Gálatas 2, 1-2. 7-14: “Reconocieron la gracia que me había sido dada”
Salmo 116: “Bendito sea el Señor”
San Lucas 11, 1-4: “Señor, enséñanos a orar”
San Lucas nos lleva de la mano hasta el encuentro con Jesús y nos coloca frente a Él. Seguramente nos pasará lo mismo que a los discípulos que al contemplarlo en oración, veremos que refleja una paz y una armonía tal que suscita en nosotros el deseo irresistible de participar de esa paz, y decir junto con los discípulos: “Señor, enséñanos a orar”.
No está Jesús en el templo donde se hacía la oración oficial, para Jesús cualquier lugar es santuario donde puede encontrarse con su Padre, pero prefiere el lugar solitario para vivir la intimidad. Y Jesús descubre a sus discípulos una oración diferente. Por primera vez hay alguien que se dirige a Dios con la sencillez y la confianza de un pequeño: “Padre”. Jesús introduce un cambio profundo en la relación de los hombres con Dios. Todas las religiones, incluyendo el pueblo de Israel, rezaban a un Dios lejano al que trataban de aplacar o de conquistar. Jesús sustituye este temor por una confianza y un amor grande, y se acerca con la sencillez del pequeñito para colocarse en los brazos amorosos y decir: “Padre”. En verdad, en esta oración encontramos la correcta relación entre Dios y nosotros (Padre-hijos), entre lo que vivimos con angustias (tierra) y lo que esperamos con ilusión (cielo). Descubrimos el equilibrio entre los bienes materiales y el deseo de eternidad.
El hombre se preocupa por lo que necesita para vivir hoy: el pan, el perdón, la tentación, el mal; pero tiene muy presente y se abre a lo que significa su relación con Dios: su nombre, su reino, su voluntad. En la oración de Jesús la causa de Dios se acerca a la causa del hombre; y la causa del hombre depende de la causa de Dios.
Me gusta recitar el Padre Nuestro, aunque muchas veces me quedo contemplando y meditando esa primera palabra y las demás se deslizan espontáneamente, como si al sentirme hijo todo lo demás adquiriera su verdadero sentido.
Me gusta decir, suave y lentamente esta palabra, porque al decirla me siento seguro en brazos de mi Padre, a pesar de todos los males, los peligros, las dificultades y mi propio pecado. Más allá de todo, por encima de todo, están los brazos de Dios, mi Padre, que me reciben amorosos.
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