Un modo excelente de asegurar los frutos es convertirte en evangelizador de tu propio ambiente.
Ser evangelizador allí donde estés, hagas lo que hagas; evangelizador de tu propia familia, en tu escuela, en tu trabajo, entre tus propios amigos, en tu ambiente social, en el viaje o en el descanso. Tu vida, a partir de ahora, será una misión continua, porque así te lo ha pedido Cristo con su mandato, porque así lo requiere la situación actual de la Iglesia, porque así lo exigen las delicadas circunstancias históricas y tu vocación evangelizadora.
Hay que salir a predicar.
Para salir a predicar a Cristo hay que levantarse, dejar de lado el pecado, la mediocridad, la indiferencia. Tú sabes cuál es la enfermedad que te impide levantarte, pero Cristo puede curar y sanar por completo las heridas. Basta con abrir el corazón a sus palabras y obedecerlo levantándote de tus propias miserias y superando las actitudes de pereza o cobardía. Para predicar el Evangelio hay que ponerse en pie, como le pidió Cristo a san Pablo en el camino de Damasco (cfr. Hch. 26, 16).
Ante tus ojos se extiende el gran campo del mundo, listo para la siega. Otros lo han sembrado y regado con su sangre. A ti te corresponde ahora ir a recoger los frutos de la semilla que Dios ha sembrado en las almas. El mundo te espera porque espera a Cristo. Espera de tus labios la buena noticia. No puedes cerrarte a la voz de Cristo que te envía al mundo. No puedes quedarte ocioso sin hacer nada, mirando al cielo, como los apóstoles el día de la Ascensión (Hch. 1, 10). El Reino te pide una acción urgente. No hay tiempo que perder. Es necesario que te pongas en marcha. Aquí. Ahora. Como dijo el Santo Padre:
Hoy no es tiempo de ocultar el Evangelio, sino de predicarlo sobre los tejados (homilía en Foligno, 20 de junio de 1993).
Llevas en tus manos el tesoro de la fe que vale más que la vida misma; la fe que es luz y fuego.
Tú eres esa luz que ha de brillar en el mundo. Eres fuego que debe quemar, sal que está destinada a preservar al mundo de la corrupción del mal. Eres las manos por las que Cristo quiere sanar y salvar, la boca por la que Cristo proclamará el Evangelio al mundo.
La antorcha de la fe que has recibido como un tesoro incalculable ha llegado a ti a través de una cadena que se remonta a los apóstoles y a Cristo mismo. Con esta antorcha puedes iluminar a una, a cien, a miles de personas. Es una cadena de salvación de la que eres un eslabón insustituible. Si la cadena se rompe, otros muchos quedarán en la eterna oscuridad.
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