Aunque no sean conscientes del todo, los hijos son una motivación para sus padres de ser mejores, es decir, santos y siempre fieles en la verdad, el bien y el amor. El Catecismo nos señala con mucha exactitud que la educación de los hijos, aunque se les confíe a los maestros de alguna escuela y a los catequistas, es responsabilidad principal de los padres de familia. Por esta razón, los padres tienen el deber de elegir la escuela y la parroquia que mejor les ayuden en su tarea de educar integralmente a sus descendientes.
Los hijos, a su vez, contribuyen al crecimiento de sus padres en la santidad. Todos y cada uno se concederán generosamente y sin cansarse los perdones mutuos exigidos por las ofensas, las discordias, las injusticias y las omisiones. El afecto mutuo lo reclama. La caridad de Cristo lo exige (cf Mt 18,21-22; Lc 17,4).
Durante la infancia, el respeto y el afecto de los padres se traducen ante todo por el cuidado y la atención que consagran en educar a sus hijos, en proveer a sus necesidades físicas y espirituales. En el transcurso del crecimiento, el mismo respeto y la misma dedicación llevan a los padres a enseñar a sus hijos a usar rectamente de su razón y de su libertad.
Los padres, como primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de elegir para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones. Este derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber de elegir las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos. Los poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar las condiciones reales de su ejercicio. De igual modo, podrán elegir el centro de catequesis que más favorece la educación integral de su prole.
Cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho de elegir su profesión y su estado de vida. Estas nuevas responsabilidades deberán asumirlas en una relación confiada con sus padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán dócilmente. Los padres deben cuidar de no violentar a sus hijos ni en la elección de una profesión ni en la de su futuro cónyuge. Este deber de no inmiscuirse no les impide, sino al contrario, los obliga a ayudarles con consejos juiciosos, particularmente cuando se proponen fundar un hogar.
El estado de vida en la soltería es una vocación auténtica. Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus padres, o sus hermanos y hermanas, para dedicarse más exclusivamente a una profesión o por otros motivos dignos. Estas personas pueden contribuir grandemente al bien de la familia humana.
Pidamos al “dueño de la mies” que cada familia sea un centro importante de crecimiento humano y espiritual para todos, especialmente los hijos, y que con la luz del Espíritu Santo y los buenos consejos y ejemplos de los papás, puedan los descendientes encontrar y vivir la llamada de Dios con una fiel y generosa respuesta.
Texto basado en: Catecismo de la Iglesia Católica, 2227-2231. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 48; Gravissimun Educationis, 6.
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