Un amigo quería entender en qué consistía la oración. Le llamó la atención que definiera la oración como un encuentro interpersonal entre Dios y el hombre. Y yo creo que su sorpresa no se debía al desconocimiento de esta realidad, sino a la maravilla que esto supone. ¡Tratar con Dios Padre! ¡Tratar de yo a Tú con Jesucristo! ¡Ver que su mirada se clava en tus ojos, verle acercarse a ti, acogerle, escucharle, responderle, abrazarle…!
1. Dios invita al hombre al diálogo con Él.
Aquí tenemos uno de los misterios más grandes: Dios que se basta, que no necesita de nada y de nadie, sueña al hombre, lo crea y le da la dignidad de hijo suyo para desarrollar una vida familiar con él, en el tiempo y en la eternidad.
«Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien, capaz de conocerse, de poseerse, de entregarse libremente y de entrar en comunión con otras personas. Al mismo tiempo, por la gracia, está llamado a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y amor que nadie más puede dar en su lugar.»(Benedicto XVI, Mensaje para la jornada mundial de la paz, 1 de enero de 2007).
La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19,1).
Y le da la capacidad para ello: «Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.» (cfr. Catecismo n 52)
2. La relación del hombre con Dios es un acto libre.
Cada hombre decide libremente hacia dónde quiere caminar, lo que quiere ser. Dios no le impone nada. Dios atrae, invita, mendiga nuestra atención y nuestra respuesta. Corresponde a cada uno acoger el don de Dios, es un acto personal, libre.
Todo comienza el día de nuestro Bautismo. En nuestro Bautismo recibimos el don de la fe. Y con la fe una nueva vida, la vida de Cristo Resucitado en nosotros. El desarrollo de esa vida en Cristo y con Cristo supone una aceptación libre por parte nuestra. Así que, por un lado tenemos a Dios que libremente nos invita a entrar en su intimidad y por otro al hombre que libremente lo acepta o lo rechaza. Una llamada, una respuesta y un encuentro.
En la catequesis del miércoles pasado, el Papa nos explicó que: «El acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación.
Pero este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi «yo», encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino; y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo del curso de la vida.» (Catequesis de Benedicto XVI, 31 de octubre 2012).
En eso consiste la vida de oración: en vivir nuestra condición de hijos de Dios, en desarrollar una relación personal con nuestro Padre, Redentor y Guía; en poner nuestra fe en acto. Dios nos creó para hacer vida con Él, para vivir en comunión con Él, para caminar con Él en el jardín del Edén en la brisa de la tarde (cfr. Gn 3,8), y espera nuestra respuesta.
Esto es simplemente maravilloso.
Como dice la canción que les pongo al fondo de este artículo: «Y hay gente que no reza, ¡qué pena!»
3. El anhelo de Jesús: instaurar Su Reino en mí y a través de mí.
«He venido a traer fuego a la tierra y qué quiero sino que arda» (Lc 12, 49). En el Bautismo Dios nos hace hijos suyos y nos traza un ideal: Jesucristo. Somos hijos destinados a ser como el Hijo. El día de nuestro Bautismo Dios prendió fuego en nuestra alma, el Espíritu Santo se estableció en nosotros, desde entonces somos templo de la Trinidad. Pero el fuego debe arder. Debemos dejarnos quemar por el fuego de Su amor, Cristo ha de reinar en cada uno de nosotros. El Reino de Cristo que debe establecerse en nuestros corazones es Cristo mismo.
Esto supone un proceso de purificación, de renuncia al pecado y apertura a la gracia de Dios, para que sea Él quien viva en nosotros. En este proceso, Su gracia nos penetra y nosotros nos penetramos de Él. Podemos imaginar que nosotros mismos somos una materia fría como el acero, a veces dura y resistente. O como el carbón, una materia oscura, opaca. Cuando la gracia se acerca y «se encarna» en nuestras vidas como un fuego encendido e incesante, nos convertimos en acero incandescente, en brasas ardientes y luminosas. No se encuentran ya el fuego por un lado y el acero por otro, sino tan sólo acero incandescente. No vemos ya una llama que abraza un leño, sino una brasa.
Así es como a través del trato con Cristo en la oración le vamos conociendo con un conocimiento interior fundado en la fe y en el amor, un conocimiento personal, vivo, experiencial, y nos vamos dejando transformar por Él, caminando hacia la identificación con Él.
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