Nadie, ni siquiera un padre, puede exigir, como si fuera un derecho, ser amado. El amor es por definición libre y gratuito. Un amor impuesto no es amor. Tampoco Dios te obliga a amarlo. El Dios que Jesús te revela es el Dios de la vida y la libertad. Porque es Padre, quiere que sus hijos lo amen libremente. El te ofrece siempre su amor, pero tú puedes acogerlo o rechazarlo. Dios desea, espera tu amor, pero no lo exige. A tí te toca tomar la decisión de permanecer en su casa participando de todo lo que él tiene (Lc 15, 31) o partir hacia un país lejano y allí dilapidar todos los bienes recibidos de Dios.
El Padre no puede obligarte a que te quedes en casa. No puede forzar tu amor. Tiene que dejarte ir libremente sabiendo incluso el dolor que aquello causará en ambos. Fue precisamente el amor lo que impidió que retuviera al hijo a toda costa. Fue el amor lo que le permitió dejar a su hijo que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de per-derla. Aquí se desvela el misterio de tu vida: eres amado en tal medida que eres libre para dejar el hogar. La bendición está allí desde el principio. Puedes rechazarla y seguir rechazándola. Pero el Padre continúa esperándote con los brazos abiertos, preparado para recibirte.
Jesús te hace ver claro que tú, lo mismo que El, tienes tu casa junto al Padre. Pidiendo al Padre por sus discípulos, dice: “ellos no pertenecen al mundo, como tampoco perte-nezco yo. Haz que ellos sean completamente tuyos por medio de la verdad, tu palabra es la verdad. Yo los he enviado al mundo como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me ofrezco enteramente a ti, para que también ellos se ofrezcan enteramente ti por medio de la verdad” (Jn 17, 16-19). Estas palabras revelan cuál es tu verdadero hogar, tu auténtica morada, tu casa. La fe es la que te hace confiar en que el hogar siempre ha estado allí y en que siempre estará allí. Las manos firmes del padre que descansan en los hombros del hijo son una bendición eterna: “tú eres mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). Es una fiesta…
No estás acostumbrado a imaginarte a Dios dando una gran fiesta y menos por tí. Sin embargo Jesús te habla del Reino como de un banquete (Mt 8,11), de una fiesta de casamiento (Mt 22,4). Es una invitación a intimar con Dios y siempre hay quienes re-chazan participar… El mismo se entrega en el banquete de la última cena.
Celebrar forma parte del Reino de Dios. El no sólo ofrece perdón, reconciliación y sa-nación, sino que invita a todos a festejar. “Alégrense, dice el pastor, he encontrado la oveja que se había perdido”(Lc 15, 6). “Alégrense, dice la mujer, he encontrado la mo-neda que había perdido” (Lc 15, 9). “Alégrense, dice el padre, este hijo mío estaba perdido y ha sido encontrado”( Lc 15, 24).
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