Según una crítica más o menos reciente, la Iglesia católica insistiría mucho en vivir los mandamientos y ofrecería poca espiritualidad a los bautizados para cumplirlos.
La crítica es errónea, pero permite reflexionar sobre un aspecto central de la vida cristiana: el encuentro con Cristo.
Porque no somos católicos simplemente para vivir según ciertas normas, para guardar los mandamientos, para alcanzar un buen nivel ético.
Somos católicos porque antes hemos descubierto el Amor tan grande que Dios nos tiene y que se ha manifestado en la Encarnación del Hijo.
«En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4,10 11).
Lo primero, siempre, es dejarse amar. Solo quien se siente amado, quien descubre que sus pecados atraen la mirada misericordiosa de Dios, puede iniciar un cambio de conversión radical.
Sin ese descubrimiento, seguramente podremos realizar obras buenas, pero no llegaremos a la plenitud del amor ni comprenderemos el sentido completo de la existencia humana.
Además, frente a tantas debilidades, pecados, injusticias, necesitamos descubrir que sin Dios no somos capaces de empezar una nueva vida, y que ese Dios vino al mundo para desvelarnos el Camino hacia el amor verdadero.
«En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos» (Rm 5,6). Desde ese momento, los débiles empezamos a tener una fuerza interior maravillosa.
Por eso, un buen católico nutre su corazón desde la verdadera espiritualidad, desde la acogida de Dios que viene y mendiga nuestro amor, y que provoca cambios antes insospechados.
Vivir los mandamientos, trabajar por el bien de la Iglesia y de los hombres, anunciar el Evangelio a los que no conocen a Cristo, son simples consecuencias de una espiritualidad rica, que nace de la experiencia del amor.
Es entonces cuando podemos hacer nuestras las palabras de San Pablo: «y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20).
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