Entrar en las iglesias está muy bien, rezar a Dios con devota costumbre es algo fenómeno (y de lo más necesario), enternecerse con el repique de las campanas o el incienso o un párrafo ascético es un buen signo, gustar de estampas y novenas o pulseras de imágenes de santos o coleccionar rosarios o devocionarios o hacerse un tatuaje de san Teobaldo pues resulta estupendo, frecuentar la compañía de benditos sacerdotes nunca está de más, ponerse un capirote en Semana Santa y sacar en procesión el alma o el folklore (que eso depende de cada uno) a mí me emociona, y adentrarse en tinglados eclesiales o pastorales es una clara postura de sacar la cara por Cristo, y yo lo admiro. Sí, todo eso está muy bien. Y muchas más cosas que olvido ahora y que son maravillosas en la riquísima variedad de formas y maneras de amar a Dios.
Pero, al menos yo, siempre he sentido el impulso de no hacer raro lo cristiano, porque no lo es (y tampoco digo que lo que he dicho antes sea por completo raro). De hacerlo más natural y vivo y cotidiano. De no orillarlo en los reclinatorios, o en los pasos, o en los etcétera de las capillas. Siempre he sentido la urgencia de cristianizar la calle, la universidad, la compra, los bares y sus aperitivos, la literatura y lo más mío, a base de avemarías o de un diálogo fluido con Dios. Con mi vocabulario. Y le hago partícipe a Dios del tráfico, de mis cabreos, de esa chica y su belleza, de las noticias, de mi pereza… Todos los días y a todas las horas. Él y yo. Que lo que yo haga o diga no reniegue de Cristo. Siendo un tipo normal, sin rarezas. Sin un empacho de cosas pías o prosapias clericales.
La verdadera piedad siempre me ha parecido, pues eso, mi vida corriente en la intimidad de Dios. Entera. No sólo un aspecto o un tiempo o un paréntesis. No. Toda ella en unidad de vida y de entrega. En el templo donde me muevo, que es el mundo. Y eso es lo que más atrae, sin dudarlo. Soy lo que soy: mi familia, mi trabajo, mis amigos, mis lecturas, mis artículos de prensa. Y mis meteduras de pata y los malos versos. Cristo no es raro, lo hacemos raro nosotros, con rocambolescas acciones y aburridas caricaturas y estrambotes. Y sobre todo lo hacemos raro con nuestra incoherencia de hechos y esa extraordinaria laxitud para lo divino. Yo el primero. O siendo unos plastas monotemáticos, o creyéndonos siempre los reyes del mambo. Y las almas se espantan. ¿Qué esperábamos? ¿Qué espero? ¿Qué haría yo? Pues lo mismo: irme lo más lejos posible de esa persona que cada vez que me ve me suelta un sermón o insiste en pesados ardides y soflamas que ya imaginan ustedes.
El católico no se hace el normal o el simpático. El católico es normal y puede ser simpático (no todos tiene ese don, los hay que son más serios o tiesos, o hasta insoportables, como todo quisque). Nada más lejos de la piedad que la piadositis, nada más lejos de la santidad que la santurronería. El que atrae es Cristo, no nosotros, no yo, que soy la mayoría de las veces un estorbo. Y Cristo quiere unos cristianos alegres, poetas de su trabajo, zambullidos en su familia y demás relaciones sociales. Y en medio de todo y de todos hacer oración y vivir de fe. En esa reunión o en los semáforos. Con gracia humana y con gracia divina. Sin esforzarnos por parecer lo que no somos, o disimular el alma entre los avatares de la jornada. Todo lo contrario. Orgullosos de ser lo que somos y levantando bien alto el pabellón de nuestros ojos enamorados de Dios. Esa mirada limpia, que por si sola es toda una catequesis. Esa mirada católica, tan moderna, tan inconformista. Esa mirada que sólo con mirar reza y comprende, e imanta a muchas otras para seguir los pasos de Cristo.
Comentarios al autor: guilleurbizu@hotmail.com
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