Por: Mons. José Rafael Palma Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate
Ante todo, notemos que la tercera es la única bienaventuranza que propone dar marcha atrás, es decir, comenzar de nuevo; así se conduce del llanto al consuelo, del dolor a la felicidad, de la angustia a la esperanza. Las otras bienaventuranzas se refieren al cumplimiento de una promesa. El llanto y el consuelo –comúnmente presentados como opuestos–, aquí son hermanados. Cristo nos enseña cómo encontrar nuestro único consuelo en Dios, incluso cuando hay lágrimas de por medio (texto basado en: Raniero CANTALAMESA, Las bienaventuranzas evangélicas, 29-42).
El llanto suele ser fruto de una emoción fuerte y, sobre todo, de una tristeza o un dolor muy intenso. Sin embargo, Jesús llama ‘dichosos’ a los que pasan por esos momentos de prueba. Del llanto al consuelo es la aplicación más exacta y completa del misterio pascual del que Cristo nos hace partícipes; así lo declaró Jesús en el discurso de la última cena: “Ustedes están tristes ahora, pero su tristeza se transformará en una alegría que nadie les podrá quitar” (Jn 16,20-22). El llanto purifica y libera, sobre todo cuando las lágrimas van acompañadas de la oración. El Papa Francisco subraya que la vida de todo discípulo, especialmente cuando anuncia el evangelio, debe estar impregnada de la alegría del que conoce, ama y sirve a Jesús: “Quienes se dejan salvar por Jesús son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con él siempre nace y renace la alegría” (Papa FRANCISCO, Evangelii gaudium, 1).
‘Dominus flevit’. Jesús derramó algunas lágrimas ante la ciudad de Jerusalén: “Al acercarse y contemplar la ciudad, lloró por ella, diciendo: ‘¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra’ ” (Lc 19,41-44). Lloró también ante la tumba de su amigo Lázaro (cf Jn 11,35), y nos señala el camino de la esperanza al elevar una plegaria de acción de gracias al Padre, al que se dirigió diciendo: “Sé que siempre me escuchas”. Cristo llora y ora, para indicarnos el alivio infalible de la confianza en Dios. En efecto, los evangelios nos narran que: “Jesús se conmovió ante la multitud, porque ellos andaban como ovejas sin pastor” (Mc 6,34; Mt 10,6).
En la cruz, con la expresión: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) –que enuncia el salmo 22–, Jesús proclama la búsqueda común que se da en el ser humano para encontrar consuelo, en medio del silencio y el dolor, que a veces parecen prolongarse… Cuando alguien se siente triste y solo, es decir abandonado, en realidad, es elegido por Dios para participar muy cercanamente del misterio del amor más grande, que Cristo nos demostró en la cruz (cf JUAN PABLO II, Savífici doloris, 26). Cuando Cristo resucitado pregunta a María Magdalena: ‘Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?’ (Jn 20,15), le abre la puerta del consuelo más grande que él ha obtenido para nosotros: Su resurrección, es decir, el paso de la muerte a la vida, que Cristo promete a los que participan en su dolor con él.
En el evangelio, se ha transcrito el término ‘Paráclito’, atribuido al Espíritu Santo, como el Consolador, aunque se traduce con frecuencia como ‘Defensor’, es decir, ‘el que hablará por ustedes’. En realidad, en la última cena Jesús anuncia que vendrá ‘otro Paráclito’ (Jn 14,16), porque el mismo Cristo ya dio la vida por nosotros. En el momento culminante de su pasión nos justifica, diciendo: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,24). Jesús anuncia que el Espíritu Santo vendrá con una tarea similar a la que él mismo realiza al consolarnos, defendernos, enseñarnos a orar como conviene y a llenarnos de la esperanza y el amor, y así ser sanados y liberados plenamente. Al respecto, señala el Papa Francisco que: Saber llorar con los demás, esto es santidad (Gaudete et exultate, 76).
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