Soy de los que creen firmemente que existe vida más allá de la muerte. Lo creo por fe y, también, por una razón que es compartida por una parte de quienes carecen de ella: repugna a mi razón pensar que mi vida terminará reducida a simple abono orgánico como cualquier geranio. No poseemos la capacidad de razonar, de expresarnos en términos a la vez sensibles y abstractos, de imaginar el futuro y poseer un ansia infinita de infinito para quedar reducido a esto. Repugna a mi razón porque esto sería un derroche inútil de la evolución. ¿Para que ha surgido un ser tan poderoso como el humano, el único con capacidad para dar vida y muerte al planeta, para salir de él y resultar, a fin de cuentas, una mutación cuyo sentido no es distinto al del caracol? (aunque se divierta más que él reproduciendo sus genes). Eso sería un desperdicio evolutivo.
Y creo, también, que este más allá que viviremos guardará relación con la forma en cómo habremos actuado en esta vida. Habrá un balance, un juicio, porque no todo es igual, ni todo vale lo mismo, ni todo es relativo. No soy sólo yo el juez de lo bueno y lo malo, aunque, en último término, sea mi consciencia quien decida; pero lo puede hacer en el marco de una razón objetiva, que no depende de mis intereses, o bien confundiendo el bien con mi deseo, mi preferencia. Si hay otra vida, que la hay, las normas del juego no pueden ser las de subjetivismo ilimitado propio de esta sociedad desvinculada, sino fruto de la libertad personal en el marco de una razón mucho más grande que uno mismo, un orden, un bien último y superior. Lo contrario es socialmente caótico y contra todo orden.
No puede existir un mundo físico -que tendemos a confundir con la materia- sujeto a estrictas leyes, y en él, un ser humano incomprensiblemente desligado en lo psíquico, de toda razón superior, pero sujeto en su materia a las leyes de la naturaleza. Eso es simplemente esquizofrénico, irracional.
En nuestra cultura desvinculada la idea de que los “malos” sean condenados por toda la eternidad choca con la idea de un Dios misericordioso (aunque después esta misma cultura sea vengativa, justicialista, robesperiana). Dejando de un lado el poderoso razonamiento de que el perdón requiere del acto previo de arrepentimiento, hay que decir -y es lo que deseo- subrayar que tal cuestión no invalida el juicio al fin de nuestra vida. En nuestra cultura la cuestión puede presentarse en los términos que corresponden a nuestros conocimientos y no a los propios de la Edad Media, que es el trasfondo que hay detrás de muchas de las críticas e incomprensiones al juicio y al castigo (propio de este tiempo es una mayor aceptación del premio final al que se puede llegar sin esfuerzo).
Para el juicio y el castigo, la dimensión temporal, una de las cuatro en que vivimos, y ni mucho menos todas las que existen, carece de sentido. ¿Qué significado tienen las categorías físicas en el nuevo estado que se inicia con la muerte? Ninguno. Empezando con el “para siempre”, en unas condiciones donde la materia no es tal, ha “muerto”; es decir se ha transformado en componentes más primarios, ha perdido su “forma” y carece de conciencia. Unas condiciones en las que el tiempo no existe, como tampoco tiene sentido hablar de las tres dimensiones del espacio. El instante es eterno y la eternidad es un instante. Incluso aquí, en nuestra vida cotidiana, tenemos pequeñas experiencias de este “no tiempo”; en ocasiones discurre sin que nuestra percepción real se corresponda con la forma como lo medimos. En la nueva vida después de la muerte, el tiempo no existe como cuarta dimensión, como tampoco las otras tres en la vida. Es este el sentido de la eternidad. Los antiguos no podían utilizar estos términos, no eran recursos a su alcance, pero nosotros sí podemos y debemos.
En este contexto, el Juicio de Dios no es otro que la lucidez plena de nuestra conciencia, que se alcanza en la liberación del cuerpo, la capacidad de contemplar objetivamente todo lo que hemos hecho y, también, especialmente, sus consecuencias que no hemos querido atender, mirar, reflexionar o que siendo conscientes de ellas las hemos ignorado porque eran mediatas, se producían a través de hechos intermedios, conocidos por nosotros, pero que considerábamos que ya no nos concernían a pesar de que podíamos evitarlas. Y entonces la lucidez con la que percibiremos el mal que hemos hecho por acción y omisión es el resultado del juicio y el infierno para muchos. Si será eterno o no la verdad es que no creo que sea relevante si el tiempo no existe, en todo caso Dios será el juez porque nos aporta las condiciones de nuestra percepción, pero el jurado y el verdugo seremos nosotros mismos.
La consecuencia de los actos que realizamos es decisiva en nuestra salvación, algo que nuestra actual cultura juega en contra, porque estimula la ausencia de responsabilidad. Incluso es muy posible -y por descontado es una mera especulación- que el crecimiento desmesurado de necesidades psicológicas, psiquiátricas y tratamientos médicos generados por las alteraciones de la personalidad y la conducta, por las enfermedades mentales, por la inmersión de toda una sociedad en las drogas, legales e ilegales, sea la revuelta de nuestra conciencia, un aviso de cómo confundimos el bien con nuestras pasiones. Esto se aviene bien con la medicina psicosomática y con la tradición bíblica, en la que la curación del cuerpo pasa por el alma.
¿Cómo conducir nuestra vida para alcanzar la plenitud en la otra? Dios, de siempre, ha dado a todos los hombres la vía de la ley natural para conseguirlo, y la plenitud por medio de Jesucristo. Ésta es propiamente la vía de Dios, la que seguimos por la gracia de la fe, pero sé de otros que lo hacen sin ella, con ayuda pobre pero esforzada de la razón, porque saben entender la magnitud de lo que propone. En Él se encuentra el discernimiento de vida necesario para hacer el bien y evitar el mal, y hacerlo junto con la fraternidad humana en el tiempo y lugar privilegiado que Él dispuso al proveernos de su Iglesia.
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