Pedro se acercó entonces y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22).
Me alegra y me llena mucho la Palabra que nos regala el Señor en este domingo por medio de la liturgia de la Iglesia, que viene resumida perfectamente en el versículo del salmo responsorial que rezamos hoy: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 102,8). Porque realmente el Señor es así y suscita en mi corazón una sincera acción de gracias: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 117,1).
Así, el Señor nos hace una llamada hoy a hacer memorial de las muchas veces en que el Señor ha perdonado nuestros pecados, quizás alguna vez alguno de ellos bastante imperdonable, para que así, tengamos presente lo que rezamos en la oración del Padre Nuestro: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12). El Señor nos llama a vivir de acuerdo a la vocación que nos ha concedido: Ser HIJOS DE DIOS, SER UNO CON CRISTO. dice Jesucristo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»?» (Jn 14,9); «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Pues se alegra mi corazón ante la enorme gracia que nos concede el Señor al hacernos partícipes con el Espíritu Santo de la misma naturaleza de Dios: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8,15-17). Así, si el que ve a Cristo, ve al Padre, si somos UNO CON CRISTO, tal y como dice la oración del Santo Cardenal Newman que asumió la Santa Madre Teresa de Calcuta: «Quien me vea a mí, que te vea a Ti», quien nos ve, debe ver a Cristo, ya que esta filiación divina no es algo abstracto o intangible, sino que con esa preciosa frase del Santo Cardenal Newman queda de manifiesto la principal misión que nos ha concedido el Señor como miembros de la Iglesia: Hacer presente al Señor, que «Quien me vea a mí, que vea a Cristo», o como dirá el mismo San Pablo: «Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). Por eso debemos preguntarnos hoy, a la luz de esta Palabra, quién me ve a mí, ¿ve a Cristo?
Así, el Señor nos llama hoy a manifestar en y con nuestras vidas que «el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Sal 102,8). De ahí las palabras del Profeta Oseas: «Misericordia quiero y no sacrificios» (Os 6,6), porque si queremos seguir a Cristo, si queremos amar a Cristo, SER UNO CON CRISTO, no podemos pretender vivir de forma opuesta a cómo vivió Cristo; es más, no debemos impedir que Cristo tome posesión de nuestra existencia por obra del Espíritu Santo, y así llevar Él, con nuestra ayuda voluntaria, a la práctica la grandiosa Palabra que se nos proclama hoy, que es la del perdón.
Muchas veces buscamos justificaciones racionales para no perdonar, siguiendo algunas ideas demoniacas como «cristianos sí pero bobos no», intentando limitar o reducir el mensaje evangélico. «Cristianos sí, pero fanáticos no». Ahora se hace una distinción entre «católicos», para el mundo los buenos, y «ultracatólicos», los fanáticos, fundamentalistas, intolerantes, bobos, según el mundo. Y se cumple la Palabra que le dijeron algunos de los discípulos al oír al mismo Jesucristo: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). O como hemos oído domingos atrás lo que le dice el mismo Jesucristo a San Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23). Porque SIENDO UNO CON CRISTO, viviremos con sus pensamientos y sentimientos, no con los del mundo. Porque es a esto a lo que estamos llamados.
Porque se proclama en el pasaje del Evangelio de hoy: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22). Porque el Señor nos perdona siempre. Recuerdo todavía el primer Ángelus que rezó el Papa Francisco: «No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y, padre, ¿cuál es el problema?” El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros» (Papa Francisco, oración del Ángelus dominical el día 17 de marzo de 2013). Y si Dios perdona siempre, ¿Cómo queremos ser cristianos sin querer perdonar?
Resuenan en mi corazón las palabras que dice Cristo en la Cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), y bastante bien que lo sabían. Y ninguno le había pedido perdón. Pero Cristo perdona incluso antes de que le pidan perdón. Y la llamada que hace el Señor, hoy si queremos ser cristianos, es a hacer lo mismo: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10,36-37). Y para ello necesitamos estar unidos constantemente a Él por medio de la oración, de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, la escucha constante de su Palabra, SIENDO UNO CON ÉL. Así, dirá San Pablo: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,1-2); «Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo» (Ef 4,32).
Recuerdo siempre una clase en la que hablábamos sobre el perdón y una alumna afirmaba con gran asertividad: «El perdón es injusto. Si alguien ha hecho algo malo, debe asumir las consecuencias y pagar por ello. No es justo perdonar». Yo me quedé sobrecogido ante su actitud y pude contemplar la dureza de la sociedad contemporánea que, por una parte, con su relativismo moral, dice que todo está bien, y por otra, no tolera el mínimo error. Como dice el mismo Jesucristo: «Allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Lc 13,28). Es una sociedad que no conoce la misericordia, que se escandaliza del perdón, de la cruz. Porque perdonar es algo mucho más profundo que dar un beso o un saludo a la persona que te ha ofendido, que ya es mucho, sino que se trata de vivir lo que vivió Cristo: cargar con el pecado del que te ha ofendido, pagar tú por ella las consecuencias del pecado de la persona que te ha ofendido. Eso es lo que ha hecho Cristo y lo que llama a hacer si queremos ser cristianos. Es lo que rezamos todos los días en la oración del Padre nuestro: «Y perdónanos nuestras ofensas, como nosotros hemos perdonado a los que nos ofenden» (Mt 6,12). Es lo que está inscrito en el ADN de Dios: El Amor eterno. Es la misión que nos da Cristo: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10,36-37).
En este mundo no se perdona. Los padres que perdonen al violador y asesino de su hija serán casi más odiados que el asesino. El que perdone una estafa, una infidelidad matrimonial, etc., será despreciado, insultado. Pero Cristo nos ha dicho: PERDONAD SIEMPRE. Y seremos signos de contradicción. Unos nos despreciarán pero quizás alguno vuelva su vida a Dios. SEAMOS UNO CON CRISTO. Feliz domingo.
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