Después de varios años de estar fuera de mi país, regresé para visitar a mis padres. En esta breve visita mi madre me presentó una amiga suya llamada Amalia. Amalia es, en muchos sentidos, muy especial, no sólo por sus limitaciones físicas sino, sobre todo, por su gran corazón. Los pies torcidos, casi deformes, le dificultaban mucho el caminar. Las manos, en una situación muy similar, hacían que algo tan normal como cortarse las uñas fuera heroico. Esta situación le obligaba a tener que valerse de otra persona para hacer las acciones más elementales y las necesidades básicas.
El lenguaje de Amalia era un conjunto de sonidos nasales atropellados uno con otro. Su lengua no alcanzó a desarrollarse lo suficiente como para permitirle comunicarse normalmente. La única persona que se ocupaba de Amalia era su madre, lo único que le quedaba en la vida. Cierto día mi madre, que pasaba por allí, decidió ir a visitarla. Amalia, que casi siempre tenía una sonrisa en sus labios retorcidos por la enfermedad, miró esta vez con cierta tristeza a la señora que hoy la visitaba.
-¿Qué pasa, Amalia? – preguntó confundida mi madre.
-Mi… mamá… mu…rió hace… una se… mana.
A mi madre se le cortó la voz en aquel momento, se llevó las manos a la boca y dejó escapar unas lágrimas mientras la abrazaba. “Dios mío, ¿cómo permites que esto le suceda a una criatura tan indefensa?”- fue la primera idea que se le vino a la cabeza. Después sintió que Dios le respondió en su interior: “Para eso te puse a ti”.
¿Qué quiere decir esto? Es normal hacernos la pregunta: ¿por qué Dios no quitó el sufrimiento del mundo? ¿Por qué dejó algo que nos molesta tanto? Muchas respuestas han querido darse a estos interrogantes. Por desgracia, la más normal es la del que sienta a Dios en el banquillo de los acusados y, después de un juicio acalorado, lo condena por ser el “causante” o simplemente por haberlo permitido.
Sin embargo, esta posición de la criatura que juzga al creador no es en nada justa. Decirle a Dios lo que debe hacer y lo que no debe hacer suena a broma, pero es muchas veces la manera en la que reaccionamos. Nuestra actitud ante el dolor no debe ser la de juzgar a Dios y darle consejos de cómo ser Dios, sino más bien la de buscar encontrar lo qué quiere enseñarnos, las lecciones que quiere que saquemos. ¡Se puede sacar tanto bien de las situaciones adversas y de los sufrimientos!
El dolor, que toca nuestra puerta siempre, implica una pérdida de algo que estimamos, algo que amábamos: pérdida de la salud, de un ser querido, de algo material, etc. El sentirnos vacíos de algo que amábamos nos hace vernos necesitados. ¡Qué frágiles, impotentes y débiles nos sentimos cuando sufrimos! Es en esta soledad cuando miramos a Dios y reconocemos nuestra dependencia de Él. Un hombre que no sufre, fácilmente terminará por considerarse a sí mismo como un dios. Toda situación adversa nos hace volver el rostro a Dios, recordarlo y amarlo. Por ello oramos cuando sufrimos.
El dolor en la vida nos lleva a mirar a Dios. Él lo permite para que nos acerquemos y reconozcamos que la verdadera felicidad no está en aquello en lo que confiábamos tanto. El sufrimiento nos quita aquello en lo que estaba apoyado el corazón, nos hace buscar una respuesta en Dios. Él es el único que puede responder, que puede llenar el vacío que ha dejado aquello que se ha perdido.
Esta manera en la que Dios nos acerca a Él, nos lleva hacia la verdadera felicidad. Sólo en Dios nuestro corazón encontrará lo que busca.
Incluso cuando el dolor no nos afecta directamente, como en el caso de Amalia, esconde perlas que podemos descubrir. Este es el sentido de aquella inspiración interior: “para eso te puse a ti”. A todo hombre que se queja de la violencia que envuelve el mundo, de los desastres naturales, del sufrimiento de los inocentes, Dios le contesta: “Para eso te puse a ti”. No hay tiempo para lamentarnos, Dios nos quiere ver trabajar por “vencer el mal con el bien” (Rm 12,21). La joya preciosa que podemos sacar de estas situaciones es la caridad, el verdadero amor a nuestro prójimo.
¿Qué podemos sacar del sufrimiento? El sufrimiento nos puede enseñar a amar. Es un gran maestro del amor a Dios y nos ayuda a tenerle a Él como el único apoyo. Es un gran instructor de caridad hacia el prójimo. La Madre Teresa de Calcuta no se sentó a contar cuántos pobres había en la India y a suspirar por esta triste situación. No, ella se puso a trabajar y aprendió a amar.
Ante la realidad del dolor podemos vivir amargados, renegando o incluso odiando a Dios toda la vida o puede convertirse en una oportunidad para ejercitarnos en el amor.
Dios es bueno, pero esto no significa que no exista el sufrimiento y el dolor. Dios es tan bueno, que incluso de lo malo puede sacar un bien mayor. Incluso del mal, del dolor más atroz, Dios puede sacar algo mejor. Es cuestión de estar atentos a descubrirlo.
¡Vence el mal con el bien!
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