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Los talentos
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Los talentos

No creo que la parábola de los talentos, (Mateo 25, 14-30; Lucas 19,11-28), se relacione con el mundo financiero. Ni creo que se preste a una utilización pedagógico-moral, en el sentido de que hay que negociar con los talentos, las capacidades, la inteligencia y la voluntad. Porque pienso que aquí no se trata de dones naturales y mucho menos de dones materiales. Mas bien me parece que Cristo se refiere a aquellas riquezas sobrenaturales que Él mismo nos ha dejado al irse. El oro, las riquezas son sus dones, sus gracias.

Con esto no queremos decir que un artista no deba desarrollar su genio y que cada uno de nosotros no deba hacer funcionar la fantasía y poner a trabajar las capacidades naturales de las que está dotado. Pero no es necesario referirse a la parábola para llegar a estas conclusiones de sentido común.

Aquí se trata del hombre nuevo, del hombre redimido en Cristo. Se trata de su capacidad de aprovechar y hacer trabajar los dones recibidos: su fe, su esperanza, su caridad, su apertura a la palabra de Dios, su vida de oración, su disponibilidad al Espíritu, su amor mismo que caracteriza nuestra relación con Cristo.

Y la pregunta es, entonces: ¿Qué hemos hecho? ¿Y qué estamos haciendo? ¿Dónde hemos sembrado la palabra, a quién hemos contagiado con nuestra fe, a que personas hemos puesto en pie con nuestra esperanza, cuánto amor y amistad hemos dado, de qué actos de coraje nos hemos hecho protagonistas bajo la fuerza del Espíritu?

Cualquier ambiente puede convertirse en lugar donde “se negocie” este oro, estos dones. Hasta los bancos – en la parábola se dice preci-samente que hay que dirigirse a los banqueros. Sí, un cristiano puede y debe entrar también en un banco. Para difundir la palabra, para dar testimonio, naturalmente. No para depositar lingotes de oro. No existen situaciones y lugares cerrados a la presencia cristiana.

El espectáculo más deprimente es el que ofrece un cristiano que esconde su talento, que enmascara su fe, disimula su pertenencia a Cristo, sepulta la palabra sofocándola bajo un montón de palabrería, no la deja convertirse en vida, en amor, en grito de justicia y de verdad.

No se trata de guardar, sino de sembrar. La rendición de cuentas ha de hacerse sobre los frutos. No es cuestión de una simple restitución. El dinero guardado intacto se convierte en motivo de condenación, no en elemento de salvación.

Ningún cristiano puede presentarse ante su Señor y decir, como el siervo negligente y holgazán: “Aquí tienes lo tuyo. No lo he tocado para nada. No lo he malversado”. El discípulo fiel tiene que anunciar: “Ha cambiado todo gracias a tu don. Lo tuyo se ha hecho mío, se ha hecho nuestro, se ha hecho de todos”.

Y el “y escondí en tierra tu talento”” ¿acaso no es el miedo al riesgo, el riesgo de creer, el riesgo de luchar, el riesgo de trabajar por el Reino y, sobre todo, el riesgo de amar? Quien ama tiene derecho a exigir mucho. Dios tiene derecho a pedir riesgo, coraje, responsabilidad.

La relación con Dios no es una relación servil, reducida a una miserable contabilidad de números. Siendo una relación de amor, la contabilidad puede ser solamente desproporcionada y ajena a los cálculos razonables.

Queridos hermanos, el Evangelio de hoy nos pide no esperar la vuelta del Señor cruzados de brazos, sino nos invita a trabajar fielmente con los dones recibidos, para que produzcan frutos abundantes, maravillosos. Cuidémonos, por eso, de no ser descalificados al final de nuestra vida por el Juez Divino como siervos flojos, inútiles, cobardes o indiferentes.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt

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