Elegir la mejor parte en la oración
La oración es pedir pero sobre todo acoger como María. Es un estar en la presencia de Dios con la disponibilidad del corazón y de la voluntad para dejarse hacer por Él, dejarse caminar por su Palabra, y dejarse amar por el Espíritu de Amor.
Muchas veces buscamos el protagonismo, nos preocupamos de los sentimientos, de las dificultades y distracciones. Queremos recoger frutos concretos, salir contentos de la oración. Pero no es lo más importante de la oración. Lo que realmente transforma en la oración es la acción de Dios. Él es el verdadero protagonista y por lo mismo, elegir la «mejor parte» es ceder a Él el protagonismo del encuentro.
Hágase en mí tu presencia
Vivo en medio de un mar de ruidos, de personas, de actividad y no encuentro el silencio de tu presencia. Siento una soledad que no sé expresar en palabras. Lo tengo todo, pero no tengo nada. No tengo nada y quiero tenerlo todo. Necesito de tu presencia más que el sol y la luz del día.
Hágase en mi tu presencia, aquí está tu esclavo y esclava. Quiero tener mis ojos fijos en tus manos (Sal. 122, 2), quiero estar atento a tus gestos. Hágase en mi tu presencia, yo no me pudo presentar, me siento indigno, por eso te pido que tu presencia se haga en mí, se descubra, se desvele en lo más profundo de mi corazón. Con María, ¡hágase en mí tu presencia!
Hágase en mí tu amor
Mi corazón camina como peregrino por este mundo en busca de la tierra prometida. Siento el calor y el frío del desierto. Siento el hambre y el cansancio. Me cuesta caminar, me pesa mi infidelidad. No sé amar y no sé si alguna vez aprenderé a amar con pureza. Quisiera que este corazón de piedra (Ez. 11, 19) se volviese de carne como el tuyo y entonces sí podría amar, sí sabría amar, si quisiera amar. Con María, ¡hágase en mí tu amor!
Hágase en mí tu ternura
Te pienso cada día, te admiro, te adoro, te alabo Señor. Mi experiencia tuya es tan limitada. Leo el Evangelio y siento envidia. Tantos personas que sintieron tu mano tocando la suya, ojos que contemplaron el cielo al ver los tuyos. Oídos que escucharon la música de tus palabras de vida eterna. Quiero sentirme seguro en tu regazo, en tu barca. Aunque duermas y haya tormenta (Mt. 8, 24), quiero sentir tu presencia tierna que me vela, me protege y me acompaña cada día y cada noche. Con María, ¡hágase en mí tu ternura!
Hágase en mí tu fuerza
La debilidad es compañera y recuerdo de que estamos de paso en esta vida. Me siento desfallecer ante tantos retos, luchas, desánimos. Necesito que seas mi sostén, que salgas en mi búsqueda. Que pueda pastar en los campos del mundo con confianza porque Tú, Buen Pastor, saldrás en mi búsqueda (Mt. 18, 12) y tu cayado será mi fortaleza. Mi debilidad necesita un sostén. Mis límites piden un Redentor, una seguridad, una roca donde estar firme (Sal 31, 4). Con María, ¡hágase en mí tu fuerza!
Hágase en mí tu humildad
La vida me enseña que el camino de la fortaleza pasa por la debilidad (2 Co. 12, 10), que la humildad no sólo es una necesidad sino que es camino de vida. El campo de mi vida tiene que estar sembrado por semillas de humildad para poder dar fruto de vida eterna (Mt, 13, 3-9). Tu vida fue un someterse voluntariamente y amorosamente a la Voluntad del Padre. Tu encarnación fue un acto de humildad por amor a los hombres. Nos enseñaste que tu Corazón es humilde y manso (Mt. 11, 29). Quiero ser yo también imagen tuya para el mundo, debilidad que dé fruto y santifique. Con María, ¡hágase en mí tu humildad!
Hágase en mí tu dolor
Tu vida fue un ascenso continuo hacia la cruz. Deseabas ardientemente recibir ese bautismo (Lc. 12, 50) porque sabías que era para borrar nuestros pecados. Tú dolor fue mi dolor porque tomaste sobre tus hombros lo que me correspondía. Tu dolor es mi dolor porque al ver tanto amor en tu Corazón y tanta ingratitud en el mío sufro. Pero este sufrimiento todavía no es puro, necesita ser tocado por el tuyo más profundamente, más intensamente, más amorosamente. Desde lo alto de la cruz nos perdonaste (Lc. 23, 34). Desde ese lugar privilegiado te dejaste robar el Corazón por un ladrón que reconoció tu inocencia y tu dolor redentor (Lc. 23, 39-43). Desde tu trono de gloria, miraste a tu Madre y nos la donaste como tu última voluntad. Con María, de rodillas, yo te pido, ¡hágase en mí tu dolor!
Y a ti María…
Y a ti María, Madre del amor más hermoso, Madre del Redentor y Madre mía, te pido que se haga en mí según tú palabra y tu vida. Que mi corazón sea un reflejo del tuyo; que me enseñes tus actitudes y tus virtudes. Pero si tengo que pedirte algo, es que me enseñes a pronuncia cada día, desde mi dolor, silencio y vacío: ¡HÁGASE EN MÍ SEGÚN TU PALABRA!
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