Por: Marlene Yáñez Bittner | Fuente: Catholic.net
Te veo querido amigo haciendo tantas cosas para la Iglesia, tantos apostolados, perteneces a tantos grupos, eres agente importante en muchos movimientos. Te pregunto, ¿qué te motiva a hacer todo aquello?
Reconocimiento entre tus iguales, hacer notar los estudios académicos, sumar renglones al Curriculum… ¿O qué?
La invitación que es a examinarse: ¿Le estamos dando la gloria a Dios o estamos motivados en hacer las cosas por una mayor valoración de nosotros mismos? ¿Buscamos la aprobación de Dios o del hombre?
Pablo, el mayor perseguidor de los cristianos, afirmaba que en tiempos pasados, él buscaba agradar a los hombres bajo una convicción equivocada de Jesús de Nazaret; más tarde su propósito cambiaría.
¿Con quién tratamos de conciliarnos?: ¿con los hombres o con Dios? ¿Acaso tenemos que agradar a los hombres? Si tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo (Gálatas 1,10).
Así también, el profeta más piadoso y consagrado a Dios en su tiempo permanecía bajo un enfoque distinto que el de Dios.
Cuando entraron, Samuel divisó a Eliab y pensó: «Seguramente ese será el que Yavé va a consagrar». Pero Yavé dijo a Samuel: «Olvídate de su apariencia y de su gran altura, lo he descartado. Porque Dios no ve las cosas como los hombres: el hombre se fija en las apariencias pero Dios ve el corazón» (1 Samuel 16,6-7).
Un servidor de Cristo hará las cosas correctas con la motivación correcta que es la de honrar el nombre de Dios consagrando nuestras obras a Él con el deseo intenso de conseguir su beneplácito.
Un servidor de Cristo, no sólo buscará hacer la voluntad del Padre, sino también vivir y pensar como Cristo a través de su testimonio. Buscar la santidad por medio de sus obras y hacer notar la presencia de Dios en su comportamiento, relaciones y acciones con los demás.
Un servidor de Cristo, sabrá menospreciar las banalidades del mundo para agradarle sólo a Dios, no se dejará caer por la crítica, ni se abatirá cuando los hombres no reconozcan sus obras. Dios, que pesa los corazones, tiene el conocimiento perfecto de nuestras intenciones y sabrá recompensar el bien que hagamos para santificar su nombre.
Sirvamos entonces, con la mentalidad del salmista y demos fielmente la gloria a Dios:
“¡No a nosotros, Señor, nos des la gloria, no a nosotros, sino a tu nombre, llevado por tu amor, tu lealtad!” (Salmo 115,1).
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