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¿Qué sentido tiene ofrecer cosas a Dios?
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¿Qué sentido tiene ofrecer cosas a Dios?

Seguramente desde chicos hemos aprendido a ofrecer a Dios distintas realidades de la vida, sobre todo las desagradables. Cuando llegaba la hora de tomar un jarabe de gusto desagradable, de un dolor, de una derrota futbolística, etc., nuestra madre con un sencillo «ofrécelo a Dios» despachaba la cuestión. Incluso quizá, en algunos momentos, nos ha llegado a molestar que nos lo dijeran, ya que no aceptábamos aquello y, por tanto, menos queríamos ofrecerlo.

Con el tiempo y más formación, posiblemente habremos ampliado el espectro de los ofrecimientos hacia los deberes de la vida -las cosas que debíamos hacer con responsabilidad-, dándonos cuenta de no sólo era una obligación a cumplir (el estudio, el trabajo, etc.) sino algo que podíamos ofrecer al Señor.

Y, si avanzamos más en la vida cristiana, el amor a Dios no habrá llevado más lejos, haciéndonos ver que no sólo podíamos ofrecer las caras molestas y responsables de la vida, sino que también es lógico «compartir» con El las cosas agradables y placenteras.

Es un tema que nos suena conocido, pero en que quizá no hemos profundizado lo suficiente.

Cuando no se entiende el por qué

El encuentro con personas que no entienden el sentido de ofrecer a Dios trabajos, sacrificios, dolores, etc., me ha sugerido escribir sobre este tema. Personas que cuando se les plantea la cuestión preguntan desconcertadas ¿acaso Dios necesita algo de nosotros?, ¿qué gana si yo le ofrezco esto?, ¿para qué le sirve que se lo ofrezca?, ¿acaso le hace algún bien a Dios?

Y tienen razón. Si la cuestión acerca del sentido y valor del ofrecimiento se plantea desde nuestra perspectiva utilitarista, es difícil de entender. Mirado así, efectivamente, no parece que pueda servir de mucho. Efectivamente, si lo lleváramos a un plano personal, qué pensaríamos si nos ofrecieran cosas que no nos sirven, ni necesitamos, ni nos interesan… quizá no estaríamos demasiado agradecidos. ¿Para qué quiero yo un elefante, o un traje de novia, o 10 Kg de cemento, o un karting…? Posiblemente esos regalos me crearían un problema que no tengo: ¿qué hago yo con esto?

Aplicado a Dios, uno se podría preguntar ¿qué hace con mi estudio?, ¿qué le cambia si yo se lo ofrezco?, ¿para qué le sirve mi dolor de muelas?, ¿qué hace con la carne que no como los viernes…? y así podríamos seguir con infinidad de ejemplos.

Pero el asunto no es qué gana Dios, sino qué gano yo. Aquí radica la verdadera perspectiva. Porque Dios me pide cosas que El no necesita, pero que yo sí necesito. Me pide para dar. Exige para entregarse.

Por otro lado, el ofrecimiento santifica lo ofrecido, y hacerse santo santificando la vida es lo más útil del mundo…

De manera que nos vendrá muy bien entender mejor qué sentido tiene ofrecer, para qué lo hacemos, qué pasa cuando lo hacemos (que es lo que hacemos realmente al ofrecer algo). Para llenarlo de sentido, descubrir su valor y sobre todo ganarnos el cielo.

Veamos siete perspectivas de la santificación del trabajo.

1. Una cuestión de amor

Dios manifiesta su amor aceptando nuestro ofrecimiento

Obviamente Dios no nos necesita. El no saca ningún provecho de lo que nosotros le podamos ofrecer. No gana nada. Por otro lado, todo es suyo, eso que le queremos ofrecer… ¡lo ha creado El mismo!

Pero no todo en la vida es cuestión de utilidad… La cuestión más radical no entra en cálculos de practicidad: el amor. Quien se preguntara para qué me sirve amar… estaría encarando muy equivocadamente la cuestión del amor: y por ese camino nunca llegará a amar y, por tanto a ser feliz.

El amor de Dios por nosotros

– ¿Por qué Dios quiere que le ofrezcamos sacrificios, ofrendas, etc.? Desde el principio anticipo la respuesta: porque nos quiere, aprecia todo lo nuestro.

El hecho de la necesidad de ofrendas está fuera de duda: aparece desde el principio del Antiguo Testamento. Allí encontramos a Abel y Caín ofreciendo a Dios el fruto de su trabajo: su ganado y los frutos de la tierra.

«Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y postrándose le adoraron; luego abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra».
Mt 2,11

Amar implica buscar el bien de la persona amada. Algunos se preguntan: ¿qué bien puedo yo procurarle a Dios? Es claro que ninguno. Esto también resulta patente en la Sagrada Escritura; Dios lo dice explícitamente a los judíos, y lo hace en un tono hasta divertido: «No tengo que tomar novillo de tu casa, ni machos cabríos de tus apriscos. Pues mías son todas las fieras de la selva, las bestias en los montes a millares; conozco todas las aves de los cielos, mías son las bestias de los campos. Si hambre tuviera, no habría de decírtelo, porque mío es el orbe y cuanto encierra. ¿Es que voy a comer carne de toros, o a beber sangre de machos cabríos? (Salmo 50, 9-13).

Pero aquí aparece su amor: Dios quiere lo que me hace bien a mí.

Se lo entiende mirando un reflejo humano del amor divino: al amor materno. Una buena madre se goza más en el bien de los hijos que en el propio. Cuando le preguntan ¿qué quieres que te regale? Contesta: «¡que te portes bien!» Y no es una forma de decir, una formalidad: es verdad: lo que realmente quiere. Eso es lo que las llena: el bien de sus hijos, su éxito, verlos mejor, crecer, madurar, llegar alto… Se gozan en sus hijos…

¡Y Dios es nuestro Padre! Dios nos creó, es nuestro Padre, se complace en que demos fruto (no engaños, fracasos).

Dios se complace en lo nuestro, quiere que le ofrezcamos lo que nos hace bien a nosotros. Y hacer el bien que hacemos, ofreciéndoselo a Dios, nos hace bien a nosotros: porque así nos saca de esquemas egoístas: busco mi santidad por amor a Dios y no por soberbia, amor propio, o afán perfeccionista (lo que sería totalmente contradictorio).

De manera que a Dios le complace lo que no necesita… ¡porque nos ama!

«No entiendo para qué tengo que ofrecer, para qué le sirve». Si nos cuesta entender es quizá porque se nos ha metido una visión utilitarista de la vida (que significa una visión egoistona o centrada en el beneficio o interés): me sirve, le sirve, qué saco, conviene. Dispuestos a hacer sacrificios (algo que no me gusta) sólo en aras de la utilidad propia o ajena.

Olvidando que ¡dar amor es lo más útil del mundo!

«Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, como obediencia racional».
Rom 12,1

2. Amor y deberes: la ofrenda convierte el deber un acto de amor

Pero, ¿qué sentido puede tener ofrecer a Dios lo que tengo que hacer sí o sí, por obligación o para poder comer, pasar de curso, recibirme, además incluso si además me gusta lo que hago…?, ¿no es un poco engañoso ofrecer lo que haría aunque no lo ofreciera?

Dios quiere nuestra santidad, para eso nos ha creado y podemos ofrecerle lo que es su voluntad.

Toda mi vida entra en sus planes: Dios inscribió la ley del trabajo en la vida del hombre, lo mismo los deberes familiares, la necesidad de desarrollo personal de los talentos que nos ha dado… vida familiar… cumplimiento de deberes que llenan la vida (trabajo, familia…): la mayor parte.

Puedo cumplir su voluntad por amor: no se trata de una alternativa: deber o amor. No, puedo cumplir mis deberes por amor.

Quiero cumplir la voluntad de Dios y amar su voluntad. Con todo lo que me pasa (incluso si no puedo evitar que me pase…), lo que me hace doler, me alegra, no me gusta, me divierte, me molesta… puedo mostrar más realmente mi entrega. Al ofrecer lo que me pasa -eso que no puedo evitar que pase-, me estoy uniendo a la voluntad de Dios. Hacer lo que tengo que hacer por amor, por agradar a Dios, en su presencia y compañía. Estoy aceptándolo no sólo de buena gana, sino intentando quererlo porque amo a Dios.

Igual sucede a nivel familiar. Un padre, una madre, los hijos… lo que tienen que hacer es ¿obligación?, ¿amor? ¡Es lo mismo! Esos deberes se convierten en una obligación de amor.

El ofrecimiento no es una ficción: todo le pertenece, reconocer que todo es suyo y todos lo somos.

Al enriquecer el valor de lo que hago… enriquezco mi vida

Vivir para… Si eliminamos la entrega, eliminamos el amor. El ofrecimiento convierte lo que hacemos en un acto de amor.

3. El ofrecimiento convierte la vida en un regalo

Dios en su bondad quiere darnos la oportunidad de mostrarle nuestro amor a través de estos ofrecimientos, que en el fondo no son más que formas de entregarnos a nosotros mismos.

Es el sentido que tiene los regalos.

Los regalos, dones, etc. son expresiones externas de entrega personal: materializan la entrega de nosotros mismos (nuestra propia vida). No se ofrecen por su valor externo. Lo que vale es el amor que representan, que expresan. En la ofrenda que hacemos, nos ofrecemos nosotros: nos representa y expresa la entrega de nosotros mismos.

En nuestro caso, al ofrecer las cosas por amor a Dios, es ese mismo amor de Dios lo que les da valor. Un chiquito regala a su madre un dibujo. Para la madre, es una obra de arte, tiene un valor mayor que muchos cuadros expuestos en museos.

Consideremos dos maneras de hacer un regalo. En un caso damos a un empleado $50 para que compre un regalo para alguien y se lo envíe. Qué distinto resulta, en cambio, si nosotros pensáramos qué le gustaría a esa persona, fuéramos personalmente a elegirlo, comprarlo y llevárselo… El valor material puede ser el mismo, pero el regalo es muy distinto.

No son meras palabras: «lo hago por vos». Como una etiqueta que se le pone. El que sea para esa persona está en la raíz de la existencia de lo que se ofrece.

El ofrecimiento de lo que somos y hacemos es la manera que tenemos de manifestar nuestro amor; de amar: amamos ofreciéndonos.

Quiero vivir para Dios. Que todo lo mío sea suyo. Yo mismo pertenecerle. La única forma que tengo de que sea operativo, es ir dándole todo lo que voy haciendo, lo que me va pasando, etc.

Y si de utilidad se trata, en cuestiones de amor -paradójicamente- los regalos no se piensan en categorías de utilidad. Un novio regala a su novia un anillo, una flor, un chocolate… ¿para qué sirve? Normalmente no regala cosas útiles. Para expresar amor: cuanto más inútil, cuanto más amor, cuanto más lindo… Si te regalo lana para que me tejas un sweater…

4. El amor da valor a lo que hacemos

¿Cuál es el valor de lo que hacemos? A veces valoramos mal las cosas, usamos medidas que no son las verdaderas, ya que son exteriores (valor económico, reconocimiento social, sentimiento de realización personal, etc.).

El verdadero valor de las cosas es el que tienen a los ojos de Dios.

¡Qué bien nos lo enseñó Jesús al elogiar el óvolo de la viuda en el Templo! Siendo la que menos contribuyó desde el punto de vista monetario, fue la que más dio a los ojos de Dios.

«Un pequeño acto hecho por amor, ¡cuánto vale!»

«Y si repartiera todos mis bienes en alimentos, y si entregara mi cuerpo para alcanzar la gloria, si no tengo caridad, de nada me sirve»
1 Cor 13,3

5. Queremos meter a Dios en nuestra vida

Con nuestro ofrecimiento, involucramos a Dios en lo nuestro: es también suyo.

¡Qué maravilla que lo mío sea de Dios!

Entonces, el Señor nos cuida: nuestro trabajo está en sus manos porque allí lo pusimos. Es lo que decimos a la Virgen en el Oh Señora mía: «y ya que soy todo tuyo, Madre de bondad, guardadme y defendedme como cosa y posesión tuya».

Absolutamente todo puede ser objeto de nuestro ofrecimiento a Dios:

«Por tanto, ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios».
1 Cor 10,31

6. Nos lleva a ser mejores

El amor busca y se complace en el bien de la persona amada. Quiere agradar, dar el gusto. Cuando ofrecemos a Dios nuestro trabajo por amor, esto tiene muchas consecuencias prácticas: nos lleva a hacerlo bien.

Para Dios lo mejor: no podemos ofrecerle cosas mal hechas.

Se ofrece uno mismo: lo que damos es lo de menos, ya que es expresión de nuestro amor (que es lo que realmente interesa).

En efecto, amar ofreciendo nos hace mucho bien a nosotros porque saca lo mejor de nosotros mismos.

Se habla mucho de motivación: no existe una mejor y más elevada que trabajar para Dios: nadie tiene más motivos para hacer las cosas lo mejor posible.

7. Lo más grande: nuestro trabajo que se hace salvador y santificador

Dios nos hace partícipes de la Redención: cooperadores: no porque lo necesite; sino para darnos una ocasión de grandeza.

Instrumentos de la santificación del mundo.

En el Bautismo hemos sido capacitados para eso.

Una cuestión de santidad

A través del ofrecimiento, hacemos que nuestra vida «entre» por decirlo de alguna manera, en la esfera divina: que se divinice. Así adquiere otra dimensión: se convierte en una cuestión de santidad.

San Josemaría enseñó tres dimensiones de la santificación del trabajo: santificar el trabajo (es decir, el mundo creado), santificarnos con el trabajo (nuestra santificación personal) y santificar a los demás con el trabajo (al santificar el trabajo, santificamos también a los demás).

El ofrecimiento por amor de la vida ordinaria:

Santifica el don en sí mismo
Santifica a quien lo ofrece
Santifica a los demás

La santificación del trabajo supone unos requisitos imprescindibles:

1) Estar bautizado: este sacramento da capacidad para santificar las cosas que hacemos. El carácter que imprime el Bautismo es una participación del sacerdocio de Cristo. Los fieles podemos participar del mismo de dos maneras esencialmente distintas:

– a través del sacerdocio ministerial: concedido por el sacramento del orden sagrado, los sacerdotes pueden celebrar la Santa Misa, perdonar los pecados, etc.
– a través del sacerdocio común de los fieles: que en palabras de San Josemaría nos hace «sacerdotes de nuestra propia existencia», es decir un sacerdocio cuyo objeto es el ofrecimiento de la propia vida.

Así, se puede decir que de la misma manera que sin sacerdocio ministerial no hay Misa…, sin sacerdocio real no hay santificación del trabajo.

«También vosotros, como piedras vivas, sois edificados en templo espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales gratos a Dios por medio de Jesucristo»
1 Pe 2,5

2) Estado de gracia: la santidad no procede de nosotros sino de la vida sobrenatural que está en nosotros (vida divina). Se puede ofrecer el trabajo sin estar en gracia -y es bueno hacerlo- pero este ofrecimiento no puede hacerlo santo, ni santificador.

3) Bondad del trabajo: obviamente el trabajo debe ser honesto, no se podría santificar un delito o algo inmoral.

4) Entrega personal: dar lo mejor de nosotros mismos. Es obvio que no podemos santificar un trabajo mal hecho: a Dios hemos de darle lo mejor. Esto supone esfuerzo y generosidad.

5) Amor: el motivo por el que trabajamos, la intención con la que hacemos las cosas. Esto ser expresa precisamente en el ofrecimiento: lo entrego a Dios, lo hago por El, con El y para El.

Los momentos específicos de ofrecimiento

Siempre se puede ofrecer a Dios lo que hacemos, nos pasa, queremos, etc.; pero se pueden subrayar tres momentos privilegiados:

1) Santa Misa, y en particular el ofertorio de la Misa: no sólo ofrecemos el pan, el vino y las ofrendas que la comunidad lleva al altar, sino que espiritualmente unimos nuestra vida, todo lo nuestro lo ponemos junto a esas ofrendas. De hecho, el sacerdote termina el ofertorio invitando a los fieles a la oración con las siguientes palabras: «Orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro». Ese sacrificio es nuestro porque allí está todo lo nuestro que se ofrece al Padre.

2) Ofrecimiento de obras: a primera hora de la mañana, ofrecer a Dios todos nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras obras, de manera que todo lo que hagamos y nos pase ese día estará consagrado a su gloria. Una oración sencilla y corta basta para hacer este acto de entrega matinal.

3) El momento de hacerlo, dirigir el corazón a Dios: el Espíritu Santo no es un huésped ocioso dentro de nosotros sino que santificará lo que tengamos entre manos.

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