Hablar de los pobres no es lo mismo que hablar de la pobreza. En los pobres encontramos rostros, nombres, historias, dolor, sufrimiento, pero también esperanza de cambio.
La educación desde los pobres y no solo para los pobres no es solamente una manera de orientar las prioridades de servicio, sino que debe ser, tras las huellas de la humanidad justa, una verdadera escuela de coherencia.
Servir a los pobres es un acto de humanización y, al mismo tiempo, signo de autenticidad ética y estímulo de conversión permanente para la sociedad, puesto que cuando uno se abaja a lo más bajo de sus prójimos, entonces se eleva admirablemente a la más alta caridad (San Gregorio Magno).
Los pobres son nuestros maestros, son nuestros jueces. En ocasiones poco nos ponemos en su lugar para considerar el destino del quehacer educativo, desde sus realidades, sus necesidades, sus criterios y sus anhelos.
Solidaridad, capacidad festiva, su propia fragilidad, el vivir sin cuentas ni seguros los hace desinstalados, generosos, libres, esto nos lleva a creer que los pobres son creadores de futuro. Tener conciencia de que ellos son los verdaderos agentes de cambio, fuente de dinamismo para todos. Querer con todo, colaborar en cambiar las estructuras de la historia.
Los pobres son prioridad. En nuestros criterios prácticos, ¿tienen prioridad, las necesidades de los pobres, de los menos dotados?, ¿cuáles son nuestros criterios de admisión y permanencia? Porque la gran evaluación docente es nuestro actuar. Es buena señal si los pobres nos escogen y se hallan bien con nosotros, sea cual sea nuestra oferta educativa. Pero si más bien los alejamos, los asustamos o más aún los ofendemos, estamos categóricamente llamados a revisar nuestros criterios de puertas abiertas.
Los pobres representan el propio estatuto ontológico-creatural de todo hombre. Ser criatura es originariamente, no tener. Es recibir incesantemente De Dios la esencia y la existencia. Habiéndolo recibido todo de Dios y siendo propiedad y don de Dios, todo debe convertirse en don para los otros. Pobre no es sólo el que recibe sino también aquél que da y lo hace sin límites.
Servir a los pobres en una sociedad como la nuestra significa oponerse activamente a caer en el espíritu consumista, haciendo uso de las cosas de tal manera que nos permita constantemente recordar y vivir los valores como únicos, absolutos y necesarios al prójimo, especialmente hacia los que educamos.
En un mundo como el nuestro marcado por las desigualdades cada vez mayores, en el que anualmente mueren de hambre de 40 a 50 millones de personas, en donde tantas personas quedan excluidas de los beneficios económicos, en donde surgen nuevas pobrezas, debe darnos vergüenza aplicarnos a la ligera el título de pobres. Sin embargo el ser distintos no imposibilita el ser pobres y solidarios con los pobres, sino que nos invita a poner esa diferencia a su servicio.
El Padre Kolvenbach, antiguo prepósito general de los jesuitas, en un encuentro con los antiguos alumnos de Bolivia en el año 2001 hablaba de la presión tremenda a la que se ven sometidos los centros educativos en la jungla globalizada en la que nos movemos, en la que sólo sobreviven los más preparados y añadía: “Naturalmente tenemos que preparar a nuestros estudiantes para que puedan competir en el mercado y asegurarse uno de los relativamente escasos puestos de trabajo disponible. Pero si éste es el único criterio que tenemos para evaluar nuestras instituciones, podemos considerarnos como fracasados… Si lo que logran es simplemente convertirse en hombres y mujeres «para sí mismos y los suyos», y no «para los demás», especialmente para los pobres y excluidos, nuestra educación no habrá conseguido su objetivo, no habremos educado para la justicia”.
En aras de que reubiquemos una retórica que sea vivencial, con especial atención a los gritos silenciosos de quienes claman justicia y de quienes por derecho les corresponde un lugar digno en este mundo; seamos valientes cada vez que nos corresponda decidir en torno a los más vulnerables. Que sean nuestras determinaciones en pro de su crecimiento, de su madurez, de su inclusión. Seguro lograremos espacios más dignos, más humanos, incluso más evangélicos.
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