Pregunta:
Estimado Padre: Mi duda concreta es la siguiente: ¿deseo saber el porqué de la injusticia, del dolor, de la enfermedad? Entiendo que debemos ser pacientes y aceptar la voluntad de Dios, ya que Él es el único que tiene las respuestas, no obstante al ver la realidad que enfrentamos en la vida diaria ¿cómo no perder el camino? De antemano le agradezco el tiempo que se sirva dedicarme para aclarar estas dudas. ¡Que Dios lo Bendiga! Atentamente.
Respuesta:
Estimado:
La respuesta definitiva al interrogante del hombre sobre el dolor viene solamente a través de Jesucristo. Y se encuentra en una frase en la que aparentemente no se hace referencia al dolor: Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3,16). Por eso se ha dicho con justeza: Jamás resolverás bien el problema del dolor si lo plantas mal; jamás plantearás bien el problema del dolor si prescindes de estos dos factores: amor de Dios al hombre y libertad humana.
Vemos algunas consideraciones sobre el dolor y su respuesta:
1º El mal y el dolor no pueden ser situados sólo en una dimensión temporal. Hay un mal y un sufrimiento que son temporales; pero también hay un mal y un sufrimiento que es definitivo: es la condenación y la separación definitiva de Dios. Entender, pues, el sufrimiento sólo del plano temporal es un error. Hay un dolor que es ‘mal’ en sentido absoluto y hay un dolor que no es ‘mal’ en sentido absoluto, sino relativo.
2º El origen del mal es el pecado, pero no el pecado personal de cada uno sino ‘principalmente’ el pecado de Adán: Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte… Por el delito de uno solo murieron todos… Por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre… Así pues… el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación (Rom 5,12-15.18).
3º En Cristo, Dios Padre, en lugar de destruir el sufrimiento, el pecado que lo introdujo y la humanidad entera que quedó hecha pecadora, dejó el dolor y lo usó para hacer brillar su gloria: Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?. Respondió Jesús: Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios (Jn 9,1-3). Ante el pecado del mundo y el sufrimiento que éste ha introducido, Dios podía hacer tres cosas:
a) previendo que sus criaturas caerían, podría no haberlas creado;
b) podría, después que pecaron, haberlas borrado de un plumazo y empezar de nuevo;
c) podía, y fue lo que hizo, tomar la mala nota desafinada por Adán y sacar de ella una nueva sinfonía, mejor que la anterior. Así lo hizo. Y es mejor, pues es la sinfonía de la Redención.
Alguno podrá decir en su escepticismo: ‘la tercera no es la mejor de las tres opciones’. ‘¡Sí lo es!’, tengo que contestarle, pero basado sólo en que es la que eligió la Sabiduría infinita de Dios. Los demás argumentos no valen, o al menos no pueden convencer un corazón que se rebela contra la Inteligencia de Dios. Entenderlo en este mundo significa el final del ‘misterio’ de la existencia humana: todo sería claridad. Y no es así: mientras estamos aquí abajo caminamos en el claroscuro de la fe.
4º Jesucristo, pues, transfigura el dolor temporal transformándolo en instrumento de redención del dolor eterno (de la separación definitiva de Dios) y en gesto de amor con el que podemos pagar el amor con que Dios nos ha amado. Entendámonos: no es que el sufrimiento o el dolor deje de ser en sí un mal. Es un mal y por eso sigue siendo humano y legítimo luchar contra él (especialmente cuando afecta al prójimo), pero recibe un carácter que podemos calificar de ‘ambivalente’, es decir, puede convertirse en fuente de bien. En el orden natural, pues, debemos luchar contra él; pero en el orden sobrenatural -sin dejar de ser un mal- podemos servirnos de él y transformarlo en fuente de santificación. Por eso el dolor temporal se hace ‘salvífico’: redentor y caritativo; y por este motivo, capaz de madurar a las personas, de elevarlas, purificarlas y divinizarlas.
El hombre sin fe se condena a la desesperación porque no tiene vía de conocer esta división introducida por Cristo. Para él el dolor temporal no es más que preludio del eterno: la vida es sufrimiento que va a parar a la aniquilación o a la tierra de sombras. De ahí la rebelión -comprensible- ante el dolor. No le encuentra ‘sentido’, ‘dirección’. ‘¿De qué vale? ¿Para qué aprovecha?’: su pregunta queda sin respuesta.
No podemos, pues, leer y entender el sufrimiento desde coordenadas puramente temporales. Hay que mirar hacia arriba para entenderlo.
Los santos frente al sufrimiento han abierto sus brazos, como abrazando lo que el mismo Cristo abrazó en la Pasión para redimirnos. Así, por ejemplo, el padre Pío de Pietrelcina, estigmatizado, manifestaba en una de sus cartas cuánto le pedía a Dios que le quitase las llagas externas por las que era venerado de tantos, pero dejándole sus dolores. Dice maravillosamente: ‘Alzaré fuerte mi voz a Él [a Dios] y no desistiré de conjurarlo, para que por su misericordia retire de mí no el sufrimiento, no el dolor, porque esto lo veo imposible y siento que me quiero embriagar de dolor, sino estos signos externos que me son de una confusión y de una humillación indescriptible e insoportable'[1].
En síntesis: el dolor tiene su secreto, y es que sólo da a conocer su sentido a quien lo acepta y une a Cristo. Por eso dice el Papa: ‘Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación es… una llamada: Sígueme,Ven, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. Por eso, ante el enigma del dolor, los cristianos podemos decir un decidido ‘hágase, Señor, tu voluntad’ y repetir con Jesús: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres Tú (Mt 26,39)'[2].
A todos los que nos preguntan: ‘¿Por qué; por qué sufrir? ¿Qué sentido tiene?’, no podemos darle otra respuesta que invitarlos a que abran sus corazones a la cruz de Cristo y que recibiéndola con paciencia la ‘escuchen’; junto a ella no hay sordo que no haya escuchado la respuesta, ni ciego que no la haya vislumbrado con toda claridad. A esta pregunta Dios quita toda palabra de los hombres y se reserva Él la respuesta última.
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