En las novelas de Harry Potter se nota una fuerte diferencia entre los dos mundos del protagonista. Por un lado, en el mundo “normal”, están sus tíos. Su misión consiste en ser los tutores de Harry, en ese mundo de los que desprecian la brujería (el mundo de los “muggles”). Entre Harry y sus tíos reina el conflicto, la desconfianza, los castigos y el miedo. Los tíos no son capaces de comprender el mundo de Harry. Su educación se limita a dar consejos represivos, castigos severos, órdenes sin posibilidad de diálogo alguno.
Por otro lado, está el mundo mágico, en el que, en general, los magos y brujos buenos dialogan con seriedad con Harry, le escuchan, le dan consejos y, en el fondo, lo quieren por lo que es y por la misión que está llamado a cumplir en la lucha contra el mal.
Desde luego, Rowling no ha querido escribir novelas de pedagogía, ni pensaba en las mil situaciones familiares que pueden ocurrir en nuestro planeta. Sin embargo, no deja de ser una triste realidad el que no pocos padres de familia sufren cuando ven que no pueden comunicarse con sus hijos, que no los comprenden, que no entran en el mundo de sus sueños mágicos o de sus aventuras reales o inventadas. Ciertamente, serán muy pocos los padres y educadores que sean rígidos, violentos y odiosos como los tíos de Harry. Pero esto no quita el que muchas familias sientan un cierto temor de no entrar en contacto con los propios hijos, de que estos sean más influenciables por los amigos, por la televisión o por las novelas que por los consejos que, como buenos padres, querrían ofrecer para ayudarles a entrar con pie derecho en la aventura de la vida.
Nos puede ayudar mucho a superar estos problemas el recordar cuál es el secreto de toda acción educativa: el amor hacia los hijos. No sólo porque son “nuestros” hijos, sino porque merecen, por sí mismos, todo el afecto que les puedan dar precisamente quienes les trajeron al mundo y quienes viven en un contacto continuo con ellos.
Desde este amor nacen mil maneras de descubrir lo que ocurre en el corazón de los pequeños y de los adolescentes. Cuando el hijo de 4 años no quiere tomar un plato de natillas hay que ver, con tacto, el porqué, antes de imponer, con un “te lo tomas porque sí”, una orden incondicional que muchas veces lleva a exasperar las relaciones. O cuando la niña de 6 años pide que dejemos la luz del pasillo encendida por las noches, no hemos de limitarnos a constatar que tiene algún tipo de miedo, sino que hay que descubrir de dónde le nace y cómo la podemos ayudar a superar el problema.
El ver una película en familia es también una buena ocasión para dialogar entre todos, y descubrir al hijo que es más sentimental, al que es más observador, o al que simplemente busca pasar un buen rato sin mayores complicaciones. Igualmente, el regreso de la escuela no puede limitarse al beso de saludo a papá y a mamá. Unos padres comunicativos saben, con tacto y con respeto, asomarse a ese mundo en el que conviven maestros y alumnos para ver si hay algún profesor que no se entiende con el hijo, o si las matemáticas se han convertido en un enemigo insuperable, o si la niña que ya no es tan niña está empezando a enamorarse y no sabe cómo afrontar la primera aventura del corazón.
Construir puentes de diálogo resulta, a veces, bastante difícil. El motivo puede ser un problema de horarios: los dos esposos trabajan y apenas tienen tiempo para encontrar a los hijos por la mañana o por la noche. En estos casos se crea en la familia un hueco de afecto muy grave, que tal vez será llenado con otros amigos, algunos no siempre con buenas intenciones. Ante una situación así, no hay que tener miedo a tomar decisiones drásticas: la familia está por encima del trabajo. Descubrir esta verdad es urgente, antes de que estalle un problema grave que nos haga ver lo mal que hemos vivido nuestra vida de padres y educadores.
Otras veces hay divergencia de opiniones entre los padres por lo que se refiere a los criterios educativos, y los hijos pueden ser muy hábiles para aprovechar esta situación en favor de sus caprichos. Ante los hijos conviene que los dos, papá y mamá, tengan una voz única y armoniosa. Lo cual exige mucho diálogo y mucha paciencia. Si él (o ella) han dado una orden o un consejo equivocado, hay que evitar el dar una indicación opuesta. Lo más oportuno sería el que los padres hablen primero a solas para ver si hay algo que rectificar, y dejar que sea la misma persona que dio la orden la que luego dé a entender su error o un cambio de planes.
En ocasiones, y esto es lo más dramático, el niño se cierra, sin que sepamos a ciencia cierta cuál sea la causa de su actitud. Quizá habrá momentos en los que sea necesario hablar a fondo con los maestros para ver lo que pasa en la escuela, o con algún experto en psiquiatría infantil que ayude a comprender la situación. Pero en la mayoría de los casos bastará con mostrar el afecto que sentimos hacia él y nuestra disponibilidad al diálogo, sin forzar ni imponer una apertura imposible. Como decía algún autor, el corazón tiene una puerta con una sola manilla, y ésta se encuentra en la parte interna del cuarto. Sólo desde su corazón cada niño (y adolescente) puede darnos el permiso para que entremos en su vida. A los que estamos fuera nos queda esperar con respeto y con cariño.
La vida encierra miles de misterios. Es más fácil dar consejos en una novela a un mago imaginario que dar consejos a los hijos ante las sorpresas de todos los días. Nuestro cariño será siempre la mejor “varita mágica” para construir puentes de diálogo. Quizá entonces descubriremos que los más interesados en esos puentes eran nuestros propios hijos, y que querían, tal vez sin decirlo, encontrar en su propia casa el cariño de los suyos para abrirse y recibir un poco de luz y de consuelo.
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