Cicerón, en su Epistolae ad familiares, escribió: «Stultorum plena sunt omnia»; que significa algo así como que «en todas partes abundan los necios». Tal vez sea yo uno de esos necios: que nadie piense que este es el ejercicio de soberbia de un tipo con complejo de superioridad. Nada de eso. Pero es verdad que hay muchas almas cortas incapaces de entender la complejidad de la realidad; personas incapaces de captar la amplia gama de grises que hay entre el blanco y el negro y que tienen la necesidad de estar permanentemente juzgando al prójimo y etiquetándolo con rótulos tan simples como falsos.
Cuando llegué a Murcia para dirigir el Colegio CEU San Pablo, alguien, sin conocerme y maliciosamente, había hecho correr el bulo de que yo era una especie de integrista fanático y peligroso: algo así como un ayatolá del catolicismo o la reencarnación de Torquemada. Fíjense hasta qué punto se llegó, que mi hija mayor llegó a casa asustada, a los dos o tres días de empezar a clase: «Papá: en el colegio están diciendo cosas horribles de ti. Dicen que vas a poner la falda del uniforme hasta los tobillos y que vas a prohibir ir a la piscina». Obviamente, mi hija me conoce y sabía que todo aquello era un puro esperpento. La mentira duró el escaso tiempo que tardaron los profesores, los padres y los alumnos en conocerme un poco. En pocas semanas, se puso de manifiesto la mala fe de la mentira, porque «antes se coge al mentiroso que al cojo». Y después de unos pocos años, creo que no miento al afirmar que me marché del CEU con el afecto y el cariño de la mayoría de profesores, padres y alumnos (aunque, como es obvio, nunca llueva a gusto de todos); y con la cabeza alta y la conciencia tranquila.
Pero siempre habrá quien confunda la integridad con el integrismo y el fanatismo con la búsqueda de la Verdad. Dice la Encíclica Lumen Fidei del Papa Francisco, en su punto 34:
«La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre. Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos».
Los católicos conocemos la Verdad, que es Cristo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Y no tenemos miedo a la verdad porque la Verdad es Dios. Por eso, fue la Iglesia quien fundó las primeras universidades. Nosotros no somos enemigos de la ciencia ni de la filosofía. Cuanto más cerca estemos de la Verdad, más cerca estaremos de Dios. Y por eso, debemos combatir las mentiras: Satanás es el Padre de la Mentira.
Pero nuestra verdad – esa Verdad que nos posee a nosotros, más que poseerla nosotros a ella – es la verdad del amor. La Verdad de Dios es el Amor: esa es la esencia de nuestro Creador y Señor. Y el amor no se impone por la fuerza ni se usa como arma arrojadiza contra los demás. En 1936, Ramiro de Maeztu lo expresaba maravillosamente en un artículo titulado, precisamente, «Dios es amor»:
«Pero es que muchas gentes no se han enterado de que Dios es amor. Si fuera meramente poder estaría en sus manos hacer un mundo en el que desaparecieran los dolores y los males. Todos los hombres seríamos entonces para con Dios lo que son para nosotros los perros cariñosos y obedientes. Nos quieren mucho, lo queremos mucho; pero nuestro amor es solamente de misericordia. No es el amor que tenemos a nuestros hijos cuando pueden ser malos y son buenos. Entonces surge el amor pleno y satisfecho, que es el amor de complacencia. Y Dios quisiera poder querernos con ese amor de complacencia. Para eso nos hizo libres. Acaso para eso hizo tan hermoso el mundo y sus criaturas».
Efectivamente, Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Y nos creó libres:
«El hombre puede dirigirse hacia el bien sólo en la libertad, que Dios le ha dado como signo eminente de su imagen: Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión, para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa». Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 135.
El respeto a la dignidad de todo ser humano implica necesariamente el respeto a su libertad. No podemos obligar a nadie a creer en nada ni a dejar de creer. La fe se propone con la palabra y el ejemplo; pero no se impone violentando la libertad del prójimo. El respeto a la libertad del otro va mucho más allá de ese concepto «progre» de «tolerancia» que tanto se invoca a todas horas: «tolerar» implica sufrir aquello que no se soporta; «Respetar», en cambio, entraña veneración y miramiento hacia el prójimo.
Lo cierto es que ser un católico normal cada vez resulta más complicado. Para los laicistas somos unos integristas porque, por mucho que se empeñen, no aceptaremos jamás la dictadura del relativismo. La dignidad de la persona no se puede relativizar. El sufrimiento del parado no es relativo. El dolor de los emigrantes y de los refugiados no es relativo. Que el aborto consista en matar a un ser humano inocente no nacido no es relativo ni «consensuable». Que haya miles de hombres, mujeres y niños que sufran cada día el hambre, la explotación laboral, la represión de las dictaduras, el espanto inhumano de la esclavitud o la crueldad de la guerra, tampoco es relativo. Los católicos defendemos principios que no son negociables y eso para los fieles de las ideologías ateas resulta intolerable.
Pero también hay sectores ultratradicionalistas, filolefevristas y ultras en general (son pocos; pero haberlos, hay los) que no se acaban de enterar de que Dios es Amor y de que el hombre es libre. Para ellos, católicos como yo somos liberales echados a perder y merecedores de las penas del infierno por preferir la democracia a los regímenes dictatoriales y autoritarios, sean estos de derechas o de izquierdas; fascistoides, teocráticos o comunistas. No entienden ese concepto de «sana laicidad» sobre el que tanto predicó Benedicto XVI y añoran una España católica, con Inquisición y Caudillo incluidos, que si Dios quiere, no volverá nunca. Evangelizar consiste en anunciar a Cristo, sin imposiciones ni coacciones, para santificar la vida de España y del mundo; y eso pasa por la conversión de cada uno. Pero no habrá auténtica conversión sin una decisión libre de la persona, sin una adhesión libre a Cristo (y ello con la gracia de Dios: el puro voluntarismo tampoco es suficiente).
La incomprensión la está sufriendo también el Papa Francisco: los progres manipulan a diario sus palabras para hacer que el Santo Padre diga lo que a ellos les gustaría que dijera, pero nunca dijo. A muchos les gustaría que el Papa se pronunciara a favor del aborto, del matrimonio homosexual o del divorcio; pero el Papa es el Papa y no va a dejar de predicar la santa doctrina de la Iglesia. Y también hay unos cuantos ultratradicionalistas, filolefevristas y ultras en general que consideran al Papa Francisco como un hereje a quien tachan poco menos que de ser el Anticristo (para algunos lo es sin la menor duda). Porque a los ultras les gustaría también que el Santo Padre fuera lo que ellos quisieran que fuera y no lo que es. El Papa anuncia un Dios que es Amor, un Dios que es un Padre misericordioso que no quiere aplastar la voluntad de sus hijos, aunque muchas veces la empleemos mal. Y eso hay quien no lo entiende. El Reino de Dios no se impone con el hierro ni el fuego, sino que se cimenta en la Cruz de Cristo, que es la que nos redime. Nuestra mejor vacuna contra el fanatismo siempre será el amor.
En fin: siempre habrá quien confunda integrismo y fanatismo con autenticidad, coherencia o integridad; o quien, por el contrario, equivoque la cruz con la espada; o la fe, con la hoguera. Entretanto, y aunque caigamos mil veces, tratemos de seguir siendo fieles a Cristo y a su Iglesia y procuremos amar a nuestro prójimo. También a los necios, aunque se empeñen en ponernos etiquetas: unos que si integristas, los otros que si liberales Allá ellos. ¡Qué le vamos a hacer! Y es que, como escribió Cicerón en su Epistolae ad familiares: «stultorum plena sunt omnia».
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