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La Iglesia y la comunidad política
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La Iglesia y la comunidad política

Fragmento del libro de Jesús Ortiz, Conoce a Dios, dedicado a la colaboración Iglesia, Laicos, Estado.

Capítulo 15
de Conoce a Dios
Por Jesús Ortiz
Ed. Rialp, Madrid 2003.

Dios y el César
«Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios, y que no te dejas llevar de nadie, pues no haces acepción de personas. Dinos, por tanto, qué te parece: ¿es lícito dar tributo al César o no? (…) Jesús les respondió: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: Del César. Entonces les dijo: Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»(1)

Jesús da una respuesta que no alcanzan a entender y que es al mismo tiempo absolutamente fiel a su predicación sobre el Reino de Dios, viniendo a decir: Dad al César lo que le corresponde, pero no más de ello, pues también hay que dar a Dios lo que le corresponde, reverso necesario de la cuestión, que ellos sin embargo no habían planteado. No están en el mismo nivel, ya que para un buen israelita Dios trasciende toda medida humana; al César, el poder público, corresponde la tributación, necesaria para el ordenamiento temporal de la sociedad; a Dios evidentemente hay que darle el cumplimiento de todos los mandamientos, que implican el amor y la entrega personales, como criaturas del Creador. Y así la respuesta de Jesús supera el horizonte humano de los tentadores, está por encima del sí y del no, que querían arrancarle.

En definitiva, Jesucristo reconoció entonces el poder civil y sus derechos, pero avisó claramente que deben respetarse también los derechos superiores de Dios, y señala como parte de la voluntad de Dios el cumplimiento fiel de los deberes civiles.

1. La Iglesia y el Estado
«La comunidad política y la Iglesia, cada una en su ámbito propio, son mutuamente independientes y autónomos. Sin embargo, ambas, aunque por título diverso están al servicio de la vocación personal y social de unos mismos hombres. Tanto más eficazmente ejercerán este servicio en bien de todos cuanto mejor cultiven entre ellas una sana colaboración, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y de tiempo. Pues el hombre no está solamente limitado al orden temporal, sino que, viviendo en la historia humana, conserva íntegramente su vocación eterna»(2).

La historia de la Iglesia muestra que las relaciones con los poderes civiles han avanzado en profundidad y en frutos de paz a lo largo de los siglos. La Iglesia y el Estado están llamados a colaborar para servir a los hombres pues no es otra su finalidad, aunque sea en planos diversos: la Iglesia ha recibido la misión sobrenatural de evangelizar a los pueblos y a su vez los Estados tienen la misión de buscar el bien común temporal de todos los ciudadanos, que incluye también bienes espirituales propios pues el hombre trasciende la materia.

a) Fines diversos y compatibles
«La misión propia que Cristo confió a la Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Precisamente de esta misma misión religiosa fluyen una función, una luz y unas energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad de los hombres según la ley divina»(3).

La Iglesia es una sociedad de orden sobrenatural que se propone la salvación de las almas; una misión religiosa que incluye la recta ordenación de las cosas temporales, de modo que sirvan al hombre para alcanzar su fin último. Con su doctrina y su actividad apostólica, la Iglesia contribuye al progreso humano de la sociedad; los medios que la Iglesia utiliza para llevar a cabo su misión son ante todo espirituales: la predicación del Evangelio, la administración de los sacramentos, y la oración; pero también necesita utilizar los recursos materiales adecuados a la naturaleza de sus miembros, naturalmente cuidando que sean conformes al Evangelio. Por ello la Iglesia necesita independencia para realizar su misión en el mundo, aunque no necesita un predominio de carácter político o económico(4).

En cambio, el Estado es de orden natural y se propone el bien común temporal de la sociedad civil, que incluye también el bien espiritual de los ciudadanos. Un Estado que sólo se ocupa del bienestar material seguiría una antropología intrascendente y mutilaría la condición humana(5). El bienestar social requiere, además de los medios materiales, otros muchos bienes de carácter espiritual, como son la paz, el orden, la justicia, la libertad, la cultura o la religión. Son bienes que sólo pueden alcanzarse mediante el ejercicio de las virtudes sociales, que el Estado debe promover y tutelar, como es la moralidad pública.

b) Colaboración entre Iglesia y Estado
La Iglesia en cuanto institución tiene una presencia ante la comunidad política, que es preciso considerar atentamente. Iglesia y Estado se presentan como sociedades plenamente configuradas en su respectivo ámbito y necesitan establecer relaciones mutuas de armonía, tanto en el plano de los hechos como en el ámbito jurídico. Se dice que ambos poderes son originarios e inderivables el uno del otro; por eso son incompatibles con la doctrina cristiana las teorías monistas sobre el poder: aquellas que admiten sólo el poder del Estado (ateísmo de Estado, laicismo,…) o sólo el poder religioso (teocracia, fundamentalismo, integrismo…).

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado han de ser lógicamente de unión y colaboración mutua, aunque cada uno actúe dentro de su propio orden.

Colaboración que parte del mutuo reconocimiento de ser sociedades diferentes, con naturaleza, organización y personalidad jurídica propias; y esto se lleva a cabo mediante la regulación jurídica de aquellas materias que afectan a los fines de ambos, como son el derecho a la vida, la educación, el matrimonio, la comunicación social, o la asistencia a los necesitados. Son las llamados cuestiones mixtas.

c) Respetar el orden moral
Toda la actividad terrena del ser humano, incluida la vida social, tiene una dimensión moral que debe ser ordenada al fin último, que los cristianos conocen por la fe en la Revelación. Así, la Iglesia conoce y enseña los principios de orden moral enraizados en la misma naturaleza humana; por eso, tiene el derecho y «el deber de enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas»(6).

La Iglesia tiene el derecho y el deber de señalar cuando una ley sea injusta por ser contraria a la ley natural -leyes permisivas del aborto o del divorcio-, y determinadas costumbres o situaciones que son objetivamente inmorales -matrimonio de homosexuales o corrupción administrativa-, aunque estén permitidas por el poder civil, o que los católicos no deben dar su apoyo a personas y partidos que se propongan objetivos contrarios a la ley de Dios -eugenesia o racismo-, y por tanto, a la dignidad de la persona humana y al bien común.

Los poderes públicos servirán a la sociedad si respetan el orden moral. Cumpliendo con su fin propio, el Estado ha de ayudar y colaborar con la Iglesia, disponiendo los asuntos temporales con libertad, pero de modo que puedan ser ordenados al fin trascendente. La razón es bien sencilla, porque el Estado busca el bien común temporal de las personas, que tienen un alma que salvar; porque el Estado está planteado desde la dimensión ética de la persona y de la sociedad, y debe custodiar también la ley moral natural. Es el modo que tiene, según su naturaleza, de cooperar en su orden a la salvación de las almas; por ello afirma el Vaticano II «que el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para promover el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico legalmente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer»(7).

La moralidad pública tiene dependencia de la moral privada, en especial de quienes gobiernan y dirigen las instituciones; de ahí que el Concilio Vaticano II afirme que: «La separación entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerada como uno de los más graves errores de nuestra época»(8). En cambio, la coherencia de los fieles laicos con su fe en todas sus actuaciones, en especial quienes tienen cargos de responsabilidad pública, será la mejor garantía de que las instituciones y leyes contribuyen al bien común(9).

d) Moral y derecho
También hay una íntima relación entre moral y derecho, puesto que éste no es autónomo. Una de las principales funciones del Estado consiste en dar leyes que regulen el ejercicio de los derechos y los deberes de la sociedad civil en orden al bien común. Debe haber leyes justas conforme a la recta razón. Algunas leyes tratan de materias que son buenas o malas por naturaleza desde una perspectiva moral: legislación sobre el matrimonio, la vida, la propiedad, la enseñanza, etc. Por tanto, para que esas leyes humanas sean buenas, obligatorias en conciencia, no basta con que procedan de la autoridad constituida; es necesario que sean justas en relación al criterio que proviene de una autoridad superior, que es la de Dios: «La ley humana tiene razón de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada es manifiesto que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter de ley, sino más bien de violencia»(10)

La ley natural constituye el derecho natural, es norma universal y procede únicamente de Dios que ha creado la naturaleza humana. Se puede conocer por la sola luz natural de la razón: «Cuando los gentiles, que no tienen ley escrita, hacen por razón natural lo que manda la ley (…) hacen ver que lo que la ley ordena está escrito en sus corazones, como lo atestigua la propia conciencia y las diferentes reflexiones que en su interior los acusan o los defienden, lo cual se descubrirá en el día en que Dios juzgará los secretos de los hombres»(11). Así la ley natural constituye verdadero derecho -llamado derecho natural-, que de hecho puede estar o no estar recogido en las leyes humanas, pero que debería ser el fundamento de todas ellas(12).

2. Relaciones jurídicas entre la Iglesia y el Estado
Teniendo en cuenta esos criterios la forma práctica de proceder para regular las relaciones jurídicas entre la Iglesia y el Estado puede variar según los tiempos y circunstancias: por ejemplo, no será la misma forma en países de tradición católica que en otros con presencia minoritaria de católicos. Un aspecto esencial que se debe cuidar siempre es la salvaguarda del derecho a la libertad religiosa; velar por el respeto de este derecho es velar por el entero orden social, pues el derecho a la libertad social y civil en materia religiosa viene a ser como la fuente y síntesis de todos los derechos del hombre(13).

En muchos países la Constitución garantiza ampliamente la liberad religiosa de los ciudadanos y grupos religiosos; por ese cauce puede también la Iglesia encontrar libertad suficiente para cumplir su misión y espacio para desarrollar sus iniciativas apostólicas(14). La Constitución española reconocer que todos los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna, entre otras, por la religión. Se garantiza la libertad religiosa y de culto de los individuos y las comunidades y establece la aconfesionalidad del Estado -por respeto a la libertad religiosa de todos los españoles- que es bien distinta del laicismo que excluye la religión de la vida civil: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones»(15).

Además, si es posible, la Iglesia procura establecer acuerdos con el Estado, llamados en general Concordatos, en los cuales se pactan soluciones concretas a las cuestiones en las que ambos tienen competencia: libertad de la Iglesia y de sus entidades para ejercer su misión, enseñanza, matrimonio de los católicos y sus efectos civiles, ayuda económica por el interés social de las instituciones eclesiales, días festivos, etcétera.

3. Régimen sobre el matrimonio y la enseñanza
La familia ha sido instituida por Dios, tiene un fin propio que es la procreación y la educación de los hijos, y posee un conjunto de características inmutables, a pesar del cambio de los tiempos, porque responden a la naturaleza humana por su origen divino. Podrán mudar elementos accidentales y sistemas de vida, pero lo esencial permanecerá siempre inalterable; porque la constitución y prerrogativas fundamentales de la familia han sido determinadas por Dios al establecer lo específico del ser humano.

Los temas que afectan a la familia están bajo la potestad de la Iglesia y del Estado por las razones que se han señalado, y por eso ambas instituciones tienen competencia propia, como son el reconocimiento del matrimonio y la libertad de enseñanza.

a) Al servicio de la familia
A la Iglesia le compete regular el matrimonio de los católicos, aunque sólo lo sea uno de los contrayentes; porque el matrimonio es un sacramento y a la Iglesia le corresponde establecer las normas para su válida y lícita celebración por los católicos. Al Estado le corresponde regular los efectos de orden civil, p.ej., el régimen de bienes entre los esposos(16).

El Estado tiene el deber de reconocer a los católicos el derecho a contraer matrimonio por la Iglesia, y darle validez civil sin obligarles a celebrar un matrimonio civil porque ya han contraído verdadero matrimonio. En algunos concordatos la Iglesia obtiene una cierta eficacia civil para su legislación matrimonial; sin embargo, por diversas circunstancias, tiene que tolerar que algunos de sus derechos en esta materia no sean reconocidos por la ley civil -p.ej. la indisolubilidad-, pero sin aprobarlo porque la ley divina estará siempre vigente aunque los hombres no quieran reconocerla(17).

b) Derecho a educar a los hijos
El derecho y el deber de educar a los hijos corresponde primariamente a los padres; «por haber dado vida a sus hijos, tienen la muy grave obligación de educarles; y, por tanto, ellos han de ser reconocidos como sus primeros y principales educadores»(18). Por tanto, a ellos corresponde también determinar el tipo de enseñanza que desean para sus hijos y los medios de los que se servirán para ese fin, como las escuelas o las catequesis (19).

«Los padres, como primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de elegir para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones: este derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los poderes tienen el deber de elegir las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos, y los poderes tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar las condiciones reales de su ejercicio»(20).

Al Estado le compete dictar las normas relativas a la enseñanza que sean necesarias para el bien común (niveles y grados, acceso de todos a la instrucción, contenidos mínimos para obtener los grados correspondientes, reconocimiento de títulos, etc.). Allí donde no sea suficiente la iniciativa de los padres o de grupos sociales, el Estado debe subsidiariamente establecer sus propios escuelas, respetando siempre el derecho de los padres sobre la orientación de la educación de sus hijos. Atentaría contra la libertad que el Estado se reservara el monopolio de la enseñanza, aunque sólo sea indirectamente, p.ej. negando subvenciones(21).

También a la Iglesia le compete, por derecho divino, determinar y vigilar todo lo que se refiere a la enseñanza y difusión de la religión católica: programas, contenidos, libros, idoneidad de los profesores, etc. Es un aspecto de la potestad de magisterio que compete a la Jerarquía, y un derecho de la Iglesia a defender y garantizar su propia identidad y la integridad de su doctrina. Nadie puede, por tanto, erigirse en maestro de doctrina católica a cualquier nivel -escuela o universidad- si no está aprobado por la autoridad eclesiástica(22).

Tiene derecho también la Iglesia a establecer sus propios centros de enseñanza oficialmente católicos, a que sean reconocidos y reciban ayudas estatales en las mismas condiciones que otros centros no estatales, sin tener que renunciar por ello a su ideario católico o a su dependencia de la autoridad eclesiástica(23).

Finalmente, la Iglesia tiene también derecho a promover iniciativas sociales que sean congruentes con su misión religiosa: hospitales, medios de comunicación, orfanatos, centros de acogida, etc. También tiene derecho a que el Estado reconozca a estas obras católicas en las mismas condiciones que otras iniciativas promovidas por particulares, tales como exenciones fiscales, titulación del personal, subvenciones, colaboración de voluntarios, posibilidad de recaudar donativos. etc. Lamentablemente se constata que esto no se cumple en algunos países, pero la Iglesia no pide ningún privilegio, tan sólo pide libertad y reconocimiento de su labor humana y social, a semejanza de lo que hacen los partidos políticos, sindicatos, o las empresas periodísticas.

4. Los católicos en la vida pública
«Los fieles aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por al conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios»(24). Puede decirse que en estas palabras se resume el modo en que los católicos deben vivir la enseñanza del Señor: «Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»(25).

a) Misión de los laicos
Todos, pero especialmente los laicos, tienen derecho a que en la Iglesia se reconozca su legítima autonomía para gestionar los asuntos temporales según sus propias convicciones, siempre que éstas sean acordes con al doctrina católica, dentro de la cual caben diversas posturas en las cuestiones terrenas. A la vez evitarán implicar a la Iglesia en sus personales decisiones y actuaciones sociales, sin presentar esas soluciones como soluciones católicas(26).

En la vida civil los fieles laicos deben ejercer sus derechos y cumplir sus deberes para santificar el mundo desde dentro, con iniciativa y responsabilidad, sin esperar que la Jerarquía resuelva los problemas con las autoridades civiles o les propongan las soluciones que deben adoptar. Su misión consiste en impregnar la vida social con las virtudes humanas y cristianas, sin separar la ética privada de la ética pública, y creando un humanismo que apoye la libertad en la verdad y que potencie el sentido trascendente de la vida(27). Por ello, «La Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la insignia de la valentía y de a creatividad intelectual, en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de creación artística y de reflexión humanista. (…) Es un programa exigente consignado a la específica responsabilidad de los fieles laicos»(28).

b) En la política
«Los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política»(29). Puesto que en no pocas ocasiones las leyes civiles no se ajustan a la enseñanza de la Iglesia, los católicos deben hacer lo posible, colaborando con otros ciudadanos de buena voluntad, para rectificar esas leyes, siempre dentro de los cauces legítimos y con caridad(30). En cualquier caso, deben ajustar su conducta a la doctrina católica y vivir la unidad de vida propia de quienes viven en el mundo sin ser mundanos(31).

LA RELIGIÓN ES FUENTE DE PAZ
La onda expansiva del atentado contra la Torres Gemelas en Nueva York ha conmovido los cimientos de nuestra sociedad pluralista y planteado un falso enfrentamiento con el mundo islámico. Quienes ven en la religión una fuente de conflictos tienden a considerar que las convicciones firmes portan un germen de fanatismo que hace imposible el diálogo; sin embargo es preciso señalar que la religión tiene una importante función en a sociedad, porque suscita una actitud moral de respeto al prójimo ayudando a superar actitudes cainitas demasiado arraigadas en el corazón humano; sólo las manipulaciones de la religión llevan a la violencia. En concreto el cristianismo es particularmente integrador en sus principios y en su trayectoria: afirmación conjunta de Dios y del hombre, de naturaleza y gracia, de fe y razón, de libertad y verdad, de persona y sociedad.

Por tanto, las amenazas a la paz no provienen de la pasión por la verdad, y se puede estar convencido de tener la verdad -el cristiano cree en el Dios vivo y encarnado-, sin sentirse por eso autorizado a imponerla coactivamente. Cuando se ha dado en el occidente cristiano ha sido en contra del Evangelio y de la enseñanza de la Iglesia. Aún resuenan las palabras fuertes de Juan Pablo II en Irlanda: «La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la liberad del ser humano. La violencia es un crimen contra la humanidad, porque destruye la verdadera construcción de la sociedad. Pido con vosotros que el sentido moral y la convicción cristiana de los hombres y mujeres irlandeses no sean nunca obnubilados y embotados por la mentira de la violencia, que nadie pueda llamar nunca al asesinato con otro nombre que el de asesinato, que a la espiral de la violencia no se le dé nunca la distinción de lógica inevitable o de represalia necesaria. Recordemos las palabras que permanecerán para siempre: “cuantos empuñan la espada, a espada morirán”»(32).

En suma, podemos decir que la religión está anclada en la verdad y no a medio camino entre el fundamentalismo y el laicismo porque le corresponde un plano superior trascendente: el hombre se encuentra con la llamada de Dios y el sentido pleno de su vida. En cambio, la violencia es una mentira contra los hombres, contra la religión y contra Dios. No hay razones para enfrentarse a nuestra civilización cristiana, ni para sospechar poca lealtad en la Iglesia en sus relaciones con el Estado, porque la libertad que está anclada en la verdad lleva a ser hombres y mujeres especialmente aptos para convivir con todos.

Notas
(1) Mt 12,16-21
(2) GS, 76
(3) GS, 42
(4) Cfr. GS,76; DH, 14
(5) Varias obras de la literatura contemporánea se ocupan de escenificar cómo sería un Estado, nacional o supranacional, que cercenara las necesidades espirituales de los hombres como son el amor auténtico, la búsqueda de la verdad, la liberad para decidir el propio destino, o el sentido religioso de una vida dirigida a Dios. Entre otros, A.HUXLEY, Un mundo feliz, Plaza & Janés 1996. Esta novela describe un mundo en el que se han cumplido los peores vaticinios: triunfan los dioses del consuma y el bienestar, y está organizado en “zonas de seguridad” que esconden el peor de los totalitarismo. Ese mundo ha sacrificado valores humanos esenciales, y sus habitantes son procreados in vitro a imagen y semejanza de una cadena de montaje. Cf. G.ORWELL, 1984, y también, Rebelión en la granja.
(6) GS, 76.
(7) Ibidem,74.
(8) GS, 43.
(9) «No se puede, por lo demás, separar la moral pública y la moral privada. Hoy se proclama con rara unanimidad que el hombre público tiene derecho a su vida privada, sancionándose de este modo una dicotomía que secciona al mismo individuo en dos compartimentos estancos. Todo lo cual es verdadero y legítimo sólo hasta cierto punto. Quien asume un protagonismo social, ha de hacerlo desde la verdad personal, comprometiéndose por convicción y no sólo por convención o interés coyuntural». CEE, La verdad os hará libres, n. 62
(10) Santo TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, 93, 3 ad 2.
(11) Rm 2, 14-16
(12) Sin Dios no hay moral, y sin moral no hay derecho. Por eso, la pretensión de implantar un derecho natural sin Dios ( iusnaturalismo racionalista), conduce a la degradación de la sociedad (Cf. Rm 1,28-31). Y, por lo mismo, afirmar que es la ley humana la que decide y establece el bien y el mal, lo lícito en todos los órdenes (positivismo jurídico), supone también una radical y grave perversión de la idea misma del derecho, que depende de criterios morales y del reconocimiento de la existencia de Dios. Cfr. Pío XII, Discurso, 13-IX-1949, AAS 41 (1949), p.606
(13) JUAN PABLO II, CA, 47
(14) Cfr. DH, 13. Siempre que las circunstancias lo permiten, la Santa Sede establece relaciones diplomáticas con los Estados para así mantener un cauce de diálogo permanente en las cuestiones que interesan a las dos partes, la llamadas cuestiones mixtas
(15) CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA, Art. 16, parr.3; Cfr. Art. 14, Art 16, parr.1.
(16) CIC, can. 1059
(17) Un capítulo decisivo es el respeto a la vida humana. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término natural, y nadie puede atribuirse el derecho a manipularla, ni los padres (contracepción, aborto), ni los científicos (fecundación artificial o in vitro), ni el Estado (leyes permisivas del aborto, de la manipulación genética, etc.). Cfr. JUAN PABLO II, EV, n, 62.95; CCE, 2372; CIC, can, 2372 parr. 1.
(18) GS,3
(19) «El derecho y el deber de la educación son, para los padres primordiales e inalienables» CCE, 221;Cfr. JUAN PABLO II, FC, 36
(20) CCE, 2229. El estado debe reconocer la función social de estas escuelas y subvencionarlas, Cfr. JUAN PABLO II, FC, 40.
(21) Lesionan ese derecho: la enseñanza colectivista y la enseñanza neutra. En primer lugar, carece de sentido suplantar a la familia afirmando que los niños son miembros de la sociedad y deben ser confiados al Estado, como ocurre en los regímenes colectivistas. En segundo lugar, la escuela neutra (que dice perseguir sólo unas finalidades técnicas) atenta también contra los derechos de los padres y de los hijos. Porque tal abuso procede de una ideología agnóstica que, si en principio prescinde de las cuestiones sobre religión y moral, de hecho viene a negar varios puntos básicos, p.ej.: que la sociedad también tiene su fin en Dios sirviendo a los hombres; que las leyes civiles deben inspirarse en la ley natural; y que la educación integral de la persona incluye la educación en la fe y la moral. Cfr. PÍO XI, Enc .Divini illius Magistri, AAS (1929) 737-738, Dz 2219.
(22) Cf. CIC, can. 804-805.
(23) Cf. CIC, can. 800.
(24) LG, 36.
(25) Mt 22,21.La exposición apologética de una conocida obra sobre los primeros cristianos es un buen comentario a esas palabras del Señor: «Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y tota patria es tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no abandonan los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el Cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes». Discurso a Diogneto, Cap. V, en J.A.LOARTE, El tesoro de los Padres, p. 66.
(26) Cfr. Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 117. Respecto a la Doctrina Social, Cfr. Capítulo 14, nota 7.
(27) «Una democracia sin valores, inmersa en la incertidumbre moral y en la contingencia política, tiene a convertirse en un totalitarismo visible o latente (…) Desde luego, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral, aunque sólo sea porque el relativismo no fundamenta nada. La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la “verdad política”», A. LLANO, Humanismo cívico, Ariel, 1991, p. 203.
(28) JUAN PABLO II, Ch.L., 44.
(29) Ibidem, 42.
(30) Cfr. JUAN PABLO II, EV, 73.

Así, «cuando no sea posible evitar abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública». Ibidem.

(31) «En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual” con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida “secular”, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura». Ibidem,59.
(32) JUAN PABLO II, Hom. en Drogheda (Irlanda), 29-IV-1979.

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