Hace dos años mi cuñada empezó a sufrir un abanico de síntomas extraños. De la nada, ya no tenía apetito, muchas comidas le caían mal, sufría ansiedad intensa y lo peor de todo, nadie sabía qué tenía. Estaba sufriendo tanto que incluso parecía que su personalidad había cambiado. Análisis tras análisis, resultó inútil. Parecía que no había solución hasta el diciembre pasado cuando finalmente le diagnosticaron con la enfermedad de Lyme. Después de dos años de pruebas médicas y sufrimiento, finalmente sabíamos qué era y cómo tratarla.
Nosotros cuidamos mucho nuestra salud. Es de las cosas más importantes para el bienestar. Pero cuando tienes un problema que nadie logra identificar y tratar, puedes perder la esperanza.
Curiosamente, así es también con el alma. Hay dos cosas que dañan la salud del alma, dos cosas que nos impiden ser felices. La primera son los ídolos. Podemos pensar que hoy en día nadie es tan ignorante como para adorar a los ídolos, pero de hecho, no es tan raro. Un ídolo es cualquier cosa que yo creo que me va a dar felicidad y seguridad. Digo cualquier cosa porque solo una persona nos puede dar la felicidad: Dios. Una jerarquía equivocada de valores saca toda mi vida de quicio. Ya no funciona como debe. Así nos lastiman nuestros pecados. Son las cosas que meten mi vida, la salud de mi alma, en desorden. Causan la diabetes espiritual o la efisema espiritual — nos pueden incluso matar.
Pero luego hay una segunda cosa, mucho más difícil de detectar y tratar: las heridas en mi corazón. Quizá, como mi cuñada, tú estás bien, te cuidas, vives una vida sana. Pero de vez en cuando sale a flote una infelicidad más profunda–la insatisfacción, en anhelo de más. Uno se puede preguntar, “¿Por qué, si vivo una vida equilibrada, no tengo esa alegría y felicidad que deseo? ¡Soy un buen cristiano! Jesucristo promete darnos la vida en abundancia. ¿Y yo? ¿Por qué siento que no la tengo?” Los síntomas se pueden agraviar hasta llegar ser realmente dramáticos y las causas profundas se nos pueden pasar desapercibidas.
Todos nosotros llevamos heridas en el corazón, resultados de los pecados de otros, sobre todo de nuestros papás. Necesitamos sentirnos amados incondicionalmente. Necesitamos ser aceptados como somos. Pero a pesar de los mejores esfuerzos de nuestros papás y los que nos rodeaban en nuestra infancia, todos crecemos con actitudes y modos de ser que son el resultado de una búsqueda frustrada de amor. A lo mejor pensamos que tenemos que merecer el amor o ganar el afecto de los demás. A lo mejor rebelamos contra cualquier autoridad porque nuestra experiencia de autoridad nos lastimó. A lo mejor sentimos que nadie nos puede amar de verdad por cosas que hemos hecho o por cómo nos trataron. En el fondo, fondo de mi corazón, anhelo ser amado pero me cuesta experimentar que alguien realmente me quiere como soy, incondicionalmente. Esas son las heridas del corazón.
Y las heridas, como la enfermedad de Lyme, no se sanan por sí solas. Hace falta un tratamiento, quizá un tratamiento largo. En esta operación, el Espíritu Santo es el único médico capaz de curar el alma. Hace falta abrir el corazón a Él y pedirle con insistencia que te sane. No hay otra manera. No hay otra persona que puede hacer que te sientas amado incondicionalmente como tú necesitas. No hay otra persona que te puede liberar y regalar la alegría que buscas, que puede ser esa garantía absoluta que te deja ser tú.
El Espíritu de Dios está. Te quiere sanar. Pero para que Él actúe necesita nuestra colaboración: que nos hagamos pequeños, que nos reconozcamos necesitados y heridos, que nos abramos — que seamos como niños. “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18:3).
Yo llevo años de análisis tras análisis sin poder encontrar el tratamiento espiritual necesario. Sí, entendía estas frases del evangelio, pero solo con la cabeza no con el corazón. Apenas empiezo a vivir como niño, gracias a un día en que pedí con todo mi corazón que el Espíritu Santo me sanará, porque no podía más y a que otros rezaban por mí y conmigo. Dios me tocó y el tratamiento comenzó. La felicidad y la alegría del evangelio vienen de Él. Él sí nos sana, sí toca el corazón, sí libera del círculo cerrado de las propias expectativas. Él sí nos ama totalmente e incondicionalmente.
Muchos reconocemos el primer obstáculo a la felicidad pero pocos enfrentan el segundo. Ojalá que esta cuaresma tú también te hagas pequeño y pidas al Espíritu de Dios que te toque y te sane profundamente.
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