Bajo este título sugerente y un tanto atrevido se esconde el mayor de los regalos que hemos recibido de Dios. Un regalo que está al alcance de todos. Un regalo que podemos recibir cada día si nosotros queremos.
Entramos a la Iglesia, tomamos agua bendita y nos vamos a uno de los bancos para en silencio aguardar el comienzo de la Santa Misa. Sale el sacerdote de la sacristía, se arrodilla delante del Sagrario, sube al presbiterio, besa el altar y comienza la Santa Misa con un saludo cristiano: “En el nombre del Padre… El Señor esté con vosotros”. Acto seguido nos invita a ponernos en paz con Dios mediante la recitación del “Yo confieso”. En este momento le pedimos perdón a Dios por todas las ofensas que hayamos podido cometer; perdón que es otorgado si nuestras faltas son veniales, aunque deberíamos acudir a confesarnos si es que hubiera algún pecado mortal. Es lógico que le pidamos perdón al Señor en este momento pues qué sentido tendría acercarnos a Él si estuviéramos separados como consecuencia del pecado. Dos amigos que quieren hablar, tienen que pedirse perdón si es que se hubieran ofendido. Hechas la paces ya podemos acercarnos a Él. Acto seguido, y una vez hechas las paces, ensalzamos a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo…”.
Posteriormente nos disponemos a escuchar el mensaje que el Señor quiere transmitirnos ese día. Escuchamos con devoción y atención las lecturas de la Sagrada Biblia. En realidad, estas lecturas nos ofrecen un mensaje para crecer en santidad, para conocer mejor a Jesús… En algunas ocasiones el sacerdote nos explica alguno de estos pasajes para facilitarnos su comprensión.
Acabada la liturgia de la Palabra nos disponemos a participar en el Ofertorio. Ahora es cuando el sacerdote presenta a Dios las ofrendas de pan y vino. Ofrendas que se convertirán poco después en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo. Es en este momento cuando nosotros desde el banco presentamos también a Dios nuestra ofrenda. Regalamos a Dios todo lo que vamos a hacer en ese día. Le ofrecemos nuestro corazón, nuestro amor, nuestra paciencia, nuestro dolor… Acabada esta ofrenda, el sacerdote las recoge todas y nos dice: “Orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre todopoderoso”.
Terminado el Ofertorio, nuestro corazón después de haber aclamado la santidad de Dios (“Santo, Santo, Santo es el Señor…”) se arrodilla ante el misterio que va a ocurrir delante de nuestros ojos. Cristo, saltándose las barreras del tiempo y del espacio, se va a hacer realmente presente justo en el momento que es crucificado en el Calvario. No es que Cristo vuelva a morir. Es realmente un milagro de Dios. En ese momento nosotros nos recogemos interiormente y somos trasladados al Calvario. Oímos el bullicio de las gentes. Vemos tres cruces levantadas donde han clavado a tres malhechores. Y junto al pie de la cruz que está en medio vemos a María, Juan Apóstol y otras mujeres. Ante este espectáculo horrendo también nosotros nos ponemos de rodillas y con timidez elevamos los ojos a la cruz. En ella vemos agonizando a Cristo. Es en ese momento cuando le decimos: “¡Señor soy yo quien tendría que estar clavado en la cruz y no tú! ¡Yo soy el pecador! ¡Déjame al menos morir contigo!” Es en este momento cuando la ofrenda de las cosas que habíamos hecho anteriormente se transforme en una ofrenda de nosotros mismos. Si fuera posible desearíamos morir con Cristo.
La Santa Misa sigue con más oraciones. Invocamos a Dios como nuestro Padre del cielo y con humildad y gran alegría nos disponemos a recibir a Jesús en nuestro corazón. Nos acercamos al comulgatorio. Nos ponemos de rodillas. No nos atrevemos a tocar a Jesús con nuestras manos. Él es tan santo y nosotros tan sucios. Bastante es que me permita recibirlo en mi boca y depositarlo en mi corazón. Vuelvo a mi banco y en ese momento de supremo gozo oigo a Jesús que me dice: “Lucas, antes, cuando estaba yo muriendo en la cruz me ofreciste tu vida. Ahora te has quedado sin ella, pues ya es mía. ¡Escucha!, toma la mía, pues desde ahora será la tuya”. A nosotros, emocionados, nos recuerdan las palabras que Él ya nos dijo: “El que me coma vivirá por mí”.
Con ese gozo, le damos gracias al Señor y después, lleno nuestro corazón de paz y alegría nos disponemos a reasumir nuestras tareas cotidianas. No sin antes haber recibido la bendición de Dios y escuchar cómo Él nos dice: “Ahora marcha en paz”.
Han sido unos momentos intensos. La verdad es que hemos estado en el cielo; cielo que llevamos ahora dentro de nosotros para que otros también lo vean. Y con ese espíritu pasaremos el resto del día con la esperanza de mañana volver a encontrarnos de nuestro con Cristo, pedirle perdón de nuevo, ofrecerle lo que somos y tenemos, y llevarnos un día más el cielo con nosotros. Y todo esto, día a día, hasta que el Señor nos considere dignos de irnos ya siempre junto a Él para no salir nunca más de las moradas eternas.
Esa es mi Misa de cada día. Nadie me la explicó. O mejor fue el mismo Señor quien así me lo contó. Y así la estoy viviendo desde los trece años. Ahora estoy para cumplir los sesenta. El Señor me llamó a ser uno de sus Doce. Y desde entonces no he perdido ni un solo día mi encuentro con Él en su casa.
Publicado originalmente en: AdelanteLaFe.com
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