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Multiplicación de los panes
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Multiplicación de los panes

Como ya en el tiempo de Jesús, así también hoy el pan de cada día sigue siendo el problema principal para la mayor parte de la humanidad. Y los hombres de hoy no sufren sólo hambre del cuerpo, sino también hambre del espíritu, hambre del corazón, hambre de fraternidad y de amor.

Y nos damos cuenta que esto pasa porque los cristianos no hemos tomado muy en serio el mensaje del Evangelio, porque después de más de 2000 años de cristianismo no hemos logrado construir todavía un mundo de fraternidad.

Es Jesucristo quien alimenta a los hombres con su palabra de vida y, como en el Evangelio de hoy, les da de comer pan. Pero no sé si Uds. han notado la disposición que Jesús exige, antes de realizar este milagro, la orden que da, la condición que impone.

Un acto de confianza.
Ante todo, les pide un acto de confianza, un gesto de entrega en sus manos: les manda sentarse en el suelo. Mientras están de pie, no dependen más que de ellos mismos: conservan al menos la posibilidad de buscar comida ellos mismos. Pueden encontrarse con un amigo, con un vendedor ambulante, pueden ir a buscar algo a otro sitio, pueden marcharse.

Pero al tomar asiento están renunciando a toda posibilidad de bastarse a sí mismos. No tendrán más remedio que entregarse a Él, confiarse a Él.

Cuando oyen esta invitación a sentarse, yo creo que no pocos dudan. Su exigencia les muerde el corazón, luchan en su interior con la inquietud, con el miedo, con el orgullo. Les pide precisamente lo que menos ganas tienen de darle. Porque se sienten intranquilos, agitados por el hambre. Y Él les pide que se tranquilicen, que se entreguen a Él, que tengan confianza en Él. ¿Van a fiarse de Él? ¿Van a creer que es capaz de alimentarlos? ¿Van a darle, por lo menos, la oportunidad para mostrarlo?

¿Qué hubiéramos hecho nosotros en su lugar?
¿Qué sentiríamos nosotros el día en que por primera vez nos encontráramos en la necesidad de decirle sinceramente: danos hoy nuestro pan de cada día? ¿No nos veríamos tentados de intentar cualquier otra cosa, en vez de recurrir a Dios? ¿No sería terrible tener que admitir que no tenemos ningún otro recurso más que Él?

En fin, algunos, en un verdadero acto de fe, se sientan – quizá con los ojos cerrados. Luego, les van siguiendo los demás. Muchos vacilan todavía hasta decidirse, abandonarse. Y entonces hay un momento extraordinario, en el que los 5000 se sientan, en el que todos juntos hacen un acto de fe.

Y cuando el pan empieza a circular entre sus manos, cuando cada uno se queda con todo lo que quiere, y cuando ven que todavía sobra – pienso que entonces ya nadie se extraña demasiado. El verdadero milagro se ha realizado antes. El verdadero milagro lo ha hecho Jesús con ellos mismos: era el milagro de su fe y de su amor.

También a nosotros se nos pone la misma condición, la misma exigencia: ¿Creemos nosotros en Él? ¿Creemos que Cristo es capaz de saciar nuestra hambre? ¿Creemos que Él puede cambiar nuestra vida, llenarla, renovarla?

Tenemos fe en todo el mundo, excepto en Dios.
Y si somos sinceros, me parece que estas cuestiones nos dejarán muy inseguros e inquietos. Queremos creer, deseamos creer, pero nos cuesta vivir de la fe. Tenemos fe en todo el mundo, excepto en Dios.

Ponemos nuestra salud en manos de un médico, de un cirujano. Entregamos nuestro dinero a un banquero. Y nuestra vida la ponemos en manos de cualquier chofer, a pesar de todos los accidentes que ocurren. La vida no sería posible sin confiar en los demás.

Sólo en Dios no confiamos, o confiamos poco. Estamos convencidos de que sabemos conducir mucho mejor que Él. Apenas nuestra vida da un viraje un poco brusco, se detiene o acelera más de le normal – y ya nos ponemos a dar gritos de angustia.

Imaginémonos un viaje familiar en el que todos los hijos desconfían de su padre que está manejando el coche: le critican por todo el camino; le gritan ante cualquier obstáculo… sería un viaje horroroso.
Pero eso es lo que hacemos muchas veces con Dios.

Siempre encontramos motivos muy razonables para no creer.
La fe sigue siendo siempre un acto por encima de nuestras fuerzas naturales, una gracia a la que tenemos que abrirnos, una oscuridad que tenemos que soportar. La fe es tener la luz suficiente para poder movernos con confianza en un margen de oscuridad.

Queridos hermanos, que Cristo nos dé la gracia de una fe profunda, una entrega sin reservas, una confianza total en Él y en su amor.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt

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