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No soy digno
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No soy digno

Si se entiende bien, ante este tipo de dificultades para responder a la vocación diría que se puede pasar por alto la incompetencia, pero no la pusilanimidad: alma encogida, insuficiencia moral, desmoralización. Me explicaré -espero- de modo que se comprenda, trayendo a nuestra consideración un conocido pasaje del Evangelio.

San Lucas relata que Jesús se subió un día a la barca de Pedro para predicar desde allí a la multitud y, al terminar, pidió a Pedro que llevara la barca mar adentro (es el Duc in altum!, ¡mar adentro!, que nos ha repetido Juan Pablo II como consigna para el tercer Milenio cristiano) y echara las redes para pescar. Pedro le respondió que habían estado toda la noche bregando y no habían pescado nada, pero añadió: «sin embargo porque tú lo dices echaré la red». Así lo hizo y quedó atónito, impresionado, al ver que casi no podían sacar la red del agua de tantos peces como habían cogido. Entonces se echó de rodillas a los pies de Jesús, con la cabeza inclinada hasta el suelo, y le dijo: «apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 1-11).

Al ver el prodigio que había hecho Jesús contando con su obediencia, Pedro se asustó, porque se consideraba indigno de servir de instrumento a tales milagros. Pero Jesús le dijo: «no temas. Desde ahora serán hombres lo que tendrás que pescar». No sólo no considera que la indignidad de Pedro sea un obstáculo, sino que se apoya en su humildad para hacerle capaz de atraer a Dios a una muchedumbre incontable de hombres y mujeres, como sucedió ya durante su vida.

Por supuesto que somos indignos de que Dios nos elija para servirse de nosotros como instrumentos: sería grotesco que no nos diéramos cuenta. Pero ya hemos dicho que Dios no nos llama por nuestros méritos (Pedro, con toda su experiencia y su dominio del oficio, había estado toda la noche faenando en vano), sino porque quiere; por eso basta que reconozcamos nuestra indignidad y le hagamos caso, fiándonos de Él, para dar con nuestra vida obediente un fruto maravilloso.

Me parece muy lúcida esta manera de explicar cómo la indignidad y la humildad de los santos hacen que Dios se luzca en los frutos: «Un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí. Un santo es un pobre que hace su fortuna desvalijando las arcas de Dios. Un santo es un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza. Un santo es un imbécil del mundo -stulta mundi- que se ilustra y se doctora con la sabiduría de Dios. Un santo es un rebelde que a sí mismo se amarra con las cadenas de la libertad de Dios. Un santo es un miserable que lava su inmundicia en la misericordia de Dios. Un santo es un paria de la tierra que planta en Dios su casa, su ciudad y su patria. Un santo es un cobarde que se hace gallardo y valiente, escudado en el poder de Dios. Un santo es un pusilánime que se dilata y se acrece con la magnificencia de Dios. Un santo es un ambicioso de tal envergadura que sólo se satisface poseyendo cada vez más y más ración de Dios… Un santo es un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle. Y Dios se deja saquear por sus santos. Ése es el gozo de Dios. Y ése, el secreto negocio de los santos» (P. Urbano, El hombre de Villa Tevere).

Ya se ve que lo decisivo aquí es el amor impresionante de Dios por el hombre, que nos da motivos para esperarlo todo de Él. El quid de la santidad es una cuestión de fe, de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el «yo hago», «yo lo haré», como el «hágase en mí» de aquella muchacha desconocida de Nazaret a la que Dios comunicó que la había elegido para ser Madre de su Hijo.

Las realidades grandes empiezan con humildad: «No te elegí porque seas grande, por el contrario eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido porque te amo» dice el Señor al Pueblo de Israel en el Antiguo Testamento. Ciertamente, Dios no nos elige por nuestra grandeza; al contrario, la grandeza de Dios entra en nuestra vida cuando nos abrimos humildemente a sus planes amorosos, como nos enseña la Virgen María, que después de haber concebido en su seno purísimo al Hijo de Dios, canta, llena de humilde alborozo: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se llena de gozo en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Desde ahora me llamarán bendita todas las generaciones, porque el Todopoderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1, 46-49).

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