Por: Monseñor José Ignacio Munilla Aguirre | Fuente: www.enticonfio.org
El versículo 6 del capítulo 14 del Evangelio de San Juan, con el que hemos encabezado este artículo, es un buen punto de partida para discernir si el concepto de religiosidad que nos hemos ido forjando, es pleno y conforme a la Revelación de Jesucristo; o si, por el contrario, es sesgado y arbitrario.
Llama la atención que Jesús se nos revelase con una frase tan sintética, no sólo añadiendo a esas tres palabras un artículo determinado, sino también uniéndolas de una forma reiterada por la conjunción copulativa “y”: “Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida”. Parece como si se nos quisiera insistir en la importancia de “sumar” esas tres palabras, ante nuestra tendencia a recibirlas parcialmente. Es bueno que nos demos cuenta de que cuando esos tres conceptos -camino, verdad y vida- no se “suman”, la consecuencia puede ser una deformación de la religiosidad. Veámoslo:
1.- Religiosidad “moralista”: Cuando la religiosidad se centra en su función de marcar el “camino”, desligándose de los demás aspectos sustanciales, la consecuencia es el moralismo. En efecto, ocurre con frecuencia que muchas personas, especialmente las alejadas de la fe, tienen un concepto de la religiosidad esencialmente moralista. La esencia de la religiosidad se reduciría a los mandamientos, prohibiciones, normas, tradiciones, consejos… Con frecuencia, esto genera una imagen antipática del cristianismo, ya que la religiosidad es presentada como enemiga de la propia libertad. La imagen de Dios queda reducida a un “dios policía”, dejando en el olvido que “la verdad nos hará libres” (Jn 8,32), y que “Cristo ha venido para que tengamos vida, y vida en abundancia” (Jn 10,10) .
Curiosamente, esa reducción moralista que tantos rechazos suscita, en otras ocasiones es buscada interesadamente. Se trata de la actitud de quienes valoran la religión en la medida en que ésta resulte de «utilidad social»; es decir, en la medida en que sea un escudo protector contra la degradación moral de nuestros días. Son aquellas personas que no dudan en adornar con un baño religioso la educación de sus hijos, con la esperanza de que, mientras estén «ocupados en cosas buenas», se evitarán «males mayores».
No les gustaría que sus hijos cayeran en ciertas lacras de nuestros días: droga, terrorismo, desarraigo familiar, etc. Para eso utilizan la religión como un dique de contención contra esos vicios morales. En el fondo, no les importa tanto la religión en sí misma, cuanto los efectos beneficiosos que de ella puedan obtener.
Mención aparte merece en este capítulo la reducción del cristianismo a una “ética de solidaridad”, muy frecuente en nuestros días. Aspectos esenciales del mensaje revelado quedan en el olvido: la gracia de Cristo, la redención de nuestros pecados, etc.; mientras que la predicación se circunscribe a la solidaridad, opción por los pobres, etc. Es decir, otra forma de reducción al moralismo.
2.- Religiosidad “dogmática”: Cuando la religiosidad se centra en remarcar las verdades doctrinales, desligándose de los demás aspectos, la consecuencia es un dogmatismo doctrinal teórico, bastante estéril por lo demás. Se suele caracterizar por una formación religiosa muy doctrinal, pero poco vital. Se trabajan mucho los conceptos, pero muy poco los afectos y la voluntad.
Parece como si lo único importante fuese mantener unos principios, al margen de su realización práctica. Dentro de este capítulo se introduce una religiosidad muy preocupada por la ortodoxia (corrección en la doctrina) pero poco por la ortopraxis (actuación coherente). Igualmente, también se incluiría en este apartado la advertencia que el teólogo suizo Hans Urs Von Balthasar hizo de la importancia de hacer una «teología arrodillada», contrapuesta a la teología especulativa, tan extendida en ciertos ambientes, que por su lejanía de la espiritualidad acaba por «secar el espíritu».
De hecho, se da la circunstancia de que en la historia de la Iglesia, hasta aproximadamente los siglos XII-XIII, ser teólogo era sinónimo de ser santo. A partir de esa fecha, por el contrario, comienzan a abundar los profesionales de la erudición teológica que, lejos de acompañar sus estudios con una vida santa, polemizan sobre cuestiones más o menos banales, sin elevar el espíritu de quienes les escuchan a las cumbres de la espiritualidad.
3.- Religiosidad “experiencial”: Cuando la religiosidad se reduce a una mera “vivencia”, entendida ésta como una búsqueda de experiencias espirituales gratificantes, desligándose de los demás aspectos sustanciales, entonces la consecuencia es una religiosidad subjetiva y de consumo personal. Es la pretensión falsa de vivir el espíritu de Cristo, desligándose de su “camino” y de la “verdad” de su Persona.
El auge de fenómenos como el esoterismo, la revalorización de la religiosidad oriental, el ocultismo, la adivinación, el sincretismo religioso, etc., está muy ligado a esta religiosidad experiencial. Se busca llenar el deseo de trascendencia que todo hombre lleva en su interior, pero desli gándolo de cualquier compromiso moral en la vida diaria, bien personal o social. El objetivo es saciar la sed espiritual, pero sin adherirse a verdades objetivas ni crearse compromisos morales. En definitiva, una religión “light”, muy en boga en estos momentos.
En resumen, no es casual la insistencia de Jesús en esa conjunción copulativa “y”, con la que nos quiere poner en guardia frente a nuestras tendencias reduccionistas. Hemos de esforzarnos por adherirnos a la Revelación de Cristo en su integridad, el cual se nos presenta como “el Camino y la Verdad y la Vida”. Por ello, el Catecismo de la Iglesia Católica engloba en estos tres pilares fundamentales la presentación de la figura de Jesús y su mensaje: Los mandamientos, porque Cristo es el Camino; el Credo, porque Cristo es la Verdad; y los sacramentos y la oración, porque Él es la Vida.
Monseñor Munilla
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