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La Vida Eterna
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La Vida Eterna

Boletín ¡Ser discípulos! Aprende a defender tu fe
Tema: Preguntas jóvenes
Fuente: Libro preguntas jóvenes a la vieja fe. Autor André Manaranche,

IV. Tus preguntas sobre El Hombre

La Vida Eterna

Muchas de tus preguntas versan sobre el más allá. Se nota que es una cuestión que te inquieta, aunque algunas sean extremadamente ingenuas.

« ¿Qué piensa de la vida después de la muerte? ¿La vida es un aprendizaje para más tarde?
-¿Tiene miedo a la muerte?
-¿Es verdad que hay algunas personas que, después de salir de un coma, dicen que han visto una luz?
-¿Dónde están los muertos? ¿Nos ven?
-¿Existe el paraíso? ¿Habrá sitio en él para todos los muertos?
-¿Qué haría usted si fuera eterno?
-Toda una eternidad con Dios debe ser algo tremendamente lúgubre.
-La religión es una estupidez. Sólo vale para alimentar sueños. Cuando muere un padre, la religión dice que va al paraíso, pero no lo devuelve»

Otras de tus preguntas no versan sobre la muerte individual, sino sobre el fin del mundo:

« ¿Habrá un gran cataclismo el día del fin del mundo?
-¿Es verdad que al final de los tiempos había un nuevo mundo en el que viviremos mejor?
-¿Cree usted que se va a retomar la vida y el cuerpo?
-¿Está seguro de que resucitaremos un día?
-¿Qué piensa de la reencarnación?»

Vayamos por partes.

1. Tú sabes que el hombre entero ha salido de las manos de un Dios, que es único. No puede tener, pues, un alma buena y un cuerpo malo, como si cada uno de estos elementos procediese de una divinidad diferente. Esta es una concepción pagana que debes olvidar. El hombre es creado a imagen de Dios en toda su unidad. Es con su cuerpo puesto en pie como el hombre se vuelve hacia su Creador para decirle: «Padre nuestro que estás en el cielo.» En esta misma posición (homo erectus) puede mirar a los demás, amarles, hablarles y abrazarles. Tal es la altura desde la que Dios se nos revela, como dice el filósofo judío Levinas. La criatura nos enseña también el amor de Dios por los hombres y su deseo de alianza en su diferencia sexual. No separes, pues, nunca la materia del espíritu.

2. La Escritura nos dice que la muerte es fruto del pecado, y la Iglesia lo confirma. No quiero entrar en esta difícil cuestión del pecado original, pero sí tengo que decirte que la muerte no es la destrucción del hombre. Lo que Dios crea, no lo vuelve a «descrear». Así pues, no hasta con decir que cuando uno desaparece, Dios conserva en su corazón el proyecto que tiene para mí, de tal manera que lo puede continuar después de una interrupción. De ninguna manera, me dice la Iglesia. Dios no cesa de dialogar conmigo y no habla nunca con un puro proyecto. Lo que en mí hay de indestructible se llama el alma.

3. ¡Hablemos, pues, del alma! Además, está de actualidad, aunque desde fuera. Porque lo que la catequesis se olvida de mencionar nos viene siempre mal y desde fuera. Por eso es necesario clarificar este punto:

a) El alma no es lo que los paganos llaman el «doble», una especie de fantasma que saldría ileso de la batalla. Ciertamente, mi alma es inmortal, pero, cuando muero, paso por esa experiencia por entero. Mi alma no ve morirse a mi cuerpo, diciendo: «Pobrecito». La agonía afecta a todo el hombre. Más aún, porque tengo un alma es por lo que me veo morir, a diferencia de los animales. En mi lecho de muerte, la función del alma no es poner un pedazo de mí mismo al abrigo de la muerte. Su función es hacer que mi yo entero la traspase. No sólo es mi cuerpo el que muere, sino yo en persona. Amigo mío, te aconsejo que desees vivir tu muerte y abandonar este mundo con plena conciencia «para comulgar al morir», como decía Teillhard de Chardin.

b) El alma es, sin duda, inmortal, pero el cielo no consiste en eso. La vida eterna no es la propiedad química de un espíritu que, por sí mismo, durase siempre. La vida eterna es un don, el don de la salvación. Y ésta no consiste en sobrevivir como un producto de «larga duración», sino en comulgar. Por otra parte, la eternidad no consiste en estirar perpetuamente el tiempo. ¡Esto sí que sería lúgubre, como tú dices! En el cielo, el hombre no será una especie de pescado supercongelado o un bote de leche pasteurizado de duración infinita. Al contrario, en el cielo el hombre hervirá de ternura en presencia de su Dios y de sus hermanos reencontrados. «Sí, nos volveremos a ver, hermanos míos, esto no es más que un hasta luego.» el alma ha sido hecha inmortal de cara a su felicidad, felicidad que no está en su poder y que la sobrepasa. El paraíso no es una aburrida supervivencia, sino una alegría desbordante.

c) En la espera de la resurrección, el alma del difunto queda como asumida por el Cristo resucitado, que la guarda en su cuerpo. Por eso la Iglesia reza por los muertos durante la Eucaristía, y el sacerdote les recuerda mirando la hostia en el altar. Amigo, no busques a tus seres queridos desaparecidos en los recuerdos que te hayan dejado, por muy venerables que sean esos objetos; reencuéntrales comulgando con Jesús. Esto no te los «devolverá», pero estarás realmente unido a ellos en la fe. Díselo a los padres que hayan perdido un hijo, o a tu padre, si se ha quedado viudo. Las fotos se vuelven amarillas y los cabellos también; sólo permanece la fe.

4. Nuestro Dios nos promete la resurrección, que ya se ha realizado para Jesús y para María, pero todavía no para nuestros difuntos. La resurrección no es la reanimación de un cadáver que, como el de Lázaro, volviese a la vida anterior y tuviese que volver a morir (¡el pobre!). ¡Tanto más que al final de los tiempos la mayoría de los cadáveres seguramente se encuentren en un estado lastimoso! No «retomaremos la vida», como si volviésemos atrás en el tiempo. «Pues sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte ya no tiene dominio sobre EI» (Romanos 6,9). Es, pues, inútil buscar en la tumba. Escucha al ángel de Pascua: «No busques entre los muertos al que está vivo.» No quedan reliquias del Resucitado. Cree solamente que el Espíritu reconstituirá tu persona entera de una forma nueva, y no intentes imaginar cómo lo hará. En ti, el hombre será salvado, y no sólo el alma, en una especie de salto en el vacío indescriptible para desembocar en la ternura de Dios, donde hay sitio para todos. No vayas a imaginarte que el cielo está superpoblado y que hay crisis de viviendas. En la ternura de Dios hay sitio para todos. Ya se lo decía Pablo a los Corintios: que en su corazón hay sitio para todos (2 Corintios 6,12).

5. Me preguntas sobre el escenario del fin de los tiempos. ¿Habrá catástrofes terribles en la tierra y fenómenos espantosos en el cielo? Todas estas descripciones las tomas del Apocalipsis de Juan. Pero, ¿lees correctamente este libro? el objetivo del Apocalipsis no es predecir una fecha, ni describir espantos, sino hablar de la esperanza final para los perseguidos, anunciándoles un mundo completamente nuevo. «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Apocalipsis 21,5). Apocalipsis significa «revelación» y no «catástrofe». Deja a las sectas que hablen con profusión de las venganzas del Todopoderoso. Yo espero la vuelta de Cristo cantando: «Marana tha» (Apocalipsis 21,17), sin el menor miedo en el fondo del alma. Y para este mundo yo espero más bien una dulce y radiante aurora (Salmo 130,6) que una gigante explosión nuclear.

6. Amigo mío, deshazte de tus falsas ideas, que yo esquematizo así: la vida, la revida y la supervida.

a) Los materialistas dicen que sólo existe la vida terrestre. Los más generosos de entre ellos se ven pudrirse como una hoja en la tierra para hacer el estiércol del progreso de la humanidad. Los estoicos se resignan a esta dura ley de las cosas. Los epicúreos se consuelan reconociendo que han aprovechado a tope la vida. Algunos «místicos» creen que se van a disolver en el nirvana de la nada. En cambio, el cristiano cree de todo corazón en la promesa de su Cristo, que, además, conecta con el deseo más profundo del hombre.

b) Otros cuentan con una revida, es decir una o varias reencarnaciones, ya sea para purificarse, ya sea para completar su turismo, ofreciéndose una prolongación del viaje hasta hartarse. Afortunadamente no se muere más que una vez, y después de la muerte viene el Juicio (Hebreos 9,27). Sólo disponemos de una vida para decir sí o no a Dios, sin que haya un examen de recuperación después de un recorrido suplementario. El jardinero divino concede simplemente un año a su higuera improductiva para que se decida a dar fruto; después de lo cual, si sigue siendo estéril, la cortará (Lucas 13,6-9). El alma no es un espíritu autónomo que pudiera revestirse con diferentes disfraces, ni un motor para diversas carrocerías. La purificación no se obtiene mecánicamente; se produce como un acontecimiento interior; no procede de la necesidad, sino de la libertad. La puerta del cielo no será abierta por un controlador o un «gorila». Será el Abba, mi Padre querido, el que me acogerá en el umbral con sus grandes brazos abiertos.

c) Por último, otros esperan una supervida, que conciben como la prolongación de la existencia actual, pero muy mejorada, y creen ver el cielo en los fantasmas del enfermo en coma. En primer lugar, a lo sobrenatural no se le pueden poner trampas, ni enviarle una especie de globo sonda para hacer espionaje espiritual, ni se toma a la eternidad en flagrante delito de existir. Además, el más allá no es la prolongación del más acá. De lo contrario, al llegar al cielo, los esposos que se hayan vuelto a casar serían polígamos (Lucas 20,27-40). Cuando se cree esto, pronto se cae en el ocultismo.

7. Amigo mío, tienes que creer que la vida eterna es una nueva realidad que te es ofrecida por el Amor. La eternidad no tiene nada que ver con una duración ¡limitada y aburrida… hasta morir una segunda vez. No estriba tanto en la cantidad cuanto en la calidad. No propone una supervivencia de la vida terrestre, pero realizando todos nuestros caprichos. ¡Puro materialismo! La vida eterna no es la inmortalidad, sino la comunión: «estar con Cristo», eso es todo (Filipenses 1,23; 1 Tesalonicenses 4,17; Lucas 23,43). Lo único que pido al Señor es que, al llegar al paraíso, pueda encontrarme con tres grandes sorpresas:

a) Primero, la de encontrarme allí.

b) Segundo, la de ver allí a la gente que ya no pensaba encontrar.

c) Y, por último, la de descubrir a un Dios mucho más hermoso que todas las cosas bonitas que he escrito sobre el.

8. Después de haberte dicho todo esto, ya puedo responder a tu pregunta: « ¿Tiene miedo de la muerte?». ¿Cómo se puede tener miedo de pasar por la muerte para volver a encontrarse vivo? De ninguna manera. Deseo con todo mi corazón «estar con Cristo» y confío ciegamente en su palabra. No temo al más allá, porque, en lo esencial, no representa una incertidumbre para mí. ¿Miedo del trance de la muerte? ¿Miedo de sufrir? Sí, un poco. Pero me abandono en manos de Dios y cuento con mis hermanos y con la oración de la Iglesia. Cuanto más pienso en la muerte, para familiarizarme con ella, más me prohíbo imaginarme el escenario. «Padre mío, me abandono en ti.» Por eso la muerte se encuentra integrada en mi vida espiritual como un momento capital, y así se lo enseño a los demás cuando dirijo ejercicios espirituales. Quiero vivirla ya de antemano como un acto cotidiano. «Muero todos los días», decía San Pablo (1 Corintios 15,31), porque amar es morir un poco. Como Jesús la tarde de la Cena, la víspera de su Pasión, quiero que mi muerte sea, ante todo, un acontecimiento espiritual y no sólo algo biológico. En este sentido, «mi vida nadie me la toma, soy yo el que la da» (Juan 10, 17-18). No quisiera tener que improvisar el acto terminal de mi existencia, mi última ofrenda. Si no muero de repente, quisiera que mis amigos me acompañasen desde el momento en que el médico me hiciese ver lo irreversible de la situación para entrar en el «morir» con un acto perfecto de oblación y la celebración de la unción de enfermos.

Pero no creas que todo eso me paraliza. Al contrario, en ello encuentro una formidable razón para vivir y un gusto furioso por la vida…

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