Entre los muchos reproches dirigidos hacia personajes públicos, políticos, periodistas, uno consiste en acusarles de falta de coherencia cuando se les ve atacar a unos por haber hecho algo y no decir absolutamente nada negativo contra otros cuando han hecho exactamente lo mismo.
Así, vemos que los políticos de un partido denuncian, critican, protestan, cuando una categoría profesional aumenta los precios de sus servicios y no dicen nada, absolutamente nada, cuando otra categoría profesional tiene un comportamiento parecido.
Será fácil, entonces, criticar a esos políticos de falta de coherencia. Y también en ocasiones resultará fácil que esos políticos se defiendan con la misma arma: dirán a sus críticos que sean coherentes y que critiquen a los políticos del otro partido de hacer exactamente lo mismo…
Detrás de este reproche se hacen evidentes dos aspectos interesantes de algunos comportamientos humanos. El primero: vemos que hay personas que critican a unos por un modo de actuar y no critican a otros que hacen lo mismo porque sienten antipatía hacia los primeros y simpatía hacia los segundos.
Es mucho más común de lo que imaginamos el hecho de tener simpatías por unos y antipatías por otros. Las simpatías evitan que miremos o que condenemos a los “amigos” cuando cometen “errores”. Y las antipatías agudizan nuestra mente y despiertan nuestro espíritu crítico ante esos mismos “errores” si los llevan a cabo los “enemigos”.
El segundo aspecto es que esperamos que las personas sean coherentes y que apliquen un mismo criterio a la hora de juzgar a unos y a otros. Lo curioso es que mientras exigimos a otros coherencia, y les pedimos que condenen a todos por igual, nosotros en ocasiones también faltamos a esa coherencia.
Los dos aspectos luchan entre sí. Las simpatías y antipatías provocan muchas arbitrariedades en los reproches y condenas que formulamos respecto de otros. Pero sentimos que esas arbitrariedades son, a su vez, reprochables, cuando las observamos en otros.
Aunque este fenómeno sea algo muy extendido, aunque también ocurra en nuestra mente, algo nos dice que un sano espíritu ético identifica el mal como algo siempre reprochable, lo comentan unos o lo cometan otros, sin distinciones de partidos, categorías sociales o de otro tipo.
Pero entonces, ¿qué hacemos con las simpatías y antipatías que constituyen un elemento continuamente presente en casi todos los seres humanos? ¿Cómo aprender a pensar con menos prejuicios y más amor a la verdad y la justicia?
Es un reto difícil, pero que vale la pena afrontar. No solo para que nuestros juicios sean más coherentes, sino, sobre todo, para promover en serio una convivencia social donde la honradez sea un ideal realmente respetado y aplicado.
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