras la muerte, ya es un creencia en si misma; creencia esta que, en el caso de algunos ateos militantes, adquiere el rango de dogma de fe.
Los ateos podrán creer que están en posesión de la verdad, sin embargo su creencia (descreencia) no dejará de ser una acto de fe, ya que no tienen pruebas que demuestren que Dios, y todo lo que Él representa, no existe.
Antes he dicho que la creencia en Dios reporta valores positivos tales como esperanza, fortaleza, consuelo, fuerza, y paz; pero no lo he dicho porque me lo haya contado un cura, o lo haya leído en algún catecismo. No. Lo he dicho porque lo he experimentado por mí mismo, y es tal la fortaleza que mi experiencia de Dios me ha dado, que si mañana Benedicto XVI y el papa Francisco, cogidos de la mano, públicamente se declarasen ateos, mi fe en Él y su Hijo Jesucristo, no iba a variar un ápice.
Por otro lado, qué puede aportar al ser humano el “creer” que Dios no existe, ni hay vida eterna, más que el triste convencimiento de que, haga lo que haga, indefectiblemente terminará siendo comida de gusanos, y que – en el 99´9% de los casos – dentro de cien años, nadie recordará que una vez existió, y que de su memoria tan solo quedará una lápida sin nombre, desgastada por el tiempo, la lluvia y el viento. Una lápida anónima sobre la que ya nadie depositará flores, ni derramará lágrimas, porque aquellos que un día lo amaron, ya no existen tampoco; tan solo son polvo. Porque si no existe el Más Allá, qué más se puede esperar aparte de esto.
Claro que no todos los ateos piensan así; también los hay de otro tipo, como por ejemplo aquellos que – tal vez por miedo o porque les produce desazón – no se paran a pensar, convirtiendo su vida en una corta carrera hacia delante pero con la mirada puesta hacia atrás. Pero también los hay de peores, como aquellos que confiesan – sin rubor – que les produce una sensación de alivio, el pensar que tras su muerte no habrá un Dios que juzgue sus actos. Digo yo que – ello – será porque no deben de tener la conciencia muy tranquila. ¿O no?
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